Fue decisión del Altísimo, y no cabe duda alguna al respecto, que el hijo de María se cambiara el nombre de pila. A ella le habría gustado verlo coronado como emperador de la Iglesia católica apostólica romana en la que tanto creía, descendiente directo, en sentido simbólico, del linaje de Cristo, o quizá los difuntos sepan más que los humanos vivos allí en el más allá, adonde va el polvo.
Habían transcurrido cinco años desde aquella primera noche, pero parecían quince o más. Sus cabellos se habían puesto blancos y la espalda se le había arqueado por el peso de la humanidad, de los creyentes, los descreídos, los herejes, los infieles, encorvándole entre todos cada día un poco más.
La noche era lo peor de la jornada, cuando se quedaba a solas con sus propios pensamientos, preso en las redes de la soledad, como un anfiteatro lleno de leones y gladiadores.
Estaba solo en el despacho, la débil luz invitaba a la reflexión y la meditación. Le apetecía un whisky y tal vez se lo tomara.
Los últimos días habían sido terribles. Llenos de divergencias, asesinatos, desprecios hacia Él. Como papa, era algo a lo que estaba acostumbrado cotidianamente. La mayoría Lo despreciaba o, como mucho, Lo toleraba cuando tenía problemas. Nadie Lo necesitaba ni perdía el mínimo tiempo en pensar en Él cuando las cosas salían a pedir de boca. ¿Para qué? Dios solo hacía falta cuando se trataba de satisfacer peticiones importantes, las más atormentadas, por cuanto las demás resultaban insignificantes. Siempre se atribuye el éxito a uno mismo, en tanto que del fracaso se responsabiliza a la sociedad, al destino, al azar, y ahí sí que hace falta acudir a Dios.
Nadie parecía querer ver que Dios estaba presente siempre, en el bien y en el mal, cuando era celebrado, invocado o ignorado. Era la única certeza inmutable.
Alguien llamó a la puerta y asomó la cabeza tras abrirla ligeramente.
—Santidad.
—¡Ah! Ambrosiano. ¿Ya han pasado siete días? —preguntó con voz firme y potente.
—En efecto, santidad —dijo el otro al tiempo que entraba—. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Perfectamente, Ambrosiano. ¿Y usted?
—Estos tiempos me ponen nervioso —rezongó el otro.
—Dios siempre encuentra la manera de agarrarnos —le recordó el papa.
—¿Preparado para la confesión?
—Hoy no —decidió Ratzinger, empujando un sobre que descansaba sobre el escritorio—. Me gustaría que entregara esto al superior general.
—Por supuesto —obedeció el otro; acto seguido tomó el sobre y lo guardó con cuidado, mostrando cierta incomodidad—. ¿Cuándo desea que vuelva, santidad?
—Ya veremos —respondió el papa, evasivo—. Es mi voluntad que se anule lo dispuesto por mis antecesores Clemente VII y Pío IX.
—¿Cómo dice, santidad? —No estaba seguro de haber entendido bien.
—No volverá a realizarse el ritual de la primera noche. Mi sucesor no pondrá los ojos en el contenido del que sois fieles depositarios. Ordeno que sea destruido inmediatamente.
—¿Y el secreto, santidad? —preguntó Ambrosiano. Estaba visiblemente molesto y receloso.
—¿Qué secreto? Aquí va la copia de una carta enviada por Loyola a Francisco de Javier. Nada de lo que guardan es real. Todo ha sido un embuste. —El otro estaba avergonzado—. Jesús el nazareno fue crucificado y resucitó al tercer día —proclamó Ratzinger—. Su cuerpo no se encontró nunca ni se encontrará porque ascendió a los cielos para sentarse a la derecha de Dios Padre. Así dice la Historia. Así sucedió realmente.
El sacerdote retrocedió servilmente sin dar la espalda al sumo pontífice hasta cerrar la puerta.
Ratzinger suspiró y se levantó con dificultad. Observó la plaza de San Pedro por una rendija de la cortina. Desde el lado romano, algunos flases registraban para la posteridad la fachada de la basílica de San Pedro, el palacio apostólico y aquella plaza, que, en efecto, era una preciosidad.
El whisky se quedaría para otro día. Dio un suspiro que más parecía un lamento y se retiró a sus aposentos.
Así sucedió realmente.