Sólo Magdalena llamada Lena y Primera Epístola a los Corintios se sentían auténticamente felices cuando el enorme Packard empezó a rodar por la estrecha avenida que conducía del garaje a la calle. Sólo ellas eran capaces de experimentar una sensación de aventura y de disfrutar sin pudor del lujo del automóvil. Tenían cada una su propia ventanilla que les permitía contemplar a la perfección aquel día de verano que se alejaba veloz a su paso. Y ambas eran a la vez lo bastante mayores y lo bastante niñas como para imaginarse princesas paseando en una carroza real conducida por un poderoso lacayo. Sentadas en el asiento posterior, libres de la atención de Macon y de Ruth, se quitaron los zapatos de charol, se enrollaron las medias hasta poco más arriba de la rodilla, y se aplicaron a observar a los transeúntes.
Estos paseos con la familia en las tardes dominicales se habían convertido para Macon en un ritual demasiado importante para poder disfrutarlo. Constituían para él prueba irrefutable de que había logrado el éxito en los negocios. Para Ruth, menos ambiciosa, representaban una buena ocasión para lucir a su familia. Para el niño eran pura y simplemente una pesadilla. Apretado entre sus padres en el asiento delantero, su paisaje se reducía a la mujer alada que se tambaleaba sobre el morro del automóvil. Durante aquellos paseos le estaba vedado sentarse en el regazo de su madre, no porque ésta se negara, sino porque su padre se oponía. Sólo arrodillado sobre el asiento de color gris claro, y mirando a través de la ventanilla posterior, podía ver otra cosa que no fueran los regazos, los pies y las manos de sus padres, el salpicadero de madera, y la mujer alada plantada en la proa del Packard. Pero ir de espaldas en el coche le producía una sensación extraña. Era como volar ciego. No saber adónde iba, sólo dónde había estado, le molestaba. No quería ver los árboles que acababan de pasar, ni las casas, ni los niños que se hundían velozmente en el espacio que dejaban atrás.
El Packard de Macon Muerto rodó silenciosamente a lo largo de la calle No Médico, atravesó el barrio maldito (el que más tarde sería conocido con el nombre de Banco de Sangre por correr ésta por sus calles con inusitada frecuencia), cruzó el paso elevado que salvaba el centro de la ciudad, y se dirigió hacia los barrios ricos de los blancos. Algunos de los negros que veían pasar el coche admiraban su dignidad con cierta envidia no exenta de respeto. En 1936 muy pocos hombres de color vivían tan bien como Macon Muerto. Otros veían deslizarse aquella familia ante sus ojos con un poco de celos y mucho de ironía, porque el ancho Packard verde desmentía la idea que ellos tenían de la utilidad de un coche. Macon Muerto nunca pasaba de las veinte millas por hora, nunca apretaba a fondo el acelerador, nunca corría en primera una manzana o dos para dar un poco de emoción a los peatones. Nunca se le pinchaba una rueda. Nunca se quedaba sin gasolina y se veía en la necesidad de acudir a una docena de chiquillos rientes y harapientos para que le ayudaran a empujar el coche cuesta arriba o acercarlo al bordillo. Nunca llevaba las puertas atadas con cuerdas, ni acercaba a la esquina a los chicos del barrio subidos en el estribo. No remolcaba a nadie, ni nadie le remolcaba a él. Nunca frenaba en seco y retrocedía después para intercambiar un saludo o una broma con algún amigo. A través de las ventanillas nunca salían despedidos cucuruchos de helados ni botellas de cerveza, ni se orinaba de pie ningún mocoso. Si podía evitarlo, no dejaba que lloviera encima del automóvil y jamás lo utilizaba para ir al Taller de Sonny, limitándose a sacarlo solamente en estas ocasiones. Y lo que es más, dudaban que nunca se hubiera acostado con alguna mujer en el asiento posterior del automóvil, porque se rumoreaba que frecuentaba casas «de mala nota» o hacía el amor, en ocasiones, con alguna inquilina solitaria o de costumbres dudosas. Aparte de los ojos inquietos y luminosos de Lena y de Corintios, el Packard carecía de auténtica vida. Por eso lo llamaban «la carroza fúnebre de Macon Muerto».
Primera Epístola a los Corintios se echó hacia atrás la melena hundiendo en ella los dedos. Tenía el cabello largo, leve, del color de la arena mojada.
—¿Vamos a algún sitio en especial o sólo a dar un paseo? —con la vista fija en la calle, miraba pasar a los transeúntes.
—Cuidado, Macon. Siempre te equivocas en este cruce —dijo Ruth suavemente desde el asiento derecho del automóvil.
—¿Quieres conducir tú? —le preguntó Macon.
—Ya sabes que no sé conducir —contestó ella.
—Entonces déjame hacerlo a mí.
—Muy bien, pero luego no me eches la culpa si…
Macon enfiló suavemente el ramal izquierdo de la calle, el que atravesaba el centro para adentrarse después en un barrio residencial.
—Papá, ¿vamos a algún sitio especial?
—A Honoré —dijo Macon.
Magdalena, llamada Lena, se bajó aún más las medias.
—¿Al lago? ¿Para qué? Allí no hay nada. No vive nadie.
—Hay una colonia de veraneo, Lena. Tu padre quiere verla —dijo Ruth reafirmándose en la conversación.
—¿Para qué? Ésas son casas de blancos —dijo Lena.
—No hay sólo casas de blancos. Hay sitios en que no hay nada. Sólo terrenos. Al otro lado del pueblo. Podría ser un buen lugar de veraneo para gente de color. Casitas de playa, ¿entiendes lo que quiero decir? —Macon miró a su hija a través del espejo retrovisor.
—¿Y quién va a vivir en ellas? No hay muchos negros que puedan pagar dos casas —dijo Lena.
—El reverendo Coles sí, y el doctor Singleton también —le corrigió Corintios.
—Y ese abogado, ¿cómo se llama? —Ruth se volvió a mirar a Corintios, que hizo como si no hubiera oído.
—Y Mary, supongo —rió Lena.
Corintios miró fríamente a su hermana.
—Papá no vendería una casa a una camarera. Papá, ¿verdad que no dejarías que fuera vecina nuestra una camarera?
—Es también dueña del bar, Corintios —dijo Ruth.
—No me importa lo que tenga. Me importa lo que es. ¿Verdad que sí, papá? —se inclinó hacia su padre en busca de confirmación.
—Corres demasiado, Macon.
Ruth presionó con el zapato el suelo del automóvil.
—Si vuelves a hacer otro comentario sobre mi forma de conducir, te vuelves a casa andando. Te lo aseguro.
Magdalena, llamada Lena, se adelantó en el asiento y posó la mano sobre el hombro de su madre. Ruth permaneció en silencio. El niño comenzó a patalear debajo del salpicadero.
