El agente de la Mutualidad de Seguros de Vida de Carolina del Norte había prometido volar desde el Hospital de la Misericordia hasta la orilla opuesta del Lago Superior a las tres en punto. Dos días antes de que tuviera lugar el acontecimiento, clavó una nota en la puerta de su casita amarilla:
A las tres de la tarde del miércoles 18 de febrero de 1931, despegaré del Hospital de la Misericordia y volaré con unas alas de fabricación propia. Por favor, perdonadme. Os quise a todos.
(firmado)
ROBERT SMITH
Agente de Seguros
El señor Smith no atrajo una multitud semejante a la que había reunido Lindbergh cuatro años antes —no acudieron a presenciar el suceso más de cuarenta o cincuenta personas— porque nadie leyó la nota antes de las once de la mañana del mismo miércoles que había elegido para volar. A las once de un día laborable las noticias se transmitían de boca en boca con increíble lentitud. Los niños estaban en el colegio, los hombres trabajando, y las mujeres abrochándose el corsé y preparándose para ir a averiguar qué despojos y qué entrañas estaría dispuesto a regalar aquella mañana el carnicero. Sólo se hallaban presentes los parados, los que trabajaban por su cuenta, y los críos, unos deliberadamente, porque habían oído hablar del acontecimiento, y otros accidentalmente, porque acertaron a pasar en aquel preciso momento por el extremo norte de la calle No Médico, nombre no reconocido por la oficina de Correos de la localidad. En los planos figuraba con el nombre de Avenida Mains, pero cuando en 1896 se instaló en ella el único médico de color que había conocido la ciudad, sus pacientes, ninguno de los cuales vivía ni en la avenida ni en sus alrededores, dieron en llamarla calle del Médico. Después, cuando fueron a vivir allí otros muchos negros y cuando el correo comenzó a constituir un medio de comunicación normal entre ellos, empezaron a llegar a la oficina postal cartas procedentes de Luisiana, Virginia, Alabama y Georgia dirigidas a tal o cual número de dicha calle. Los empleados de Correos las devolvían a sus destinatarios o las enviaban al Archivo de Cartas Perdidas. Cuando en 1918 llamaron a filas a los hombres de color, varios de ellos dieron como dirección en la oficina de reclutamiento la calle del Médico, con lo que tal nombre llegó a adquirir reconocimiento casi oficial. Pero tal situación no había de durar mucho tiempo. Varias autoridades municipales, que cuidaban por participación política del mantenimiento de los monumentos y la defensa del nombre de cada una de las calles de la ciudad, aplicaron todo su celo a evitar que la denominación de calle del Médico pasara a ser oficialmente reconocida. Sabedores de que los que mantenían el apelativo eran los habitantes de la zona sur de la ciudad, fijaron en tiendas, barberías y restaurantes de aquellos barrios unos carteles en que se afirmaba que la avenida que corría de norte a sur desde el paseo de la Ribera, que bordeaba el lago hasta la confluencia de las carreteras 6 y 2 de Pensilvania paralelamente a las avenidas Rutheford y Broadway, era y sería siempre conocida con el nombre de calle Mains y no Médico.
Aquel cartelito zanjó definitivamente la cuestión, pues permitió a los residentes de los barrios del sur mantener vivos sus recuerdos y complacer al mismo tiempo a las autoridades municipales. Desde entonces se llamó definitivamente calle No Médico y con el tiempo se dio en llamar igualmente Hospital de la No Misericordia al establecimiento de caridad que se alzaba en el extremo norte de la calle, ya que sólo en 1931, al día siguiente de que el señor Smith saltara desde su cúpula, se permitió que una mujer de color diera a luz en su interior y no en las escaleras de la entrada. La generosa actitud de los administradores del hospital con respecto a aquella mujer no se debió al hecho de que fuera precisamente la única hija del mencionado doctor, el cual no había disfrutado en toda su vida de los privilegios que ofrecía dicho centro ni había visto admitidas en él más que a dos de sus pacientes, blancas ambas. Por otra parte, aquel médico había muerto mucho antes de 1931. Probablemente fue el hecho de que el señor Smith saltara desde aquel tejado lo que les impulsó a admitirla. En cualquier caso, contribuyera o no la fe del agente de seguros en que podía volar a determinar el lugar en que se desarrollara el parto, lo cierto es que sí influyó en determinar el momento en que tuvo lugar el suceso.
Cuando la hija del fallecido médico vio al señor Smith aparecer tras la cúpula tal y como había prometido, con las enormes alas de seda azul curvadas en torno al pecho, soltó la gran canasta que llevaba al brazo salpicando el suelo de pétalos de terciopelo rojo. El viento los arrastró hacia arriba primero, hacia abajo después, para depositarlos finalmente sobre los pequeños montones de nieve. Sus hijas, apenas crecidas, corrieron a recogerlos mientras la madre gemía abrazada a su vientre. El revuelo de los pétalos atrajo más atención que los gemidos de la embarazada. Todos sabían que las niñas habían pasado horas enteras dibujando, cortando y cosiendo aquel preciado tejido, y que los Almacenes Gerhardt no dudarían en rechazar cualquier flor que presentara la más ligera mancha.
Por unos momentos, la escena fue alegre y pintoresca. Los hombres ayudaron a recuperar los trocitos de terciopelo rescatándolos de un remolino de viento o recogiéndolos delicadamente del suelo antes de que la nieve los empapara. Los niños no sabían si mirar a aquel hombre del tejado envuelto en seda azul, o a los círculos rojo vivo que salpicaban el suelo. El dilema se resolvió por sí mismo cuando una mujer entonó de pronto una canción. Estaba de pie a espaldas del grupo y la pobreza de su indumentaria contrastaba con la elegancia de la hija del médico. Vestía esta última un buen abrigo de color gris con el tradicional lazo de embarazada en el vientre, un sombrero cloche negro y unos botines de goma abotonados. La mujer que entonaba su canción llevaba gorra de lana azul marino calada hasta media frente e iba envuelta en un edredón que hacía las veces de abrigo. Con la cabeza ladeada y los ojos fijos en el señor Smith, cantaba con poderosa voz de contralto:
El hombre de azúcar voló,
el hombre de azúcar se fue,
el hombre de azúcar surcó los cielos,
el hombre de azúcar llegó al hogar…
Del medio centenar de personas que se habían congregado en aquel lugar, unas cuantas comenzaron a darse codazos y otras a reír disimuladamente. Las había también que escuchaban con atención, como si se tratara de ese fondo de piano definidor y explicativo que acompaña a las películas mudas. Así permanecieron durante algún tiempo, incapaces de detener al señor Smith y atentas a los acontecimientos que les rodeaban, hasta que salieron los empleados del hospital.
Habían estado mirando por las ventanas con una vaga curiosidad que fue transformándose en temor conforme el grupo creció hasta llegar a la verja del hospital. Se preguntaban si se trataría de un motín organizado por uno de aquellos que animaban a la rebeldía a la gente de color. Pero cuando vieron que no había ni pancartas ni oradores, se aventuraron a salir al frío exterior cirujanos de bata blanca, oficinistas de traje oscuro y tres enfermeras de uniforme almidonado.
La visión que ofrecía el señor Smith con sus enormes alas azules, la mujer que cantaba y los pétalos de rosa esparcidos por el suelo, los dejó paralizados durante unos segundos. Por la mente de algunos de ellos cruzó la idea de que se trataba de algún extraño rito. Al fin y al cabo, Filadelfia, donde se rendía culto al Divino Padre, no estaba tan lejos. Quizás aquellas dos niñas, que llevaban cestos llenos de flores, fueran dos de sus vírgenes. Pero la risa de un hombre que lucía varios dientes de oro les devolvió a la realidad. Dejaron de soñar despiertos y se dedicaron a la tarea de imponer el orden. Sus gritos y apresuradas idas y venidas trajeron la confusión a donde momentos antes sólo había una mujer que cantaba y unos hombres y unas niñas jugando con trocitos de terciopelo.
