Para todo hay siempre una primera vez y era cierto que Sarah no esperaba encontrarse tumbada en la cama de un hospital con un tubo que le suministraba oxígeno por la nariz y un catéter clavado en el dorso de la mano por donde los médicos le inyectaban un sinnúmero de fluidos de nombres extraños. Lo mejor había sido que durante la noche había dormido a pesar de todo, probablemente con ayuda de algún fármaco que le había permitido descansar los ojos engañándoles para que se cerraran y que le había amansado la mente obligándola a descansar. Cuando despertó por la mañana tenía la visión turbia, pero distinguió un bulto sentado en una silla apoyada en la pared. Parecía estar durmiendo, en la medida de lo posible dadas las circunstancias de la postura.
—¿Has pasado aquí la noche, Rafael? —preguntó con una voz que le salió chillona.
—¿Quién es Rafael? —inquirió el bulto, que se incorporó en la silla, se levantó y se aproximó a la cama.
Era Francesco. Al acercarse reconoció sus facciones. Le tocó el rostro.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—No te preocupes por mí. ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? —Estaba preocupado.
—Todavía no lo sé. Anoche me hicieron un montón de pruebas y luego me dormí.
Francesco la tomó de la mano y respiró hondo, un suspiro que más parecía un lamento.
—Sarah, no sé si podré hacerlo. —Tenía los ojos llenos de lágrimas; se limpió con el dedo una que echó a rodar por la mejilla—. Nunca pensé que tu vida fuera esto. Tampoco imaginaba que todo esto existiera —trató de explicarse—. No tengo fuerzas. No tengo fuerzas.
—Vamos a tener un hijo, Francesco —le soltó a bocajarro sin contemplaciones—. Va a necesitar un padre.
Él la miró boquiabierto.
—La enfermera me ha dicho que no estás embarazada, Sarah.
«¿No? Pero si el test había dado positivo…». La azafata la había felicitado y ella no había podido evitar mirar el veredicto, que mostraba una cruz roja.
—¿No? —dudó—. Pero…
Francesco le apretó la mano.
—Dame tiempo, Sarah. Por favor, dame tiempo.
Entonces fueron los ojos de ella los que se inundaron de lágrimas. Francesco era un buen hombre y, sin embargo, deseaba con todas las fuerzas de su ser que la enfermera tuviera razón. Se sentía egoísta y mezquina. Él no merecía una mujer que no amaba a un solo hombre.
El joven le dio un beso en la cabeza.
—Te llamo más tarde, ¿de acuerdo?
Ella asintió secándose las lágrimas y lo vio marcharse impotente, sin un «¡espera! ¡No te vayas! ¡No me dejes!». Nada. Lo dejó marchar sin más. Después recordó haber llorado y que la enfermera le había preguntado qué le pasaba y que ella le había mentido diciéndole que nada. No lloraba por el dolor de verle marchar, sino por la desilusión que sentía de sí misma; eso no se lo podía contar a la enfermera.
Durmió, se despertó y volvió a dormir y a despertarse, no sabía cuántas horas habían pasado ni lo quería saber. Finalmente despertó sin sueño y con una sensación de bienestar. Alguien la cogía de la mano y le acariciaba el cabello. ¿Sería su madre o su padre? Abrió los ojos y era él.
—Rafael —murmuró—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Se recompuso e intentó retirar la mano, pero él no le dejó.
—No estás embarazada —informó—. Tienes un coriocarcinoma.
Ella sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
—¿Un qué?
—Un cáncer trofoblástico en los ovarios. Por eso el test de embarazo dio positivo, tuviste náuseas y esputaste sangre. Tal vez hayas sentido también falta de aire. Son algunos de los síntomas. Pero el tratamiento tiene un alto porcentaje de éxito. Ya he hablado con el médico. Vendrá a explicarte todo dentro de poco. —Era mejor decírselo de una vez.
No le mencionó, ni lo haría el médico, que estaba en el estadio 3 y que tenía metástasis. Ya era suficiente mala noticia que tenía cáncer.
No sabía qué pensar. No se esperaba semejante desastre. Tenía un cáncer y su vida corría peligro. Todo había cambiado en unos segundos. Hacía un momento estaba embarazada y ahora a las puertas de la muerte. Qué ironía más fina la de Dios. Tal vez fuera el castigo por rechazar un hijo, pero un Dios castigador dejaba de ser Dios. Al menos el Dios en el que ella creía, que amaba incondicionalmente a todos los seres. Malos, buenos, criminales, santos, un padre y una madre amaban siempre a sus hijos sobre todas las cosas.
—Vas a superarlo —afirmó Rafael.
Ella sonrió entristecida.
—Esta vez no me puedes proteger.
Rafael la miró serio y le apretó la mano, después esbozó una sonrisa tímida, bonita, o por lo menos eso le pareció a ella.
—Yo sé que en algún lugar dentro de ti llevas una parte de mí. Solo tú sabes lo que puede ser y dónde puede estar. Utilízala para protegerte. Utiliza lo que tienes de mí dentro de ti para protegerte. Nunca he permitido que te pasara nada malo, ¿o no es cierto? —Sarah tenía el rostro bañado en lágrimas. Él le limpió una de la mejilla con la mano con la que le acariciaba el cabello. Ella negó con la cabeza. Nunca había permitido que le pasara nada malo—. El Rafael que llevas dentro tampoco permitirá que te pase nada malo.
Ella cerró los ojos. Sufría.
—No sé si podré hacerlo sola —dijo entre sollozos.
Él la obligó a que le mirara.
—No me voy a ningún sitio, Sarah —le aseguró—. No me voy a ningún sitio.