—Estate quieto —le dijo Macon.
—Tengo que hacer pis —contestó su hijo.
Corintios no perdió la calma:
—¡Qué pesado!
—Pero si fuiste antes de salir de casa —dijo Ruth.
—Tengo que hacer pis.
Empezó a hacer pucheros.
—¿Estás seguro? —le preguntó su madre.
El niño la miró.
—Será mejor que paremos —dijo Ruth sin dirigirse a nadie en particular. Sus ojos se apacentaban en las campiñas que se abrían ahora ante ellos.
Macon no alteró la velocidad.
—¿Vamos a comprar una casa de verano, o vas a vender alguna propiedad? —dijo Corintios.
—No voy a vender nada. Estoy pensando en comprar una casa para alquilarla —le contestó Macon.
—Pero, nosotros…
—Tengo que hacer pis —repitió el niño.
—… ¿vamos a vivir allí también?
—Quizá.
—¿Solos o con alguien más? —Corintios estaba muy interesada en el tema.
—Eso no lo sé. Pero te aseguro que dentro de pocos años, cinco o diez, habrá muchos negros que puedan permitirse ese lujo. Muchos. Créeme.
Magdalena, llamada Lena, respiró hondo:
—¿Por qué no paras un poco más adelante, papá? Va a poner perdido el asiento.
Macon la miró a través del espejo y aminoró la velocidad.
—¿Quién va a ir con él?
Ruth tocó el tirador de la portezuela.
—Tú no —dijo Macon.
Ella miró a su marido. Entreabrió los labios, pero no dijo nada.
—Yo tampoco —dijo Corintios—. Llevo tacón alto.
—Vamos —suspiró Lena. Bajaron del automóvil, niño chico y hermana mayor, y desaparecieron entre los árboles que se alzaban a poca distancia de la carretera.
—¿Crees que habrá en esta ciudad bastante gente de color, quiero decirte gente como nosotros, que quiera venir a pasar el verano aquí?
—No tienen por qué ser de esta ciudad, Corintios. Vendrán en coche desde donde vivan. Eso es lo que hacen los blancos.
Macon tamborileó con las puntas de los dedos en el volante que temblaba ligeramente con el ralentí del coche.
—A los negros no les gusta el agua —rió Corintios.
—Les gustará cuando sea suya —dijo Macon.
Miró a través de la ventanilla y vio a Magdalena, llamada Lena, que salía de entre los árboles. Llevaba un alegre ramo de flores en la mano, pero crispaba su rostro una expresión de enojo. Sobre su vestido azul pálido destacaban unas manchas oscuras como dedos.
—Me ha mojado toda —dijo—. Si, me ha mojado toda, mamá.
Estaba a punto de llorar. Ruth chascó la lengua.
Corintios rió:
—¿No os dije que a los negros no les gusta el agua?
Lo había hecho sin querer. Había ocurrido antes de que terminara. Su hermana se había apartado para coger unas flores, y él, al oírla regresar, se había vuelto sin haber terminado lo que hacía. Se estaba convirtiendo en una costumbre eso de concentrarse en lo que ocurría a su espalda. Casi como si no tuviera un futuro por delante.
Pero si el futuro nunca llegó, el presente sí se extendió y aquel niño que tan incómodo viajaba en el Packard, fue al colegio y a los doce años conoció al chiquillo que no sólo pudo liberarle, sino que le llevó además hasta la mujer que había de estar tan ligada a su futuro como lo había estado a su pasado.
Guitarra decía que la conocía, que hasta había estado en su casa.
—¿Cómo es por dentro? —le preguntó Lechero.
—Luminosa —le contestó Guitarra—. Luminosa y marrón. Y huele.
—¿Mal?
—No lo sé. Huele a ella. Ya lo verás.
Todas aquellas historias increíbles, pero enteramente posibles, que corrían en torno a la hermana de su padre —la mujer a quien Macon le había prohibido acercarse—, les tenía a los dos fascinados. No se resignaban a vivir un día más sin averiguar la verdad, y creían ser ellos los que lógica y legítimamente tenían derecho a desvelarla. Después de todo, Guitarra ya la conocía y Lechero era su sobrino.
La hallaron sentada en los escalones que daban entrada a la casa, con las piernas muy separadas y un vestido negro de mangas y falda muy largas. Llevaba el pelo cubierto por un turbante también negro y desde lejos lo único que se distinguía por debajo de su rostro era la naranja de tono brillante que pelaba. Le pareció —como recordaría más tarde— una mujer toda ángulos, rodillas sobre todo, y también codos. Un pie apuntaba hacia el Este y otro hacia el Oeste. Cuando se acercaron y vieron la cajita de latón bailando bajo el lóbulo de su oreja, Lechero supo que a pesar de aquel improvisado pendiente, de la naranja, y del anguloso tejido negro, ya nada —ni la prudencia de su padre, ni la cautela del mundo— podría apartarle de ella.
Guitarra, por ser mayor y alumno de la escuela secundaria, carecía de la timidez con que batallaba su amigo y fue, por lo tanto, el primero en hablar.
—Hola.
La mujer les miró. Primero a Guitarra y luego a Lechero.
—¿Qué forma es ésa de saludar a una señora?
Tenía una voz leve, como salpicada de grava. Lechero miró fijamente los dedos que pelaban la naranja. Guitarra sonrió y se encogió de hombros:
—Iba a decirle: «Buenas tardes, señora.»
—Entonces dilo.
—Buenas tardes, señora.
—Así está mejor. ¿Qué queréis?
—Nada. Pasábamos por aquí.
—Pues yo juraría que estáis parados.
—Si no quiere que nos quedemos, señorita Pilatos, nos iremos —dijo Guitarra suavemente.
—Yo no he dicho que quiera nada. Vosotros sois los que queréis algo.
—Queremos preguntarle una cosa.
Guitarra dejó de fingir indiferencia. Era una mujer demasiado directa y, si quería estar a su altura, tendría que tener mucho cuidado con lo que decía.
—Pregúntamelo.
—Dicen por ahí que no tiene ombligo.
—¿Es ésa la pregunta?
—Sí.
—Pues no parece una pregunta. Parece más bien una respuesta. A ver, pregúntamelo.
—¿Es verdad?
—¿Qué?
—¿Tiene usted ombligo?
—No.
—¿Por qué no?
—No tengo la menor idea.
Dejó caer al regazo la cáscara de naranja y separó un gajo lentamente.
—¿Puedo hacerte yo ahora una pregunta?
—¡Claro!
—¿Quién es tu amigo?
—Se llama Lechero.
—¿No sabe hablar? —tragó el gajo de naranja.
—Sí, claro que sabe hablar. Venga, di algo.