Una de las enfermeras, guiada por el afán de imponer algo de orden en aquel caos, inspeccionó los rostros que la rodeaban hasta dar con el de una mujer tan fornida que parecía capaz de mover la tierra si se lo propusiera.
—Oiga usted —le dijo acercándose a ella—. Estos niños ¿son suyos?
La mujer volvió la cabeza lentamente con las cejas levantadas ante la brusquedad de la que así le hablaba. Al ver de quién procedía la voz, bajó las cejas y veló la mirada.
—Diga, señora.
—Mande a uno de ellos a la sala de urgencias. Que le diga al guarda que venga inmediatamente. Que vaya éste. Este mismo. —Señaló a un niño de ojos de gato y unos cinco o seis años de edad.
La mujer deslizó su mirada a lo largo del dedo de la enfermera y la fijó en el niño a quien señalaba.
—Es Guitarra, señora.
—¿Qué?
—Guitarra.
La enfermera miró a la mujer como si le hubiera hablado en chino. Luego apretó los labios, volvió a mirar al niño de mirada gatuna, y, entrelazando los dedos, le habló con lentitud:
—Escucha bien. Ve a la parte de atrás del hospital, a la oficina del guarda. En la puerta verás que dice Urgencia-Recepción. R-E-C-E-C-I-Ó-N. Pero le encontrarás allí. Dile que venga inmediatamente. ¡Vamos! ¡Corre!
Desentrelazó los dedos e hizo un ademán ondulante rechazando con las manos el aire invernal.
Un hombre vestido con traje marrón se acercó a ella transformando su aliento en una sucesión de nubecillas blancas.
—Los bomberos vienen hacia acá. Vuelva adentro. Aquí va a helarse.
La enfermera asintió.
—Se ha comido una P, señora —dijo el niño. Hacía poco que había llegado al Norte y acababa de aprender que se podía responder a un blanco. Pero la enfermera ya había desaparecido frotándose los brazos para protegerse del frío.
—Abuelita, se ha comido una P —dijo el niño.
—Y un «por favor».
—¿Crees que saltará?
—Un loco es capaz de todo.
—¿Quién es?
—Un agente de seguros. Un chiflado.
—Y ¿quién es la señora que canta?
—Ésa, hijo mío, es lo peor de la canción sureña.
Pero sonrió al mirarla y así, pues, el niño se aplicó a escuchar la interpretación musical con un interés equivalente al que dedicaba al hombre que agitaba sus alas en el tejado del hospital.
La concurrencia empezó a mostrar cierto nerviosismo cuando se corrió la voz de que habían avisado a la autoridad. Todos conocían al señor Smith. Les visitaba dos veces al mes para reclamar un dólar sesenta y ocho centavos y estampar en una tarjetita amarilla la fecha y el comprobante del cobro de los ochenta y cuatro centavos de su cuota semanal. Siempre pagaban con retraso, asegurando que era la última vez que ocurría, no sin antes mantener una breve discusión sobre por qué había vuelto tan pronto.
—¿Ya está aquí otra vez? Pero si me libré de usted hace nada…
—Estoy harta de verle la cara. Harta.
—Lo sabía. En cuanto consigo ver un par de monedas juntas, aparece usted. Es más puntual que la muerte. ¿Sabe Hoover de su existencia?
Le gastaban bromas, se reían de él, y ordenaban a sus hijos que dijeran que estaban enfermos o en Pittsburgh. Pero conservaban aquellas tarjetitas amarillas como si significaran algo. Las guardaban cuidadosamente en unas cajas de zapatos junto con el recibo del alquiler, el certificado de matrimonio, y distintivos ya caducados que en otros tiempos sirvieron para identificar a los obreros de las fábricas. El señor Smith pasaba por todo con la sonrisa en los labios y la mirada fija casi permanentemente en los pies de sus clientes. Llevaba traje y corbata porque así lo requería su trabajo, pero su casa no era mejor que la de aquéllos. Nadie le había conocido nunca mujer alguna y en la iglesia no abría la boca si no era para pronunciar algún que otro «amén». Jamás había pegado a nadie y no salía de noche, por todo lo cual se le consideraba persona decente. Pero se le relacionaba estrechamente con la enfermedad y con la muerte, aunque ni la una ni la otra se distinguían claramente en el dibujo marrón del edificio de la Mutualidad Aseguradora que figuraba al dorso de las tarjetas amarillas. Saltar desde el tejado del Hospital de la Misericordia era lo más interesante que había hecho jamás el señor Smith. Nadie le había considerado capaz de hacer una cosa así. Lo que demostraba, como se susurraban los unos a los otros, que en realidad nunca se conoce a la gente.
La mujer dejó de cantar y, tarareando en voz baja su tonada, se abrió paso entre el grupo para acercarse a la dama de los pétalos de rosa, que continuaba acunándose el vientre.
—Deberías abrigarte bien —le susurró al oído al tiempo que le tocaba ligeramente el hombro—. Por la mañana habrá llegado un pajarito.
—¿Si? —dijo la dama de los pétalos de rosa—. ¿Mañana por la mañana?
—No creo que haya otra antes.
—No puede ser —dijo la dama de los pétalos de rosa—. Es demasiado pronto.
—No. Es cuando le corresponde.
Las dos mujeres se miraban fijamente a los ojos, cuando un sordo rumor, una especie de «¡Ooooh!» ondulante, se elevó de entre la multitud. El señor Smith había perdido el equilibrio y trataba de aferrarse gallardamente a un triángulo de madera que sobresalía de la cúpula. Inmediatamente después la mujer empezó a cantar:
El hombre de azúcar voló,
el hombre de azúcar se fue…
Allá, en el centro de la ciudad, los bomberos se vestían apresuradamente, pero cuando llegaron al Hospital de la Misericordia, el señor Smith había visto los pétalos de rosa, había oído la música, y había saltado al vacío.
Al día siguiente vino al mundo el primer niño de color que naciera en el Hospital de la Misericordia. Las alas azules del señor Smith debieron dejar en él su huella porque cuando a los cuatro años descubrió lo que ya había comprobado su predecesor, es decir, que sólo pueden volar los pájaros y los aeroplanos, perdió todo interés por sí mismo. Tener que vivir privado de ese don le entristeció de tal modo y dejó su imaginación tan empobrecida, que desde entonces le juzgaron aburrido aun las mujeres que no odiaban a su madre. Las que sí la odiaban, las que aceptaban sus invitaciones a tomar el té y le envidiaban el oscuro caserón del doctor con sus doce habitaciones y el coche de color verde, decían que era un niño «raro». Las otras, las que sabían que aquella casa era más una prisión que un palacio y que el Dodge se utilizaba solamente para paseos dominicales, compadecían a Ruth Foster y a sus hijas y decían que era un niño «profundo» y hasta misterioso.
—¿Nació con la membrana?
—Debías haberla secado para hacer con ella una infusión y dársela a beber al niño. Si no, verá fantasmas.
—¿Tú crees en esas cosas?
—No, pero es lo que dicen los viejos.
—No se puede negar que es un niño muy profundo. Mírale los ojos.
Mientras que con ayuda de la lengua se despegaban del paladar trozos de bizcocho de canela, miraban una y otra vez los ojos del muchacho. Él aguantaba todo lo que podía hasta que, tras dirigir a su madre una mirada de súplica, se le permitía abandonar la habitación.
Requería cierta destreza salir del salón, bañada la espalda por el murmullo de las voces, abrir las pesadas puertas que conducían al comedor, deslizarse escaleras arriba y pasar junto a los dormitorios sin despertar la atención de Lena y de Corintios, que permanecían sentadas, como dos enormes peponas, ante una mesa rebosante de pétalos de terciopelo rojo. Sus dos hermanas confeccionaban rosas por las tardes. Unas rosas brillantes, inertes, rosas que dormían en cestos durante meses y meses hasta que el representante de Gerhardt enviaba a Freddie, el conserje, a decirles que necesitaban otras doce docenas. Si efectivamente conseguía librarse de la malicia de sus hermanas escurriéndose sin atraer su atención, se arrodillaba en la repisa de la ventana de su habitación preguntándose una y otra vez por qué no podía volar. El silencio que bañaba a aquella hora la casona del doctor, quebrado sólo por el murmullo de las mujeres que comían bizcochos de canela, no era más que eso, silencio. No podía ser paz porque iba siempre precedido y terminado por la presencia de Macon Muerto.
Duro, violento, dispuesto siempre a estallar sin previo aviso, Macon mantenía a todos los miembros de la familia sumidos en el temor. El odio que sentía por su mujer fulgía y centelleaba en cada palabra que le dirigía. El desencanto que le habían producido sus hijas se cernía sobre ellas como ceniza, empañando su tez lustrosa y cercenando el deje alegre que de otro modo hubiera animado aquellas voces infantiles. Bajo el gélido calor de su mirada sus hijas tropezaban en los umbrales de las puertas y vaciaban el salero entero en las yemas de los huevos escalfados. El modo en que su padre mutilaba diariamente su gracia, su ingenio, su estimación propia, constituía el único acontecimiento de sus vidas. Sin la tensión y la tragedia que él provocaba no habrían sabido qué hacer con sus días. En su ausencia se inclinaban sobre trocitos de terciopelo rojo esperando ansiosamente su vuelta, mientras que su madre, Ruth, despertaba sumida en la quietud provocada por el odio de su marido y se acostaba consumida totalmente por esa pasión.
Cuando cerraba la puerta tras la última de sus invitadas y moría en sus labios la callada sonrisa, comenzaba la preparación de aquellas comidas que su marido hallaba indefectiblemente imposibles de comer. No es que las hiciera intencionadamente nauseabundas; es que no sabía hacerlas de otra manera. De pronto se daba cuenta de que el bizcocho estaba demasiado amazacotado para ponérselo en el plato, y decidía hacer un postre de leche cuajada. Pero tardaba tanto en picar la carne para el pastel, que no sólo se olvidaba de guisar el cerdo y decidía rociar en cambio la carne con grasa de bacon, si no que además se encontraba con que no le quedaba tiempo para hacer el postre. Ponía luego la mesa precipitadamente. Mientras desplegaba el mantel de lino blanco y lo hacía ondear sobre la mesa de fina caoba, miraba una vez más la gran mancha de humedad. Nunca ponía la mesa ni pasaba por el comedor sin dedicarle una mirada. Como el farero irresistiblemente atraído a la ventana. para mirar una vez más el mar, o el prisionero que busca automáticamente el sol al salir al patio para su hora de ejercicio, Ruth buscaba con la vista aquella mancha varias veces al día. Sabía que estaba allí, que estaría siempre allí, pero necesitaba asegurarse de su presencia. Como el preso o el farero, veía en aquella mancha una especie de mojón, un punto de referencia, un objeto estable que le aseguraba que el mundo seguía existiendo, que su vida no era un sueño. En algún lugar en su interior seguía viva, y la prueba de ello radicaba solamente en que una cosa que conocía íntimamente siguiera existiendo ante su vista, fuera de su persona.
Aun en la cueva del sueño, sin soñar con ella, sin pensar en ella siquiera, seguía sintiendo su presencia. Hablaba incansablemente con sus hijas y sus invitadas acerca de cómo hacerla desaparecer, de que podría borrar aquélla única mácula de la espléndida superficie de madera, si la vaselina o el jugo de tabaco, si el yodo o un buen lijado seguido de una manita de aceite de linaza. Lo había probado todo. Pero su mirada alimentaba la mancha y, conforme pasaban los años, ésta se hacía, si cabe, más pronunciada.
Aquel círculo de un gris nebuloso señalaba el lugar que había ocupado diariamente, mientras vivía su padre, un búcaro lleno de flores frescas. Día tras día. Y cuando no eran flores era un puñado de hojas, un centro de frutas o unas ramas de sauce o de abeto. Siempre algo que adornara la mesa durante la cena.
Para el doctor era un toque que distinguía a su familia de las de sus vecinos. Para Ruth simbolizaba la elegancia que, según ella, había rodeado su infancia. Cuando se casó con Macon y éste vino a instalarse en la casona, siguió manteniendo aquel centro de mesa cuidadosamente. Hubo un día en que se fue hasta la orilla del lago, atravesando los peores barrios de la ciudad, para buscar unos troncos carcomidos por el agua. En la sección de decoración del periódico había visto un centro hecho a base de esos troncos y de algas secas. Era un húmedo día de noviembre y el doctor se hallaba en su cuarto ya entonces paralizado y sometido a una dieta de líquidos. El viento le arremolinaba la falda en torno a los tobillos y se abría paso entre las piernas. Cuando volviera a casa tendría que frotarse los pies con aceite de oliva templado. Durante la cena, sentada con su marido a la mesa, se volvió hacia él y le preguntó si le gustaba el centro.
—Casi nadie se fija en estas cosas. Lo ven, pero no reconocen su belleza. No se dan cuenta de que la naturaleza lo ha hecho de una perfección absoluta. Míralo desde aquí. ¿Verdad que es bonito?
Su marido miró los troncos y las algas de encaje de color crema, y sin mover la cabeza dijo:
—Este pollo está crudo por dentro, y quizás haya una forma de preparar las patatas que consista en hacer grumos, pero desde luego el puré no es.
Ruth dejó que las algas se descompusieran, y cuando sus venas y tallos cayeron sobre la mesa y se enroscaron formando costras parduzcas, guardó el búcaro y limpió la madera. Fue entonces cuando quedó al descubierto la mancha de humedad que durante tantos años había permanecido oculta. Y una vez descubierta, vivió como una planta y produjo una enorme flor de un gris aterciopelado que medraba como la fiebre y cambiaba de lugar como las dunas, pero que sabía también estarse quieta. Paciente, tranquila, inmóvil.
Pero nada se puede hacer con un mojón más que mirarlo, utilizarlo como verificación de una idea que quiera conservarse viva. Para vivir del amanecer a la noche hace falta algo más: un bálsamo, un toque de placer, una caricia de alguna especie. Por eso Ruth, tras la preparación de la comida y antes de que su marido volviera de la oficina, emergía de su ineficiencia cándida para reclamar su pequeña porción de bálsamo. Era aquél uno de sus dos vicios secretos y para él necesitaba la participación de su hijo. Parte del placer que le proporcionaba derivaba del cuarto en que a él se entregaba. Reinaba allí un verdor húmedo creado por el arbusto que apretaba sus ramas contra la ventana y filtraba la luz. Era un cuarto pequeño que el médico había utilizado como estudio y donde, aparte de una máquina de coser y un maniquí, sólo había una mecedora y un taburete. Allí se sentaba Ruth, con su hijo en el regazo, oyéndole chupar y mirando sus párpados cerrados, guiada, no tanto por la complacencia materna como por un deseo de no ver aquellas piernas que colgaban ya casi hasta el suelo.