Guitarra dio un codazo a su amigo sin apartar la vista de Pilatos.
Lechero aspiró hondo y, conteniendo el aliento, dijo:
—Hola.
Pilatos rió.
—Debéis ser los negros peor educados del mundo. ¿Qué os enseñan en el colegio? Se dice «hola» a los amigos, pero a las personas mayores se las saluda de otro modo.
Le inundó la vergüenza. La esperaba, pero no tan intensa. Avergonzarse sí, pero no hasta ese punto. Ella era la fea, la sucia, la pobre, la alcohólica. La tía estrafalaria por cuya causa le tomaban el pelo sus compañeros de colegio y a la que odiaba porque se sentía personalmente responsable de su fealdad, de su pobreza, de su suciedad y de su alcoholismo.
Y ella, en lugar de avergonzarse, se burlaba de su colegio, de sus profesores y hasta de él. Y aunque parecía tan pobre como todos decían que era, echaba de menos algo en su mirada que le confirmara en la idea. No era sucia; descuidada sí, pero sucia, no. El blanco de sus uñas era como el marfil. Y, a menos que él fuera un completo ignorante, aquella mujer no estaba alcoholizada. Naturalmente, era todo menos hermosa, y, sin embargo, sabía que podría pasarse horas enteras contemplándola, mirando aquellos dedos que arrancaban venillas blancas de los gajos de naranja, aquellos labios de mora que parecían pintados, aquel pendiente… Y cuando ella se levantó, no pudo por menos de asombrarse. Era tan alta como su padre. Le sacaba a él los brazos y la cabeza. No tenía el vestido tan largo como había pensado; le llegaba justo hasta el comienzo de la pantorrilla. El borde de la falda dejaba al descubierto unos zapatos de hombre desabrochados y la piel de sus tobillos, de un moreno plateado. Se recogió la falda con las cáscaras de naranja dentro, tal y como habían caído en su regazo, y subió los escalones como si se fuera sosteniendo la entrepierna.
—A tu padre no le gustaría oírte hablar así. A él no le gustan los tontos.
Se volvió y miró directamente a Lechero sosteniendo con una mano las cáscaras y aferrando con la otra el tirador de la puerta.
—Conozco a tu padre y te conozco a ti también.
Guitarra habló de nuevo:
—¿Es usted hermana de su padre?
—La única que tiene. No hay más que tres Muertos vivos.
Lechero, que desde aquel malhadado «hola» no había sido capaz de articular una sola palabra, se oyó gritar de repente:
—¡Yo soy un Muerto! ¡Y mi madre! ¡Y mis hermanas! ¡Usted y él no son los únicos!
Aún no había acabado de gritar cuando empezó a preguntarse por qué había adoptado súbitamente aquella actitud tan defensiva, tan posesiva, respecto a su apellido. Siempre lo había odiado del mismo modo que había odiado su apodo hasta que conociera a Guitarra. En boca de su amigo sonaba ingenioso, adulto. Pero ahora, de pronto, se comportaba con aquella mujer como si llevar aquel apellido constituyera para él una fuente de íntimo orgullo, como si ella hubiera tratado de excluirle de un grupo muy especial al cual no sólo pertenecía, sino que tenía derecho exclusivo.
En el silencio absoluto que sucedió a sus gritos, Pilatos se echó a reir.
—¿Queréis unos huevos duros? —preguntó aún sonriendo.
Los chicos se miraron. Les había embrujado. No querían huevos, pero sí querían continuar a su lado, entrar en la casa donde fabricaba vino aquella mujer que sólo llevaba un pendiente, carecía de ombligo, y semejaba un enorme árbol negro.
—No, gracias. Pero nos gustaría beber un poco de agua.
Guitarra le devolvió la sonrisa.
—Entonces, pasad.
Abrió la puerta y entraron tras ella en una habitación grande y soleada que parecía al mismo tiempo vacía y abigarrada. Un saco de color verde musgo colgaba del techo. Había por todas partes velas embutidas en botellas y las paredes estaban empapeladas con recortes de periódicos y fotografías de revistas. El mobiliario se reducía a una mecedora, dos sillas de respaldo recto, una mesa grande, una pila y una cocina. El aroma del pino y de la fruta lo impregnaba todo.
—Deberíais probar uno. Yo sé darles el punto exacto. No me gusta que la clara quede suelta, ¿sabéis? Me gusta la clara dura y la yema blanda, como el terciopelo húmedo. ¿Por qué no coméis uno?
Dejó caer las cáscaras en una cazuela que, como todo lo que había en aquella casa, había sido fabricada para otros fines. Ahora estaba de pie delante de la pila llenando de agua un barreño azul y blanco que utilizaba a modo de olla.
—El agua y el huevo tienen que encontrarse en igualdad de condiciones. Uno no puede tener más fuerza que la otra, así que la temperatura ha de ser exactamente la misma para los dos. Primero hay que templar un poco el agua. Sólo dejar que se temple, no calentarla, porque el huevo está a la temperatura de la habitación. El secreto está en la cocción. En el momento en que las burbujas que suben a la superficie son del tamaño de un guisante y están a punto de ser tan grandes como canicas, se retira la olla del fuego. Luego se tapa con un periódico doblado y se va uno a hacer algún recado, como ver quién llama a la puerta o vaciar el cubo en el porche. Yo suelo aprovechar para ir al baño. No mucho tiempo, acordaos. Sólo un momentito. Si hacéis lo que os digo, tendréis un huevo cocido perfecto. Recuerdo los desbarajustes que organizaba de niña cuando yo guisaba. Tu padre —señaló a Lechero con el dedo— no sabía hacer ni un huevo frito. Una vez le hice una tarta de cereza, o al menos lo intenté. Macon era muy buen chico. Se portaba muy bien conmigo. Ojalá le hubieras conocido entonces. Ahora sería tan buen amigo tuyo como lo fue para mí.
Su voz le traía a Lechero recuerdos de cantos de río. Cantos de río chiquitos y redondos que chocaban unos contra otros. Puede que estuviera ronca o puede que fuera aquél su modo habitual de hablar, comiéndose las letras y arrastrando sonidos al mismo tiempo. El aroma del pino era narcótico como lo era el sol que entraba en el cuarto a raudales, sin obstáculos ni cortapisas porque no había ni cortinas ni persianas en las muchas ventanas que flanqueaban la habitación, una a cada lado de la puerta, otra a cada lado de la cocina y de la pila y dos más en la pared de la derecha. La cuarta pared, la del fondo, debía ser el dormitorio, pensó Lechero. Aquella voz pedregosa, el sol, y el aroma narcotizante del vino, debilitaron a los muchachos que permanecían sentados, hundidos en un agradable estupor contemplando las idas y venidas de la mujer del vestido negro.