A última hora de la tarde, antes de que su marido cerrara la oficina y volviera a casa, llamaba a su hijo junto a ella. Cuando entraba en la habitación, se desabrochaba la blusa y le sonreía. Era demasiado niño para que le deslumbraran los pezones femeninos y lo bastante mayor para que le aburriera el insípido sabor de la leche materna. Por eso se acercaba con desgana, como si se tratara de una tarea ineludible. Se acomodaba, como había hecho al menos una vez todos los días de su vida, en los brazos de su madre y trataba de extraer de su carne, sin lastimarla con los dientes, el delgado hilillo de leche dulzona.
Ella le sentía. Notaba su contención, su cortesía, su indiferencia, y todo ello la impulsaba a la fantasía. Sentía la clara impresión de que los labios de su hijo extraían de ella una hebra de luz. Se sentía como un enorme caldero del que surgiera un hilillo de oro, como la hija del molinero del cuento, aquella que pasaba las noches en una habitación llena de paja disfrutando del secreto poder que le había otorgado el enano Barbilitón: el de extraer una hebra de oro de su lanzadera. Aquello constituía la mitad de su placer, un placer al que no quería renunciar. Por eso cuando Freddie, el conserje, el hombre que gozaba fingiendo ser amigo de la familia cuando en realidad era su lacayo y su inquilino, llevó un día el dinero del alquiler a la casa del médico y miró a través del arbusto al interior de la habitación, el terror que asomó a los ojos de Ruth se debió a la certeza de que desde aquel día iba a perder al menos la mitad de lo único que hacía llevadera su vida cotidiana. Freddie interpretó la mirada como simple vergüenza, pero eso no impidió que una mueca de asombro se dibujara en su rostro.
—¡Cielo santo! ¡Quién iba a decirlo!
Luchó contra el ramaje del arbusto para poder ver mejor, intento que obstaculizó más su risa que el peso de las ramas. Ruth saltó de su asiento lo más aprisa que pudo y se cubrió el pecho al tiempo que soltaba bruscamente a su hijo confirmándole así en la creencia que ya abrigaba hacía tiempo: que en aquellas sesiones había algo de extraño, de perverso.
Antes de que madre o hijo pudieran articular palabra, arreglarse los vestidos, o hasta intercambiar una mirada, Freddie había dado la vuelta a la casa, había trepado los escalones de la puerta trasera, y les hablaba entre estallidos de carcajadas.
—¡Señorita Ruffie! ¡Señorita Ruffie! ¿Dónde está usted? ¿Dónde están ustedes?
Abrió la puerta de la habitación verde como si ahora le perteneciera.
—¡Quién iba a decirlo, señorita Ruffie! ¿Cuándo habré visto esto por última vez? Ni siquiera me acuerdo. No tiene nada de malo, no crea. Los viejos dicen que es buenísimo. Es sólo que… bueno, ya no se ve mucho por aquí.
Pero sus ojos se dirigían al niño. Eran ojos inteligentes que comunicaban una complicidad de la que ella estaba excluida. Freddie miraba al niño de arriba abajo, valorando su mirada firme pero reservada y el marcado contraste entre la piel cetrina de Ruth y la piel negra del niño.
—Hace mucho, allá en el Sur, muchas mujeres daban de mamar a sus hijos muchos años. Muchísimas. Pero hoy día ya no es muy corriente. Yo conocí a una familia en que la madre (no era muy lista, la verdad) alimentó a su hijo hasta que el niño cumplió los trece años, creo. Pero eso ya es pasarse ¿verdad?
Mientras hablaba se frotaba la barbilla y miraba al muchacho. Al final dejó de hablar y lanzó una carcajada en voz baja. Había dado con la frase que buscaba:
—¡Un lechero! Eso es lo que tiene usted, señorita Ruffie. Un lechero. ¡Mucho ojo, mujeres! ¡Que aquí llega!
Freddie llevó su descubrimiento no sólo a las casas del barrio de Ruth, sino también a los barrios del sur donde él vivía y donde Macon Muerto alquilaba las casas de su propiedad. Así que Ruth decidió cerrar las puertas de su morada. Durante casi dos meses no recibió ninguna visita para no tener que oír que su hijo había sido rebautizado con un nombre del que ya nunca pudo librarse y que no contribuyó exactamente a mejorar las relaciones familiares.
Macon Muerto nunca llegó a saber cómo había ocurrido, cómo había adquirido su hijo aquel mote que persistía a pesar de su resistencia a utilizarlo o a reconocer siquiera su existencia. Era un asunto que le preocupaba porque los nombres de todos los miembros de su familia iban acompañados siempre de lo que él consideraba una monumental estupidez. Nadie le habló nunca del incidente que diera origen al apodo porque era un hombre difícil de abordar, un hombre duro, con un carácter tan frío que mataba en flor toda conversación espontánea o superficial. Sólo Freddie, el conserje, se tomaba con Macon Muerto algunas libertades que pagaba a fuerza de servicios. Y Freddie era la última persona que podía atreverse a decírselo. Así que Macon Muerto no supo jamás del súbito terror de Ruth, del salto con que se había levantado de la mecedora, de la caída del niño interrumpida por el taburete, ni de la actitud admirativa y divertida de Freddie que resumía la situación.
Pero sin conocer los detalles, con la astucia de la mente agudizada por el odio, adivinaba que aquel nombre que daban a su hijo sus compañeros de escuela, aquel nombre que oyó pronunciar al trapero mientras le pagaba al niño tres centavos por un montoncillo de trapos, que aquel nombre no era limpio. Lechero. No sugería la idea de un oficio honrado, ni la visión de una hilera de botellas. Sugería algo sucio, íntimo, caliente. Sabía que cualquiera que fuese el origen de aquel apodo, estaba unido a su mujer y, como todo lo que con ella se relacionara, le llenaba de disgusto.
Ese disgusto, esa inquietud que alcanzaba también a su hijo, influía en todas las acciones que llevaba a cabo en la ciudad. Si hubiera podido experimentar tristeza, simplemente tristeza, se habría sentido aliviado. Pero el pesar alimentado durante quince años por no tener un hijo, se había convertido en amargura al nacer éste al fin en las circunstancias más abominables.
Hubo un tiempo en que la cabeza de Macon lucía una nutrida cabellera y en que Ruth vestía una ropa interior enormemente complicada, de la que él la despojaba con deliberada lentitud. Hubo un tiempo en que el juego anterior al amor consistía en desabrochar corchetes y automáticos, en desanudar los lazos de lo que debía ser la ropa más blanca, más suave y delicada de la tierra. Jugueteaba con cada ojal del corsé (y había cuarenta, veinte a cada lado) y con cada cinta de grosgrain que abría su camino azul pálido a través de los albos pasacintas del corpiño. Y no sólo deshacía los lazos de cinta azul, sino que sacaba ésta del pasacintas de modo que Ruth tuviera que pasarla después con ayuda de un imperdible. Muy lentamente, desabrochaba los automáticos que sujetaban a las enaguas las almohadillas del sudor, deleitándose y deleitándola con el débil sonido metálico y el rozar de las puntas de sus dedos sobre los hombros femeninos. A lo largo de aquella operación no decían una sola palabra. De vez en cuando reían con risa ahogada y, como ocurre con los niños que juegan a los médicos, aquélla era la mejor parte.
Cuando Ruth yacía desnuda encima de la cama, húmeda y blanda como el azúcar moreno, se agachaba a desabrocharle los zapatos. Aquél era el supremo placer porque una vez que había pelado sus tobillos y sus pies de la fina cáscara de las medias, Macon penetraba en ella y eyaculaba rápidamente. Así le gustaba a Ruth. Y así le gustaba a él. Y durante aquellos veinte años en que su mirada no había tocado los pies desnudos de su esposa, lo único que había echado de menos era su ropa interior.
Hubo un día en que creyó que lo que siempre recordaría de ella serían sus labios posados sobre los dedos del muerto. Pero se equivocaba. Poco a poco fue olvidando los detalles hasta que al fin tuvo que imaginarlos, inventarlos, adivinar lo que debieron ser. La imagen se esfumó, pero el odio que había despertado en él, no desapareció jamás. Y para alimentar ese odio, Macon necesitaba del recuerdo de aquella ropa interior, de aquellos ojales redondos e inocentes que había perdido para siempre.
Así que si la gente llamaba a su hijo «Lechero», y si ella bajaba los ojos y se enjugaba el sudor que le cubría el labio superior al oírlo, era porque en aquel apodo había algo sucio, y a Macon Muerto le daba igual que le contaran o no los detalles de cómo había surgido.
Y nadie se los contó. Nadie tuvo ni el valor ni el interés suficiente para hacerlo. Las personas a quienes les importaba, Lena y Corintios, prueba viviente de tantos años de desnudar a Ruth, no se atrevían. Y quien hubiera tenido la valentía de decírselo pero no el interés necesario, era la única persona a quien odiaba más que a su propia mujer a pesar de ser su hermana. No había vuelto a verla desde que su hijo era muy pequeño y no tenía el menor deseo de reanudar ahora la relación.
Macon Muerto hundió la mano en el bolsillo en busca de las llaves y apretó los dedos en torno a ellas dejando que la solidez del metal le tranquilizara. Eran las llaves que abrían todas las puertas de sus casas (en realidad las casas sólo eran cuatro; el resto eran chabolas) y solía acariciarlas con la mano conforme recorría la calle No Médico en dirección a su oficina. Como tal consideraba él el lugar en que trabajaba, y hasta había pintado ese nombre en la puerta. Pero el cristal del escaparate le contradecía. Formando un semicírculo, unas letras doradas desgastadas por el tiempo declaraban que aquel establecimiento era el Taller de Sonny. Borrar aquellas letras hubiera sido inútil porque ya nadie podía borrarlas de las mentes de todos. Aquel lugar era y sería siempre el Taller de Sonny aunque ninguno recordara qué hubiera hecho allá ese Sonny, fuera quien fuese, unos treinta años atrás.
Hacia allá caminaba (y con bastante gallardía habría que añadir, porque tenía un trasero muy bien colocado y un paso de atleta) pensando en los nombres de su familia. Con toda seguridad, meditó, su hermana y él tenían algún antepasado, un hombre ágil y flexible de piel de ónix y piernas tan rectas como varas, cuyo nombre había de ser real. Un nombre que, al nacer, le habían impuesto con seriedad y cariño. Un nombre que no había sido una broma, ni un disfraz, ni una marca. Pero quién había sido ese hombre y adónde le traían y llevaban aquellas piernas ágiles y derechas, no lo sabía. No. No podía llamarse como él. Sus propios padres, llevados de la malignidad o la resignación, habían accedido a utilizar un nombre impuesto por un ser a quien no podía importarle menos su destino. Accedieron a tomar y traspasar a su prole aquel nombre garrapateado con perfecto desinterés por un yanqui borracho del ejército de la Unión. Unos rasgos escritos en un trozo de papel que alguien había entregado a su padre, y éste a su hijo y al hijo de su hijo. Macon Muerto había engendrado a un segundo Macon Muerto que había contraído matrimonio con Ruth Foster para engendrar a Magdalena llamada Lena Muerto, a Primera Epístola a los Corintios Muerto, y luego, cuando menos lo esperaba, a un nuevo Macon Muerto a quien todos conocían por «Lechero». Y, por si aquello fuera poco, una hermana llamada Pilatos Muerto que nunca narraría a su hermano las circunstancias ni los detalles de cómo había recibido su hijo tal apodo porque hacerlo hubiera significado un placer demasiado exquisito. Prefería saborearlo a solas, quizás escribir el nombre en un papelito, doblarlo, introducirlo en una diminuta caja de latón, y colgárselo de la otra oreja.
Él había cooperado de joven en la ciega selección de nombres bíblicos para sus hijas. Les impuso el que señalaba su dedo porque sabía hasta el menor detalle de cómo habían bautizado a su hermana. Sabía cómo su padre, confuso y entristecido por la muerte de su esposa durante el parto, había recorrido con el dedo una página de la Biblia y, por no saber leer, había elegido un grupo de letras que él juzgó fuerte y hermoso, un grupo de letras en el que vio una figura grande que semejaba un árbol cerniéndose majestuoso, pero protector, sobre una hilera de árboles más pequeños. Sabía cómo había dibujado aquellas letras en un pedazo de papel amarillo. Las había copiado como lo hacen los analfabetos, imitando cada trazo, cada arco, cada línea, y se las había entregado a la comadrona.
—Así se llamará la niña.
—¿Quiere este nombre para su hija?
—Quiero este nombre para mi hija. Léalo.
—No puede llamarla así.
—Léalo.
—Es un nombre de hombre.
—Dígalo.
—Pilatos.
—¿Qué?
—Pilatos. Aquí dice Pilatos.
—¿Como un piloto de barco?
—No. Como un piloto de barco, no. Como el Pilatos que mató a Cristo. No ha podido elegir un nombre peor. Y encima para una niña.
—Ahí es donde señaló mi dedo.
—Pero usted no tiene que obedecerle. No querrá dar a una huérfana el nombre de la persona que mató a Jesucristo, ¿no? —Yo le pedí a Jesucristo que salvara a mi mujer.
—¡Cuidado, Macon!
—Se lo pedí toda la noche.
—Él le ha dado a su hija.
—Sí, es verdad. Pero la niña se llamará Pilatos.
—¡Dios mío! ¡Ten compasión!
—¿Qué va a hacer con ese pedazo de papel?
—Devolverlo al lugar de donde ha salido. A las llamas del infierno.
—Démelo. Ha salido de la Biblia y quedará en la Biblia.
Y allí quedó, en efecto, hasta que la niña cumplió doce años y dobló el papel hasta convertirlo en una bolita que colocó en una cajita de latón y se la colgó del lóbulo izquierdo. Si ya odiaba ese nombre a los doce años, cuánto más podía odiarlo desde entonces, eso Macon sólo podía adivinarlo. Lo que sí sabía con certeza era que ella trataría el nombre de su hijo con el mismo respeto y la misma admiración con que había recibido su nacimiento.
Macon Muerto recordó el día en que nació su hijo, cómo desde aquel momento Pilatos se había interesado más por su sobrino que por su propia hija y la hija de su hija. Mucho después de que Ruth pudiera levantarse y hacerse cargo de nuevo del gobierno de la casa (cosa que nunca supo hacer muy bien) Pilatos continuó visitándoles, desabrochados los cordones de los zapatos, calada la gorra hasta media frente, introduciendo en la casa su absurdo pendiente y su olor nauseabundo. Desde que había cumplido los dieciséis años no había vuelto a verla hasta doce meses antes de que naciera su hijo, cuando se había presentado de pronto en la ciudad. Ahora se portaba como un miembro de la familia, como una tía, tratando de ayudar a Ruth y a las niñas, pero a la postre estorbando porque no tenía el menor conocimiento de las tareas domésticas. Acabó limitándose a sentarse junto a la cuna para cantar canciones al niño. La recordaba bien, pero sobre todo recordaba la expresión de su rostro, una expresión de sorpresa y ansiedad tan intensa que le incomodaba. Quizás hubiera algo más detrás de su inquietud. Quizá fuera el recuerdo de su propia ira y de la traición de su hermana. ¡Qué bajo había caído ella desde entonces! Había cruzado la última frontera de la decencia. Hubo un tiempo en que fue lo que más quería del mundo. Ahora era una mujer estrafalaria, sombría, y, peor aún, desaseada. Una fuente de vergüenza si él lo hubiera permitido, pero no lo permitió.