—Si no fuera por tu padre no estaría yo aquí hoy. Habría muerto en el seno de mi madre. Y habría vuelto a morir después en el bosque. Los árboles y la oscuridad me habrían matado. Pero él me salvó y aquí me tenéis, cociendo huevos. Nuestro padre había muerto, ¿sabéis? Le hicieron saltar cinco pies en el aire a fuerza de disparos. Estaba sentado en la cerca esperándoles y ellos le atacaron por la espalda. Cuando nos fuimos de la casona de Circe no teníamos adónde ir. Anduvimos de acá para allá viviendo en el bosque. Eran tierras de labranza aquéllas. Pero papá volvió un día, aunque al principio no le reconocimos porque le habíamos visto volar por los aires. El día que le vimos andábamos perdidos. ¡Y hablando de oscuridad! La gente cree que la oscuridad es toda del mismo color, pero no es verdad. Hay como cinco o seis clases de oscuridad. Hay una sedosa y otra como la lana. Hay otra que es sólo vacío. La hay que semeja muchos dedos y que nunca se está quieta. Se mueve y pasa de un negro a otro. Decir que un lugar es oscuro es como decir que una cosa es verde. ¿Qué clase de verde? ¿Verde como mis botellas? ¿Verde como un saltamontes? ¿Verde como un pepino, como una lechuga, o como el cielo antes de desatarse la tormenta? Lo mismo pasa con el negro de la noche. Es como el arco iris.
»Pero, como os decía, nos habíamos perdido y, de pronto ante nosotros teníamos la espalda de nuestro padre. No éramos sino un par de críos atemorizados. Macon me repetía que lo que nos asustaba no era real. ¿Qué importa que una cosa sea real o no si te da miedo lo mismo? Recuerdo algo que sucedió cuando trabajaba de lavandera para un matrimonio allá en Virginia. Una tarde el marido entró en la cocina tiritando y me preguntó si había hecho café. Le dije que qué le pasaba, que por qué tenía tan mala cara, y me contestó que no lo sabía, pero que se sentía como si de un momento a otro fuera a caer en el fondo de un precipicio. Estaba de pie en medio de aquel suelo de linóleo amarillo, blanco y rojo, un suelo tan llano como una plancha. Se agarró primero a la puerta y luego a una silla para no caer. Abrí la boca para decirle que no había precipicios en aquella cocina, pero luego recordé lo que había sentido de chica en medio de aquel bosque y volví a experimentar la misma sensación. Así que le pregunté que si quería que le sujetara para que no cayese. Nunca me ha mirado nadie con un agradecimiento mayor. “¿No le importaría?”, me dijo. Me coloqué tras él, le aferré hasta clavarle las uñas en el pecho y le sujeté muy fuerte. Aquel corazón coceaba bajo el chaleco como una mula en celo. Pero poquito a poquito se calmó.
—Le salvó la vida —dijo Guitarra.
—Nada de eso. Antes de que se hubiera recuperado entró su mujer. Me preguntó qué hacía, y se lo dije.
—¿Qué le contestó? ¿Qué le dijo?
—La verdad. Que estaba evitando que se cayera a un precipicio.
—Apuesto cualquier cosa a que en ese momento él hubiera preferido haber saltado al fondo. ¿Ella se lo creyó?
—Al principio, no. Pero tan pronto como le solté, el hombre cayó redondo al suelo. Hasta se rompió las gafas. Cayó de bruces. Y, ¿sabéis qué? Que cayó muy lento. Os juro que tardó como tres minutos enteros en caerse y aplastarse la cara contra el suelo. No sé si el precipicio era real o no, pero lo cierto es que tardó tres minutos en llegar al fondo.
—¿Estaba muerto? —preguntó Guitarra.
—Del todo.
—¿Y quién mató a su padre? ¿No ha dicho que le mataron a disparos?
Guitarra estaba fascinado. En sus ojos centelleaban miles de lucecitas diminutas.
—Le hicieron volar cinco pies en el aire…
—¿Quién?
—No sé ni quién, ni por qué. No sé más que lo que os he contado. El qué, el cuándo y el dónde.
—No nos ha dicho dónde le mataron —insistió Guitarra.
—Sí os lo he dicho. En una cerca.
—¿Dónde estaba la cerca?
—En la finca que teníamos.
Guitarra rió, pero en sus ojos brillaban demasiadas lucecitas para que su mirada expresara alegría.
—¿Dónde estaba la finca?
—En el Condado de Montour.
Se dio por vencido con el «dónde».
—¿Cuándo, entonces?
—Cuando estaba sentado en la cerca.
Guitarra se sintió como un detective frustrado.
—¿Qué año?
—El año que mataban a los irlandeses por las calles. Fue un buen año para vendedores de rifles y salteadores de tumbas. Eso te lo digo yo.
Pilatos sacó la tapa de un barril y la colocó sobre la mesa. Luego escurrió los huevos del barreño y empezó a pelarlos. Sus labios se movían conforme mordisqueaba una pepita de naranja. Sólo cuando todos los huevos estuvieron partidos por la mitad revelando su centro húmedo de un amarillo rojizo, reanudó la historia.
—Una mañana nos despertamos cuando el sol había recorrido casi la cuarta parte de un firmamento que brillaba como no os podéis imaginar. Estaba muy azul. Tan azul como las cintas del sombrero de mi madre. ¿Veis ese trozo de cielo? —señaló a la ventana—. Detrás de aquellos nogales. ¿Lo veis? Allí.
Miraron hacia donde señalaba y vieron el cielo que se extendía tras las casas y los árboles.
—Era de ese mismo color —dijo como si acabara de descubrir algo muy importante—. Igual que las cintas de aquel sombrero. Reconocería ese color en cualquier parte aunque ni siquiera sé cómo se llamaba mi madre. Cuando murió, papá no dejó que nadie repitiera su nombre. Pues antes de que pudiéramos despertarnos del todo y mirar a nuestro alrededor, le vimos allí mismo, sentado sobre un tronco a plena luz del sol. Empezamos a llamarle, pero estaba como ausente, como si nos mirara y no nos viera. Había algo en su expresión que nos asustó. Era como ver un rostro debajo del agua. Al rato, se levantó, se hundió en la sombra y volvió al bosque. Nosotros nos quedamos mirando el tronco. Temblábamos como hojas.
Pilatos reunió las cáscaras de huevo en un pequeño montón barriendo suavemente la superficie de la mesa con las puntas de los dedos. Los dos niños la observaban. Temían decir algo que la hiciera callar, y temían guardar silencio y que no siguiera hablando.
—Temblábamos como hojas —murmuró—. Igual que hojas.
De pronto levantó la cabeza y emitió un sonido semejante al de la lechuza:
—¡Uhhh! ¡Voy para allá!
Ni Lechero ni Guitarra habían visto ni oído acercarse a nadie, pero Pilatos se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Antes de llegar a ella, un pie la abrió de una patada y Lechero vio la espalda inclinada de una muchacha. Arrastraba una canasta llena de algo que parecían bayas, ayudada por otra mujer que en aquel momento le decía:
—Cuidado con el umbral de la puerta, tesoro.
—Ya está —contestó la muchacha—. Ahora, empuja.
—Ya era hora de que llegarais —dijo Pilatos—. Va a oscurecer dentro de nada.
—El camión de Tommy se estropeó —dijo la niña jadeando. Cuando las dos consiguieron meter la canasta en la habitación, la más joven se enderezó y se volvió hacia ellos. Pero Lechero ya no tenía necesidad de verle la cara; se había enamorado de su espalda.
—Agar —dijo Pilatos mirando en torno suyo—. Éste es tu hermano Lechero. Y éste es su amigo. ¿Cómo dijiste que te llamabas, hijo?
—Guitarra.
—¿Guitarra? ¿Es que sabes tocar la guitarra? —preguntó ella.
—No son hermanos, mamá. Son primos —dijo la mujer.
—Es lo mismo.
—No, no es lo mismo. ¿Verdad que no, tesoro?
—No —dijo Agar—, es distinto.
—¿Lo ves? Es distinto.
—¿Y qué diferencia hay, Reba? Dime, tú que sabes tanto.
Reba miró al techo:
—Hermanos son los que tienen la misma madre y…
Pilatos la interrumpió:
—¿Qué diferencia hay en el modo de tratar a unos y a otros? ¿No los tratas del mismo modo?
—Pero no es lo mismo, mamá.
—Cállate, Reba. Estoy hablando con Agar.
—Sí, mamá. Se les trata igual.
—Entonces, si no hay diferencia en el trato, ¿por qué hay que tener dos palabras en vez de una?
Reba se puso en jarras y abrió los ojos de par en par.
—Acercad esa mecedora —dijo Pilatos—. Vosotros dos tendréis que levantaros, a menos que queráis ayudar.
Las dos mujeres rodearon la canasta, que estaba llena de moras unidas todavía a sus ramas cortas y espinosas.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Guitarra.
—Desprender las moras de las ramas sin reventarlas. Reba, trae esa otra olla.
Agar miró en torno suyo toda ojos y cabello.
—¿Por qué no traemos una cama del cuarto de atrás? Así podríamos sentarnos todos.
—A mí me basta con el suelo —dijo Pilatos. Se puso en cuclillas y sacó cuidadosamente una rama de la canasta—. ¿Esto es todo lo que habéis traído?
—No.
Reba hacía rodar de costado una enorme olla de barro.
—Hay otras dos afuera.
—Será mejor que las entréis. Atraen las moscas.
Agar se dirigió a la puerta e hizo un gesto a Lechero.
—Vamos, hermano. Ayúdame.
Lechero se levantó de un salto tirando la silla al suelo y corrió detrás de Agar. Le parecía la chica más guapa que había visto en su vida. Era mucho mayor que él. Debía tener tantos años como Guitarra. Hasta quizá diecisiete. Creía flotar en el aire. Se sentía vivir más intensamente que nunca, y flotar. Juntos, él y Agar, arrastraron las dos canastas sobre los escalones del porche y las entraron en la casa. Ella era tan fuerte y musculosa como él.
—Cuidado, Guitarra. Más despacio. Las estás reventando.
—Déjale en paz, Reba. Tiene que cogerle el tranquillo. Antes te pregunté si tocabas la guitarra. ¿Por eso te llamas así?
—No, no es porque sepa tocarla. Es porque quise aprender. De niño.
—¿Donde viste una guitarra?
—Hicieron un concurso en una tienda en la ciudad donde yo vivía, en Florida. La vi un día que mi madre me llevó al centro de ella. Era muy pequeño. Tenías que acertar cuántas judías había en un tarro de cristal y como premio te daban una guitarra. Según dicen lloré mucho porque no la gané. Y seguí mucho tiempo pidiendo una guitarra.
—Ojalá hubieras podido llamar a Reba. Ella la habría conseguido para ti.
—No, no se podía comprar. Había que adivinar el número de judías que había en el tarro.
—Ya te he oído. Pero Reba te habría dicho cuántas había. Gana todos los concursos. Nunca pierde en ninguna de esas cosas.
—¿De verdad? —Guitarra sonrió pero tenía sus dudas—. ¿Tiene usted mucha suerte?
—Claro que tengo suerte —sonrió Reba—. Viene gente de todas partes a pedirme que les saque números para rifas. Suelo ganar casi siempre cuando lo hago para los demás, y siempre cuando juego para mí. Gano todo lo que quiero y hasta algunas cosas que ni siquiera me interesan.
—Ya nadie quiere venderle números para ningún sorteo. Pero la gente le sigue pidiendo que se los guarde para ellos.
—¿Veis esto? —Reba se metió la mano en el seno y sacó, atado a un cordón, un anillo con un brillante.
—Lo gané el año pasado. ¿Qué dijeron que hacía yo, mamá?
—El número quinientos mil.
—¿El quinientos mil? No, no fue eso.
—Bueno, dijeron el medio millón.
—Eso es. Fui la persona que hacía el medio millón de las que habían entrado en Sears.
Rió alegre y orgullosa.
—Al principio no querían darle el premio —dijo Agar—, por lo mal vestida que iba.
Guitarra estaba asombrado.
—Me acuerdo del concurso, pero no recuerdo que lo ganara una mujer de color.
Siempre estaba en la calle y se enorgullecía de saber todo lo que ocurría en la ciudad.
—Nadie lo supo. Tenían fotógrafos y todo esperando a la primera persona que entrara por la puerta, pero la foto de Reba no se publicó nunca en el periódico. Mamá y yo la buscamos todos los días, pero no salió, ¿verdad? —Se volvió hacia Pilatos en busca de confirmaciones y continuó—: En cambio publicaron la del hombre que ganó el segundo premio, que consistía en un bono. Él era blanco.
—Pero ¿hubo un segundo premio? ¿Cómo es posible? O se es la persona que hace el medio millón, o no se es. Pero en un caso así no puede haber segundo premio.
—Lo hay cuando la que gana el primero es Reba —dijo Agar—. Si hubo un segundo premio, fue porque ella ganó el primero. Y si se lo dieron fue sólo por los fotógrafos.
—Diles por qué fuiste a Sears aquel día, Reba.
—Porque tenía que ir al baño.