Al final le había dicho que no volviera a pisar su casa hasta que pudiera demostrar un poco más de respeto por si misma. Podía buscarse un trabajo decente, para empezar, en lugar de hacer vino.
—¿Por qué no puedes vestirte como una mujer? —le dijo de pie junto a la cocina—. ¿Qué haces con ese gorro en la cabeza? ¿Es que no tienes medias? ¿Quieres convertirme en el hazmerreír de toda la ciudad?
Temblaba ante la idea de que los blancos del Banco (los que le ayudaban a comprar e hipotecar sus casas) descubrieran que aquella harapienta fabricante de vino era su hermana, que aquel negro que tan bien administraba su hacienda y que vivía en el caserón de la calle No Médico era hermano de una mujer que tenía una hija pero no tenía marido, y que esa hija tenía a su vez otra hija sin tener tampoco marido. Una colección de lunáticas que fabricaban vino y que cantaban.
—¡Como mujeres del arroyo! ¡Como mujeres del arroyo!
Pilatos le escuchaba posados los ojos inquietos en el rostro de su hermano. Luego le dijo:
—Hace tiempo que me tienes muy preocupada, Macon.
Exasperado, él se había acercado a la puerta de la cocina.
—Vamos, Pilatos. Sigue. No te pares. Estoy al borde de hacer una barbaridad y tratando de no cruzar el límite.
Pilatos se levantó, se envolvió en su edredón y, tras dirigir al niño una última mirada de cariño, salió por la puerta de la cocina. Nunca más regresó.
Cuando Macon Muerto llegó a su oficina halló a una mujer robusta y a dos niños pequeños que le esperaban a pocos pasos de la puerta. Macon entró en el local, se acercó al escritorio y se acomodó tras él. Mientras ojeaba sus libros de cuentas, entró la mujer sola.
—Buenas tardes, señor Muerto. Soy la señora Bains. Vivo en el número tres de la calle Quince.
Macon recordó, no a la mujer, sino las circunstancias del arriendo de aquella casa. Se había instalado en ella la tía o la abuela de su inquilino y hacía tiempo que no pagaba el alquiler.
—Sí, señora Bains. ¿Tiene algo para mí?
—Verá, de eso quería hablarle. Sabrá usted que Cency dejó a sus hijos conmigo y que mi pensión no llega ni para mantener a un perro medio vivo.
—El alquiler es de cuatro dólares al mes, señora Bains. Ya me debe dos meses.
—Lo sé, señor Muerto, pero los niños no pueden vivir sin nada que llevarse a la boca.
Hablaban en tono bajo, cortés, sin asomo de enojo.
—¿Y van a poder vivir en la calle, señora Bains? Porque ahí será donde acabarán si no encuentra usted el modo de pagarme.
—No, señor, no pueden vivir en la calle. Necesitan las dos cosas. Lo mismo que sus hijos.
—Entonces, señora Bains, más vale que saque ese dinero de donde sea. Tiene hasta —se volvió para consultar el calendario que colgaba de un clavo en la pared— el sábado que viene. Hasta el sábado, señora Bains. No hasta el domingo, ni hasta el lunes. Hasta el sábado.
Si la mujer hubiera sido más joven, si le hubiera quedado más vitalidad, el resplandor de sus ojos hubiera encendido sus mejillas. Pero a aquellas alturas de su vida el brillo no salió de sus pupilas. Apretó con fuerza la palma de la mano contra el escritorio de Macon Muerto y, sin que desapareciera el resplandor de su mirada, se levantó de la silla. Se volvió para mirar a través de la luna del escaparate y se encaró de nuevo con él.
—¿De qué va a servirle, señor Muerto, ponernos en la calle a los niños y a mí?
—El sábado, señora Bains.
Bajando la cabeza, la mujer susurró unas palabras y salió de la oficina con paso lento y pesado. Mientras cerraba la puerta del Taller de Sonny, sus nietos salieron del sol para adentrarse en la sombra donde ella se encontraba.
—¿Qué ha dicho, abuela?
La señora Bains posó una mano sobre el cabello del más alto y se lo acarició levemente como buscando ausente con las uñas el bulto de algún granito.
—Debe haber dicho que no —dijo el otro.
—¿Tenemos que irnos?
El más alto se liberó de la presión de los dedos y la miró de soslayo. Sus ojos de gato eran dos hendiduras doradas.
—Un negro metido a negociante es lo peor que hay. Una cosa terrible, terrible…
Los niños se miraron uno a otro y luego se volvieron a su abuela. Tenían los labios entreabiertos como si acabaran de oír algo muy importante.
Cuando la señora Bains cerró la puerta, Macon Muerto volvió a las páginas de sus libros de cuentas. Con las puntas de los dedos recorrió las hileras de números mientras que con la parte desocupada de su cerebro pensaba en la primera vez que fue a hablar con el padre de Ruth Foster. Sólo tenía entonces dos llaves en el bolsillo y si hubiera dejado salirse con la suya a mujeres como la que acababa de salir, no habría tenido ninguna. Fueron aquellas llaves las que le proporcionaron el valor suficiente para acercarse a aquella casa de la calle No Médico (entonces todavía se llamaba calle del Médico) y al negro más importante de toda la ciudad. Si pudo levantar la aldaba en forma de garra de león y abrigar la esperanza de casarse con la hija del doctor, fue sólo porque cada una de aquellas dos llaves representaba una casa que ya entonces era suya. Sin su ayuda se habría desvanecido a las primeras palabras del doctor —¿Usted dirá?—, o se habría derretido como la cera al calor de su mirada pálida. Gracias a ellas pudo decirle que había conocido a su hija, la señorita Ruth Foster, y que le agradecería le concediera permiso para visitarla de vez en cuando, que sus intenciones eran buenas, y que era digno de que el doctor le considerase amigo de la señorita Foster dado que a los veinticinco años de edad era ya hombre de cierta solvencia.
—No sé de usted —dijo el doctor— nada más que su nombre, que, si he de decirle la verdad, no me gusta, pero me someteré a la voluntad de mi hija.
Lo cierto es que el doctor sabía muchas cosas de él y le estaba mucho más agradecido de lo que estaba dispuesto a reconocer. Aunque quería a su única hija y le había sido de enorme utilidad en la casa desde que murió su esposa, últimamente su cariño había empezado a molestarle. El rayo de amor que Ruth le dirigiera desde niña seguía tan firme como de costumbre. Seguía recibiendo las expresiones de afecto que tan agradables le resultaran, pero el beso nocturno era ahora todo un prodigio de estupidez por parte de ella y una fuente de temores e inquietud en lo concerniente a él. A los dieciséis años, aún insistía Ruth en que viniera de noche a su lado, se sentara en su cama, intercambiara con ella unas cuantas bromas, y le diera un beso en los labios. Quizá fuera el silencio atronador de su esposa muerta, quizás el inquietante parecido que Ruth tenía con su madre. Lo más seguro es que fuera el embeleso que iluminaba el rostro de su hija cuando se inclinaba a besarla, un embeleso que él hallaba inadecuado para la ocasión.
Pero, naturalmente, al joven que vino a visitarle no le dijo nada de todo aquello. Por eso Macon Muerto seguía creyendo que el secreto radicaba en aquellas dos llaves.