Reba echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una carcajada. Tenía las manos llenas de zumo de mora y al enjugarse las lágrimas trazó una ancha raya púrpura de la nariz a los pómulos. De tez mucho más clara que Pilatos y que Agar, tenía los ojos cándidos de un niño. Rodeaba a las tres mujeres un cierto aire de inocencia, pero tras los rostros de Pilatos y de Agar acechaba complejidad y algo más. Sólo en el caso de Reba, con su tez clara, su acné, y sus gestos de deferencia, aquella simple inocencia podía ser también necedad.
—No hay más que dos tiendas en el centro que permitan utilizar los lavabos a la gente de color: Sears y el restaurante Mayflower. Sears me pillaba más cerca. Por suerte no tenía prisa, porque me tuvieron allí como quince minutos. Querían que les diera mi nombre y mi dirección para que me mandaran el brillante, pero yo me negué a que me lo enviaran. Exigí que me lo dieran allí mismo. No hacía más que preguntarles: «Pero ¿de verdad es un concurso? No me lo creo.»
—Te dieron el anillo para que te fueras de allí. Estaba apilándose la gente y empezabas a traer moscas.
—¿Qué va a hacer con el anillo? —le preguntó Lechero.
—Llevarlo. Casi nunca gano nada que me guste.
—Y todo lo que gana lo regala —dijo Agar.
—A algún hombre —continuó Pilatos.
—Ella nunca se queda con nada.
—Lo que de verdad le gustaría ganar es un hombre.
—Es peor que Santa Claus…
—Esa suerte que tiene no le sirve para nada.
—El hombre aparece una vez al año…
Agar y Pilatos desviaban la conversación siguiendo con sus comentarios líneas divergentes y hablando más para sí mismas que para Lechero, Guitarra o Reba, que se había vuelto a guardar el anillo en el seno y sonreía dulcemente mientras desprendía de sus ramas las bayas de color púrpura.
Lechero medía ya cinco pies siete pulgadas, pero era la primera vez en su vida que se sentía totalmente feliz. Se hallaba en compañía de su amigo, un chico mayor que él, despierto, simpático y valiente. Estaba sentado cómodamente en aquella famosa casa donde se elaboraba vino, rodeado de mujeres que parecían pasarlo bien a su lado y que reían en voz alta. Y estaba enamorado. En vano su padre les tenía miedo.
—¿Cuándo estará listo el vino? —preguntó.
—¿El que hagamos con estas moras? Dentro de unas semanas —dijo Pilatos.
—¿Nos dejará probarlo? —sonrió Guitarra.
—Claro que sí. ¿Queréis un poco ahora? Tengo mucho en la bodega.
—No, de ése no. Quiero de éste. Del que he hecho yo.
—¿Crees que estás haciendo vino? —dijo Pilatos—. ¿Te crees que con esto está hecho todo? ¿Con desprender de las ramas unas cuantas moras?
Guitarra se rascó la cabeza:
—Se me había olvidado. Claro, ahora hay que aplastarlas con los pies.
—¿Con los pies? —dijo Pilatos escandalizada—. ¿Quién hace vino con los pies?
—Puede que salga bueno, mamá —dijo Agar.
—No puede saber peor —dijo Reba.
—¿Es bueno su vino, Pilatos? —preguntó Guitarra.
—No lo sé.
—¿Por qué no?
—Nunca lo he probado.
Lechero rió:
—¿Vende vino sin probarlo siquiera?
—No me lo compran por el sabor. Me lo compran para emborracharse.
Reba asintió:
—Además, eso pasó a la historia. Ahora ya ni lo compran.
—Hoy día ya nadie quiere vino hecho en casa. La Depresión ha pasado —dijo Agar—. Ahora todos tienen trabajo. Pueden beber hasta whisky.
—Todavía hay muchos que lo compran —dijo Pilatos.
—¿De dónde saca el azúcar para hacerlo? —preguntó Guitarra.
—Lo conseguimos de matute —dijo Reba.
—¿Quién compra el vino? Di la verdad, abuela. Si Reba no hubiera ganado esas doscientas libras de alimentos, el invierno pasado nos hubiéramos muerto de hambre.
—No es verdad.
Pilatos se metió una ramita verde en la boca.
—Si lo es.
—Agar, no contradigas a tu abuela —susurró Reba.
—¿Quién se hubiera ocupado de nosotras? —insistió Agar—. Mamá puede pasarse meses enteros sin comer. Como un lagarto.
—¿Es verdad que los lagartos pueden vivir tanto tiempo sin probar bocado? —preguntó Reba.
—Niña, aquí nadie va a dejar que te mueras. ¿Has tenido hambre alguna vez? —preguntó Pilatos a su nieta.
—¡Claro que no! —contestó la madre. Agar arrojó una rama al montón que había en el suelo y se frotó las manos. Tenía las puntas de los dedos teñidas de púrpura.
—Algunos días he tenido hambre.
Las cabezas de Pilatos y de Reba se alzaron con la rapidez del pájaro. Miraron primero a Agar e intercambiaron después una mirada.
—¡Nena! —la voz de Reba era dulce—. ¿Has tenido hambre alguna vez, hija mía? ¿Por qué no nos dijiste nada? —parecía dolida—. Te habríamos dado lo que hubieras pedido. Lo que fuera. Tú lo sabes.
Pilatos escupió la ramita en la palma de su mano. Su rostro se inmovilizó. Con los labios en reposo semejaba una máscara. Era —pensó Lechero— como si acabara de apagarse una luz en la habitación. Miró los rostros de la mujeres. El de Reba se había crispado. Por sus mejillas rodaban lágrimas. El de Pilatos tenía la inmovilidad de la muerte, pero estaba alerta, como a la espera de una señal. El perfil de Agar quedaba oculto tras el cabello de la muchacha. Estaba inclinada hacia delante con los codos apoyados en los muslos. Se frotaba los dedos que a la luz del atardecer parecían manchados de sangre. Tenía las uñas muy largas.
El silencio se afianzó. Ni Guitarra se atrevió a romperlo.
Al fin habló Pilatos:
—Reba —dijo—. No se refería a comida.
Lentamente Reba fue cayendo en la cuenta, pero no respondió. Pilatos comenzó a tararear mientras volvía al trabajo de desprender las moras de sus ramas. Al poco rato, Reba la imitó y juntas canturrearon en perfecta armonía hasta que Pilatos se arrancó:
Hombre de azúcar, no me dejes,
que las bolas de algodón me asfixiarán.
Hombre de azúcar, no me dejes,
que los brazos del blanco me estrangularán.
Cuando las dos mujeres formaron coro, Agar alzó la cabeza y cantó también:
El hombre de azúcar voló,
el hombre de azúcar se fue,
el hombre de azúcar surcó los cielos,
el hombre de azúcar llegó a su hogar…
Lechero apenas podía respirar. La voz de Agar le arrebataba los últimos pedazos del corazón que hasta entonces había sido suyo. Cuando creía que iba a desmayarse bajo el peso de la emoción que experimentaba, lanzó una mirada a su amigo y vio en los ojos de Guitarra el resplandor dorado del sol poniente que dejaba en la sombra una lenta sonrisa de comprensión.
Si aquel día resultó delicioso para Lechero, lo fue aún más porque había supuesto secreto y desafío. Pero uno y otro se disiparon a menos de una hora de haber regresado a casa su padre. Freddie había contado a Macon Muerto que su hijo había pasado la tarde «bebiendo en casa de Pilatos».
—Miente. No bebimos nada. A Guitarra no le dieron siquiera ni el vaso de agua que pidió.
—Freddie nunca miente. Lo interpreta todo mal, pero nunca miente.
—Esta vez te mintió.
—¿Al decir que bebisteis vino? Quizá. Pero no al decir que estuvisteis allí, ¿no?
—No, señor, en eso dijo la verdad. —Lechero suavizó un poco la voz, pero logró mantener el tono de desafío.
—Dime, ¿qué te dije que hicieras?
—Me dijiste que no me acercara a ellas. Que no me acercara a Pilatos.
—Exactamente.
—Pero nunca me explicaste por qué. Son parientes mías. Ella es tu hermana.
—Y tú eres mi hijo. Y harás lo que yo te diga. Con o sin explicaciones por mi parte. Mientras pongas los pies bajo mi mesa, harás en esta casa lo que yo diga.
A los cincuenta y dos años, Macon Muerto seguía siendo un hombre tan imponente como lo había sido a los cuarenta y dos, cuando Lechero le consideraba lo más grande del mundo. Más grande, incluso, que la casa en que vivían. Pero aquel día había visto una mujer tan alta como su padre y que le había hecho sentirse alto también.
—Sé que soy el benjamín de la familia, pero ya no soy ningún niño. Y tú me tratas como si lo fuera. Siempre me estás diciendo que no tienes que darme explicaciones de nada. ¿Cómo crees que me sienta eso? Me tratas como a un crío. Como a un niño de doce años.
—No me levantes la voz.
—¿Es así como te trataba tu padre cuando tenías doce años?
—¡Cuidado con lo que dices! —rugió Macon. Sacó las manos de los bolsillos, pero no supo qué hacer con ellas. Estaba momentáneamente confuso. Las preguntas de su hijo le habían transportado a otros lugares. Se veía a los doce años en la camisa de Lechero y sintiendo lo que había sentido por su padre. Volvió a experimentar la sensación de estupor que le había embargado al ver caer de la cerca a aquel hombre a quien quería y admiraba. Una rabia salvaje le había invadido al ver su cuerpo retorciéndose en el polvo. Su padre se había pasado cinco noches sentado en aquella cerca acunando el fusil entre los brazos y, al final, había muerto defendiendo lo que era suyo. ¿Era eso lo que su hijo sentía por él? Quizá había llegado la hora de decirle unas cuantas verdades.
—¿Te trataba él así?
—Yo siempre trabajé al lado de mi padre. Codo con codo. Desde que tuve cuatro o cinco años trabajamos juntos. Los dos solos. Mi madre había muerto. Murió cuando nació Pilatos. Mi hermana era una niña. Durante el día se quedaba en una granja vecina. Yo mismo la llevaba allí en mis brazos cada mañana. Luego cruzaba los campos y me reunía con mi padre. Uncíamos al Presidente Lincoln al arado y… Así le llamábamos, Presidente Lincoln. Papá decía que Lincoln había sido un buen campesino antes de ser presidente y que nunca debía apartarse a un campesino de la tierra. Llamaba a nuestra finca El Paraíso de Lincoln. Era una finquita pequeña, pero a mí entonces me parecía inmensa. Ahora sé que era un pañuelo, quizás unos ciento cincuenta acres de los que trabajábamos cincuenta. Otros ochenta eran bosques. Debía haber allí una fortuna en encinas y pinos. Quizás eso era lo que buscaban, la madera. Las encinas y los pinos. Teníamos una laguna como de cuatro acres. Y un río lleno de peces justo en el centro del valle. El cerro de Montour era la montaña más bonita que has visto en tu vida. Vivíamos en el Condado de Montour, al norte de Susquehanna. Teníamos una pocilga con cuatro pesebres. El granero medía cuarenta pies por ciento cuarenta y tenía un tejado a cuatro aguas. Y en las montañas de alrededor había ciervos y patos salvajes. No puedes decir que has comido bien si nunca has probado el pavo salvaje como lo hacía mi padre. Primero lo chamuscaba al fuego hasta que se ponía completamente negro. Eso hacía que luego, al cocinarlo, no perdiera el jugo. Después lo ponía a asar sobre la hoguera veinticuatro horas enteras. Una vez que cortabas la parte negra, la carne que había debajo era tierna, dulce y jugosa. Y teníamos un huerto de árboles frutales. Manzanos y cerezos. Pilatos quiso hacerme una vez una tarta de cerezas.
Macon hizo una pausa y dejó llegar a sus labios una sonrisa. Hacía años que no hablaba de todo aquello. Ni siquiera se había parado a recordarlo en mucho tiempo. De recién casado solía describirle a Ruth El Paraíso de Lincoln. Sentado en el columpio del porche en medio de la oscuridad, gustaba de recrear las tierras que debieron ser suyas. Cuando se lanzó al negocio de la compra de casas, pasaba largos ratos en la barbería intercambiando recuerdos con los hombres. Pero durante los últimos años no había tenido ni el tiempo ni el interés necesario para hablar de todo aquello. Ahora volvía a recordarlo con su hijo y todos y cada uno de los detalles que creía olvidados se presentaban claros en su mente: el pozo, el huerto de los manzanos, el Presidente Lincoln, Mary Todd, la yegua, Ulysses Grant, la vaca, y el General Lee, el cerdo. De todos aquellos nombres provenía la poca historia que recordaba. Su padre nunca había aprendido ni a leer ni a escribir. Sólo sabía lo que veía y lo que oía contar. Pero había dado forma en la mente de Macon a ciertas figuras históricas y cuando éste leyó en el colegio sobre aquellos personajes, pensó en su caballo y en su cerdo. Quizá fuera una broma de su padre bautizar a su caballo con el nombre del primer presidente del país, pero si Macon pensó siempre en Lincoln con cariño fue porque primero le había amado bajo la forma de un caballo fuerte, resistente, afectuoso y obediente. Hasta sentía cierta simpatía por el general Lee de la historia porque una primavera lo habían sacrificado y durante ocho meses habían comido el mejor cerdo de fuera de Virginia, «del lomo al jamón ahumado, de las costillas a las salchichas, y de las pezuñas y el rabo a los chicharrones». Hasta noviembre duraron estos últimos.