Un rápido tintineo en el cristal del escaparate vino a sacar a Macon de su ensueño. Levantó la vista, vio a Freddie asomar entre las letras doradas, y le hizo señas de que entrara. Freddie, un peso gallo con dientes de oro, era el mayor correveidile que jamás conociera ninguna ciudad del Sur. Ese mismo repiqueteo, esa misma sonrisa de destellos dorados, eran los que habían precedido al grito ya histórico que diera muchos años antes:
—¡El señor Smith se ha hecho papilla!
Era evidente que traía la noticia de una nueva calamidad.
—Porter ha agarrado otra curda. Ha cogido un fusil.
—¿A quién quiere matar?
Macon cerró los libros y abrió los cajones del escritorio. Porter era uno de sus inquilinos y el día siguiente era día de cobro.
—A nadie en concreto. Se ha asomado a la ventana de la buhardilla con el fusil. Dice que antes de que amanezca se habrá cargado a alguien.
—¿Ha ido a trabajar hoy?
—Sí. Y cobró la paga.
—¿Se la bebió entera?
—No. Entera no. Se compró una botella, pero aún le queda un puñado de billetes.
—¿Quién es el loco que le ha vendido el alcohol?
Freddie mostró unos cuantos dientes de oro, pero no respondió. Macon supo que había sido Pilatos. Ajustó todos los cajones excepto uno que cerraba con llave, y sacó de él una pistola del 32.
—La policía ha dado aviso a todos los que venden alcohol en el país, y él lo sigue encontrando.
Macon siguió adelante con el juego fingiendo no saber que era su hermana la que suministraba bebida a Porter y a cualquier otro que la requiriera, adulto, niño o animal. Por centésima vez pensó que debería estar en la cárcel y que él estaría dispuesto a llevarla de la mano de haber estado seguro de que no le hubiera desprestigiado y calumniado ante los ojos de la ley… y de los blancos.
—¿Sabe usted usar ese trasto, señor Muerto?
—Sí.
—Porter se pone como loco cuando bebe.
—Lo sé.
—¿Cómo va a obligarle a bajar?
—No voy a obligarle a bajar. Voy a obligarle a que me pague lo que me debe. Por mí puede matarse allá arriba si le da la gana. Pero si no me echa el dinero del alquiler, le vuelo la cabeza en esa ventana.
La risilla de Freddie fue tenue, pero aumentó su impacto el brillo de los dientes dorados. Adulador nato, adoraba los chismes y contribuir a propagarlos. Era el oído que escuchaba hasta el último rumor, hasta el último insulto. Era el ojo que lo veía todo: las secretas miradas de amor, los odios, los vestidos nuevos.
Macon sabía que Freddie era un estúpido y un mentiroso, pero un mentiroso del que podía fiarse. Siempre acertaba en cuanto a los hechos y nunca en cuanto a los motivos que los provocaban. Por ejemplo, en esta ocasión era cierto que Porter tenía un fusil, que estaba asomado a la ventana de su buhardilla, y que estaba borracho. Pero no iba a liquidar a nadie antes de que amaneciera. De hecho se había mostrado muy concreto respecto a quién pensaba matar: a sí mismo. Pero imponía una condición previa que gritó a los cuatro vientos, con toda claridad, desde su ventana:
—¡Quiero follar! ¡Mandadme alguien con quien follar! Si no me mandáis a una mujer, ¿me oís?, os juro que me salto ahora mismo la tapa de los sesos.
En el momento en que Macon y Freddie se acercaban al jardín de la casa, las mujeres de la pensión contestaban a las súplicas de Porter:
—¿Y qué vas a dar a cambio?
—Mátate y luego te la mandaremos.
—¿Tiene que ser mujer?
—¿Tiene que ser un ser humano?
—¿Tiene que estar viva?
—¡Deja ese fusil y tírame mi dinero! —La voz de Macon se abrió paso entre las chanzas de las mujeres—. ¡Echa esos dólares, negro, y luego vuélate los sesos!
Porter se volvió y apuntó hacia Macon con su fusil.
—Si aprietas ese gatillo —gritó Macon—, mejor será que no yerres el tiro. Si disparas, asegúrate de que es a matar, porque si no vas a tragarte los cojones. —Sacó la pistola—. Y ahora, apártate de esa ventana.
Porter dudó un segundo antes de dirigir el cañón del fusil hacia su propia sien, o, al menos, de intentar hacerlo. La longitud del cañón le dificultaba la empresa; la curda que llevaba encima se la hacía totalmente imposible. Tras luchar unos momentos por conseguir el ángulo adecuado, cambió de idea. Dejó el fusil sobre el alero de la ventana, se desabrochó la bragueta, sacó el pene, y dibujando un amplio círculo, se orinó sobre las cabezas de las mujeres, que corrieron presas de un pánico que el fusil no había sido capaz de suscitar. Macon se rascó la coronilla mientras Freddie se doblaba de risa.
Durante más de una hora, Porter les mantuvo a raya agazapándose, gritando, amenazando, orinando, e intercalando todas aquellas acciones con súplicas dirigidas a las mujeres.
Sollozaba entre espasmos para después gritar a voz en cuello:
—¡Os quiero! ¡Os quiero a todas! No os portéis así conmigo. ¡Mujeres! ¡Basta! No os portéis así conmigo. ¿No veis cuánto os quiero? ¡Moriría por vosotras, mataría por vosotras! Os digo que os quiero. Os lo aseguro. ¡Dios mío, ten piedad de mi! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer en este mundo cabrón?
Las lágrimas le surcaban el rostro. Abrazado a su fusil, acunaba el cañón como si fuera la mujer que había estado implorando, la mujer que había estado buscando durante toda su vida.
—¡Dame odio, Señor! —gemía—. Odio dame todo el que quieras. Pero no me des amor. No puedo con más amor, Señor. No puedo con él. Como el señor Smith. Él tampoco pudo. Pesa demasiado. Jesús, Tú lo sabes. Tú lo sabes mejor que nadie. ¿No es verdad que pesa, Señor? ¿No pesa el amor? ¿Lo ves, Señor? Tu propio Hijo no pudo aguantarlo. Si a Él le mató, ¿qué crees que va a hacerme a mí? ¿Eh? ¿Eh? —otra vez se estaba encolerizando.
—¡Baja de ahí, negro!
La voz de Macon, todavía potente, sonaba ya un poco cansada.
—Y tú, chimpancé de polla chica —dijo tratando de señalar a Macon—, tú eres el peor. Tú necesitas matar. Necesitas matar. Y ¿sabes por qué? Pues voy a decirte por qué. Yo lo sé. Todos…
Porter se echó de bruces sobre el alero de la ventana murmurando: «Todos saben por qué…», y se quedó dormido. Cuando se hundió en el sueño, el fusil se le escapó de las manos, se deslizó ruidosamente por el tejado, y cayó al suelo con una explosión. La bala pasó como un rayo junto al zapato de un mirón y abrió un agujero en el neumático de un Dodge abandonado que había aparcado en la calle.
—Sube por el dinero —dijo Macon.
—¿Yo? —preguntó Freddie—. Suponga que…
—Ve a buscar el dinero.
Porter roncaba. Ni la explosión del disparo, ni la mano de Freddie le sacaron de su sueño de niño.