—No puedo quejarme del General Lee —dijo Macon sonriendo—. El mejor militar que he conocido en mi vida. Hasta las criadillas las tenía sabrosas. Circe hizo con ellas el mejor guisado que he comido en mi vida. Se me había olvidado cómo se llamaba. Eso es, Circe. Trabajaba en una finca muy grande que tenían unos blancos en Danville, Pensilvania. Es curioso cómo se olvida uno de las cosas. Te pasas años enteros sin poder recordar algo y de pronto, sin comerlo ni beberlo, te vuelve todo a la cabeza. Tenían perros de carreras. Ése es el deporte que más les gusta por aquellas tierras. Las carreras de perros. Los blancos de por allí querían mucho a sus perros. Podían matar a un negro sin dejar siquiera de peinarse, por ejemplo, pero he visto a más de un hombre hecho y derecho derramar lágrimas por un perro.
Su voz le sonaba distinta a Lechero. Menos dura y con un acento diferente. Más sureño, más acogedor y suave. Habló él también con suavidad:
—Pilatos dice que mataron a tu padre. Que lo volaron a tiros por los aires.
—Dieciséis años le llevó hacer rentable aquella finca. Ahora es todo tierra de grandes centrales lecheras. Pero entonces no. Entonces era… muy bonito.
—¿Quién le mató, papá?
Macon centró la mirada en su hijo:
—Papá no sabía leer. Ni siquiera sabía hacer su firma. Utilizaba una marca. Le engañaron. Firmó algo, no sé qué, y le dijeron que la propiedad no era suya. Nunca aprendió a leer. Traté de enseñarle, pero me decía que de un día al otro se le olvidaban todos aquellos rasguitos. En toda su vida sólo escribió una sola palabra: el nombre de su hija. Lo copió de la Biblia. Eso es lo que Pilatos lleva dentro de ese pendiente. Debió dejarme que le enseñara. Todo lo malo que le ocurrió en su vida fue porque no sabía leer. Por eso confundieron su nombre.
—¿Su nombre? ¿Qué pasó?
—Cuando llegó la liberación de los esclavos, todos los negros del Estado tuvieron que inscribirse en la Oficina de Libertos.
—¿Era esclavo tu padre?
—¿Qué clase de pregunta es ésa? Naturalmente que lo era. ¿Qué negro no era esclavo en 1869? Todos tuvieron que inscribirse. Los que eran libres y los que hasta entonces habían sido esclavos. Papá tenía entonces menos de veinte años. Fue a firmar, pero el hombre que estaba detrás del escritorio estaba borracho. Le preguntó que dónde había nacido y papá contestó que en Macon. Luego le preguntó que quién era su padre. «Está muerto», le dijo papá. Luego le preguntó quién era su dueño, y él le dijo: «Soy libre.» El yanqui lo apuntó todo, pero en los casilleros en que no correspondía. Según aquel documento, papá había nacido en Soilibre, dondequiera que esté eso. En el espacio correspondiente al nombre, aquel idiota escribió Muerto, coma, Macon. Pero como papá no sabía leer, no se enteró de lo que decía allí hasta que mamá se lo dijo. Se conocieron en una carreta cuando venían los dos hacia el Norte. Empezaron a hablar de esto y de aquello y al rato él le dijo que era liberto y le enseñó sus papeles. Fue entonces cuando ella le leyó lo que decían.
—No tuvo por qué conservar aquel nombre, ¿no? Pudo cambiarlo por el verdadero.
—A mamá le gustó. Le sonó bien. Dijo que era nuevo y que serviría para borrar el pasado.
—¿Cuál era su nombre verdadero?
—A mi madre no la recuerdo muy bien. Murió cuando yo cumplí los cuatro años. Tenía la piel clara y era muy bonita. Yo creía que era blanca. Pilatos y yo no nos parecemos nada a ella. Si tienes alguna duda de que procedemos de África, mira a Pilatos. Se parece mucho a papá y él es exactamente igual a todas esas fotos que se ven por ahí de africanos. Era un africano de Pensilvania. Y se portaba como un africano. Su rostro se cerraba como una puerta.
—Yo he visto cerrarse la cara de Pilatos.
Lechero se sentía relajado, propenso a las confidencias ahora que, por primera vez, su padre le hablaba de un modo tranquilo e íntimo.
—No he cambiado de idea, Macon. No quiero que vuelvas allí.
—¿Por qué no? Aún no me has dado una explicación.
—Tú hazme caso y basta. Esa mujer no es buena. Es una serpiente. Puede fascinarte como una serpiente y por eso, como una serpiente, puede también morderte.
—Estás hablando de tu hermana, la que llevabas en los brazos cada mañana a través de los campos.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo. Hoy la has visto. ¿Qué te ha parecido? ¿Una mujer buena? ¿Una persona normal?
—Verás…
—¿O una mujer capaz de rebanarte el cuello?
—No es eso lo que me pareció, papá.
—Pues es lo que es.
—¿Qué te ha hecho?
—No importa lo que haya hecho. Importa lo que es.
—¿Qué es?
—Ya te lo he dicho. ¿Conoces la historia del hombre que vio una cría de serpiente en el suelo? Estaba sangrando allí a sus pies, herida, quieta sobre la tierra. El hombre se compadeció de ella y la recogió, la metió en un cesto y se la llevó a su casa. La cuidó hasta que la serpiente creció y se fortaleció. Compartió con ella la comida, pero un día la serpiente se volvió contra él y le mordió. Introdujo su lengua envenenada en el corazón de su salvador. Mientras éste agonizaba, se volvió hacia la serpiente y le dijo: «¿Por qué lo has hecho? ¿No te cuidé bien? ¿No te salvé la vida?» Y la serpiente dijo: «Sí, es cierto.» «Entonces, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué me matas?» Y, ¿sabes lo que contestó el reptil?: «Cuando me recogiste sabías que recogías a una serpiente, ¿no?» Ahora escúchame bien, no quiero que vuelvas a entrar en esa casa ni quiero que te acerques a Pilatos.
Lechero bajó la cabeza. Su padre no le había explicado nada.
—Hijo mío, tienes cosas mejores que hacer que perder el tiempo allí. Además ya es hora de que vayas aprendiendo a trabajar. Empezarás el lunes. Cuando salgas del colegio vendrás a mi oficina. Trabajarás allí un par de horas al día y aprenderás lo que es la vida. Pilatos no puede enseñarte nada que pueda serte útil en este mundo; quizás en el otro sí, pero en éste no. Voy a decirte ahora mismo lo único importante que vas a necesitar saber para vivir: lo importante es poseer y dejar que las cosas que posees posean a su vez otras cosas. Así serás tu propio dueño y el dueño de otras personas. Y a partir del lunes te enseñaré cómo se hace.