Cuando Macon abandonó el jardín, el sol se había ocultado tras la panadería. Cansado, irritable, echó a andar por la calle Quince echando al pasar una ojeada a otro edificio de su propiedad cuya silueta se diluía en la luz que temblaba entre el atardecer y el crepúsculo. Diseminadas por aquí y por allá, sus casas se le parecían lejanas, ajenas como fantasmas de ojos velados. No le gustaba verlas a esa luz. Durante el día constituían una visión tranquilizadora, pero a esa hora era como si no le pertenecieran. De hecho le parecía que se aliaban contra él para obligarle a sentirse un extraño, un vagabundo sin oficio ni beneficio. Fue aquella sensación de soledad lo que le impulsó a tomar un atajo para regresar a la calle No Médico aunque para ello tuviera que pasar junto a la casa de su hermana. Estaba seguro de que pasaría desapercibido en medio de aquella creciente oscuridad. Cruzó un patio y siguió una cerca que conducía a la calle Darling, donde vivía Pilatos en una estrecha casa de un solo piso cuyos cimientos parecían huir de la tierra más que asentarse en ella. Pilatos no tenía electricidad porque no quería pagarla. Tampoco tenía gas. De noche, ella y sus hijas iluminaban la casa con velas y lámparas de petróleo, guisaban y se calentaban con madera y con carbón, hacían llegar el agua desde el pozo hasta la pila con ayuda de una bomba manual, y vivían como si el progreso quedase siempre un poco más adelante en su camino.
La casa se alzaba a unos ochenta pies de la acera y a su espalda se elevaban cuatro enormes pinos que proporcionaban a Pilatos las agujas con que rellenaba su colchón. Aquellos pinos le trajeron el recuerdo de la boca de su hermana, de cuánto le gustaba de niña masticar esas agujas que daban a su aliento un aroma de bosque. Durante doce años la había querido como a una hija. Cuando su madre murió, Pilatos salió luchando de su vientre sin ayuda, por la sola fuerza de sus músculos o la presión del agua que llenaba el seno materno. Por eso su estómago era tan liso y suave como su espalda; nada interrumpía su tersura continuada. Aquella ausencia de ombligo había convencido a todos de que Pilatos no había venido al mundo por los medios habituales, que nunca había yacido, flotado, ni crecido, en un lugar caliente y liquido, unida por un fino tubito a una fuente segura de alimento humano. Macon sabía que aquello no era cierto porque había presenciado el nacimiento de su hermana, había visto los ojos de la comadrona cuando las piernas de su madre se desplomaron, y había oído sus gritos cuando la niña que creían muerta sacó la cabeza de aquella cueva de carne quieta, silenciosa e indiferente, arrastrando consigo la placenta y el cordón umbilical. Pero el resto era cierto. Una vez que cortaron el cordón, éste se enroscó, se secó y se cayó sin dejar rastro de su existencia, todo lo cual no le pareció a Macon fenómeno más digno de admiración que la calvicie. Cuando supo al fin que probablemente no había otro vientre en la tierra como el de su hermana, tenía ya diecisiete años, estaba irreparablemente separado de ella, y se había lanzado a la búsqueda de la fortuna.
Ahora, muy próximo a aquel jardín, confió en que la oscuridad le ocultaría a la vista de los habitantes de la casa. Ni siquiera miró hacia la izquierda al pasar ante ella. Pero oyó música. Estaban cantando. Todas ellas. Pilatos, Reba y la hija de Reba, Agar. No había nadie en la calle que pudiera verle. Todos estaban cenando, chupándose los dedos, o soplando para enfriar el café, mientras hablaban, con toda seguridad, de la última hazaña de Porter y del enfrentamiento de Macon con el borracho de la buhardilla. En este barrio no había farolas; sólo la luna guiaba los pasos de los viandantes. Macon siguió avanzando al sonido de las voces que le perseguían. Se acercaba a un tramo de la calle donde ya no le alcanzaría la música, cuando vio, como una fotografía reproducida en una postal, la imagen de lo que le aguardaba: su casa, la espalda fuerte y angosta de su mujer, sus hijas, secas tras largos años de ansiedad, su hijo, a quien nunca se dirigía sin que su voz encerrara una orden o una crítica: «Hola, papá.» «Hola, hijo. Métete bien la camisa por debajo del pantalón.» «He encontrado un pájaro muerto, papá.» «No metas esa porquería en casa…» Allí nadie cantaba, y aquella noche ansiaba un poco de música de la persona a quien primero había querido.
Se volvió y comenzó a caminar lentamente hacia la casa de Pilatos. Cantaban una melodía que dirigía su hermana, un estribillo que las otras dos repetían y elaboraban. Aquella poderosa voz de contralto, la penetrante voz de soprano de Reba en contrapunto, y la suave vocecilla de Agar, que entonces tendría como diez u once años, le atrajeron como el imán al clavo.
Rindiéndose al sonido, Macon se acercó a la casa. No quería conversación ni testigos. Sólo quería escuchar y quizá ver la triple fuente de aquella música que le traía añoranzas de campos, pavos y percal. Haciendo el menor ruido posible, se acercó a la ventana donde la luz de las velas era más tenue y se asomó al interior. Reba se cortaba las uñas de los pies con un cuchillo de cocina o una navaja, estirando el cuello hasta casi tocar las rodillas con la cabeza. La niña, Agar, se trenzaba el cabello mientras Pilatos, de espaldas a la ventana, revolvía algo en la olla. Pulpa de vino, quizá. Sabía que no era comida lo que preparaba porque Pilatos y su hija comían como niños. Lo que les apetecía. En aquella casa jamás se planeaba, se guisaba o se servía una comida. Un día Pilatos cocía pan y las tres lo comían con mantequilla cuando les venía en gana. Otro día eran uvas que habían sobrado de hacer el vino, o quizá melocotones que duraban una semana entera. Si una de ellas compraba cinco litros de leche, la bebían hasta que se acababa. Si otra compraba una docena de mazorcas de maíz o unos tomates, los comían hasta que desaparecían. Se alimentaban de lo que tenían, o de lo que encontraban, o de lo que apetecían. Los beneficios que les reportaba el vino se evaporaban como el agua del mar bajo el soplo del aire caliente. Los gastaban en bisutería para Agar, en los regalos que Reba hacía a sus hombres, y en otras muchas cosas que Macon no recordaba.
Junto a aquella ventana, oculto por la oscuridad, sintió que le abandonaba la irritación que había acumulado durante el día y saboreó la belleza tranquila de las mujeres que cantaban a la luz de las velas. El perfil blando de Reba, las manos inquietas de Agar entrelazando cabellos, y Pilatos. Conocía el rostro de su hermana mejor que el suyo propio. Ahora, mientras cantaba, sería como una máscara. Toda emoción y toda pasión abandonaban sus rasgos para concentrarse en su voz. Pero Macon sabía que cuando no cantaba ni hablaba, animaba su rostro el movimiento incesante de sus labios. Masticaba constantemente. Desde niña, desde muy chica, se metía todo en la boca: la paja de las escobas, ternillas, botones, semillas, hojas, cordones, y, cuando podía encontrarlas, lo que más le gustaba, bandas elásticas y gomas de borrar. Sus labios se animaban con movimientos leves. Los que la miraban nunca sabían si iba a sonreír o es que pasaba un pedazo de paja desde la base de las encías a la lengua. ¿Desalojaba un pedazo de goma del interior de la mejilla, o sonreía? Desde lejos parecía hablar sola en un susurro cuando lo que hacía era masticar o abrir pequeñas pepitas con sus dientes. Sus labios eran de un tono más oscuro que el de su tez, como si estuvieran manchados de vino o teñidos de mora. Parecía que se los hubiera pintado perfectamente con un lápiz de labios oscuro y se hubiera aplicado después un trozo de papel de periódico para borrar el brillo del cosmético.
Cuando Macon empezaba a ablandarse bajo el peso de los recuerdos y la música, la canción expiró. El aire quedó en silencio, pero Macon Muerto no se movió. Le gustaba mirarlas libremente como lo hacía ahora. Nada había cambiado. Simplemente las tres mujeres habían dejado de cantar. Reba seguía cortándose las uñas de los pies, Agar seguía trenzándose y destrenzándose el cabello, y Pilatos seguía balanceándose sobre la olla como un sauce.