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El día siguiente amaneció soleado, como ocurre siempre después de una tormenta.

Rafael había pasado la noche en blanco al lado de Sarah en el Policlinico Gemelli, por cortesía de su santidad el papa Benedicto XVI, que intervino personalmente para que la periodista fuera tratada con todas las comodidades.

Tarcisio le había convocado por la mañana temprano en la basílica de San Pablo Extramuros, en Via Ostiense, donde iba a presidir una ceremonia muy emotiva para el secretario, pues era de los padres salesianos, como él mismo. Los célebres salesianos de Dom Bosco, el fundador, que Tarcisio utilizaba en su firma pastoral y la de la secretaría.

Rafael se presentó en la basílica donde se mostraban las reliquias del apóstol san Pablo a la hora prevista, las diez de la mañana. Una fila de hermanos y padres salesianos desfilaba ante el secretario de Estado, que estaba sentado en un sillón junto al altar. La ceremonia duró todavía un cuarto de hora más con un coro cantando la gloria de Dios y después hubo muchas peticiones. No se tenía todos los días el privilegio de estar tan cerca de una personalidad tan importante, y, además, pertenecía a la orden. Rafael permaneció de pie, observando el movimiento junto al sepulcro del apóstol que no conoció a Jesús, pero que contribuyó decisivamente a su inmortalidad. La amplia nave, con ochenta columnas, estaba repleta de turistas que fotografiaban los retratos de los papas, distribuidos por todo el edificio, desde Pedro a Benedicto, el decimosexto en emplear el nombre bendito.

Poco después, los hermanos se dispersaron para acudir a un sencillo banquete que iba a servirse en el claustro. Tarcisio se entretuvo un poco más intercambiando unas palabras con el rector mayor de la Congregación Salesiana. Indicaciones, recomendaciones de alguien importante para la orden, alguien en una posición influyente.

El secretario se retiró después a la sacristía y un asistente que había reemplazado a Trevor fue a reunirse con Rafael junto al baldaquino.

—Su eminencia puede recibirlo ahora —informó.

Rafael le siguió hasta la sacristía, donde le esperaba Tarcisio.

—Buenos días, Rafael. Disculpe que le haya hecho esperar.

—No tiene importancia, eminencia.

—Siéntese, por favor —le invitó, indicando una silla junto a una mesa grande de roble.

Rafael se sentó y el secretario hizo lo propio en la silla de al lado.

—¿Ha descansado? —quiso saber el piamontés.

—Eché una cabezada en el hospital.

—¿Se encuentra bien Sarah?

—Veremos —se limitó a decir.

—La tendré presente en mis oraciones —dijo Tarcisio.

Rafael sabía que lo haría.

—¿Vuestra eminencia nunca se ha hecho preguntas? —soltó Rafael algo intimidado por la cuestión que le había planteado sin querer.

—¿Qué quiere decir usted?

—¿Nunca ha dudado de su fe?

Tarcisio suspiró antes de hablar.

—Un hombre, para creer, primero tiene que dudar. La creencia está después de la duda y no antes. —Rafael respiró hondo. Era una afirmación profunda y verdadera—. Quien no duda nunca en realidad no sabe lo que cree —añadió el secretario.

Rafael era un hombre con dudas, pero se hallaba ante una de las personas más poderosas del mundo y no sabía cómo expresarlas sin faltar al respeto. Eran dudas conscientes nacidas de los acontecimientos de la víspera.

—Ayer descubrí cosas que…, que…

—Han puesto en tela de juicio su fe —completó Tarcisio. Rafael no confirmó ni desmintió—. Mi querido Rafael, comprendo su confusión, sus dudas, pero déjeme decirle que son infundadas.

—Me temo que no todo lo que ha pasado sea un malentendido inflado por la Historia, por Pablo, cuyos huesos pueden reposar o no en el sepulcro de ahí fuera.

—Reposan con toda seguridad, Rafael —aseguró Tarcisio.

—Entonces, ¿qué custodia la Compañía?

—Una enorme mentira. Un Jesús que nunca existió. No olvide una cosa, Rafael: somos sus herederos, esto no ha nacido de la nada ni puede ser negado.

Rafael ansiaba creer, pero sentía un aluvión de dudas y en ese momento era incapaz de la claridad de pensamiento que le permitiría discernir la verdad de la mentira, lo plausible de lo inventado.

—Perdone mi osadía, eminencia, ¿por qué es católico?

Tarcisio mostró una sonrisa condescendiente.

—Por dos sencillas razones: porque quiero y porque puedo. —Era una afirmación de libertad que, de hecho, situaba la fe al nivel de las elecciones sencillas. O se aceptaba con voluntad libre y espontánea o se rechazaba lisa y llanamente—. Le he llamado porque su santidad me ha pedido que le diera esto. —Tarcisio le entregó un libro antiguo con las páginas muy desgastadas. Rafael lo abrió con cuidado. Estaba escrito en latín y llevaba por título Jesús, el nazareno. El sacerdote alzó los ojos hacia el secretario con admiración—. Su santidad no desea que su rebaño tenga dudas ni se sienta confundido. Ahí están las respuestas a todas las preguntas —explicó—. Ah, es un préstamo. A su santidad le gustaría que se lo devolviera cuando acabe.

—Por supuesto —dijo Rafael con una sonrisa. Aquel gesto le hizo sentirse mucho más leve.

Dentro del libro encontró un papel. Una fotocopia de un análisis de carbono que determinaba que el material analizado había pertenecido a un varón del siglo XV.

—¿Qué es esto?

—Los huesos que ellos custodian.

Por eso Tarcisio hablaba siempre con hipocresía. Él lo sabía.

—¿Qué va a pasar ahora entre nosotros y la Compañía?

—No me diga que no lo sabe… —se extrañó Tarcisio, adoptando un tono sardónico. Rafael negó con la cabeza. ¿Qué tendría que saber?—. Ha sucedido algo muy extraño —dijo el secretario—. Adolfo ha sufrido una intoxicación alimentaria grave y en este momento lo están tratando en el hospital. Pero parece que todavía no ha llegado su hora —ironizó—. Aunque la próxima puede ser peor. La comida hoy en día es un veneno, Rafael. Puede matar. Nunca se sabe. Peor suerte ha tenido el padre Schmidt o Aloysius, como prefiera llamarlo —continuó pesaroso—. Cayó a las vías del metro en la estación de Lepanto justo cuando el tren iba a pasar. Una tragedia. —El sentimiento era verdadero, aunque la entonación fuera sarcástica.

Rafael reflexionó sobre los últimos acontecimientos. Una demostración de fuerza de la Iglesia que anularía a la Compañía en los próximos tiempos. Quienquiera que hubiera sido el estratega, Tarcisio, William o el sumo pontífice, había sido brillante.

—Su contribución ha sido muy importante, Rafael. No lo olvidaremos.

—Pero no dejo de sentirme perdido. Podían haberme avisado de la participación de JC en todo esto —señaló.

—Ha sido una estrategia de Will. No he querido inmiscuirme en sus decisiones.

—¿Dónde guardan los supuestos huesos de Cristo? —quiso saber Rafael en tono jocoso.

—Los huesos de alguien del siglo XV, querrá usted decir —le corrigió el secretario—. ¿Dónde va a ser sino en la iglesia del Gesù?

—Poético.

—Tenemos otro problema, Rafael, que no tiene ninguna relación con esto. —«Siempre lo tenemos», pensó Rafael—. Es sobre Anna y Mandy.

Rafael reparó en aquellos nombres que conocía bien.

—¿Qué pasa? Ese asunto quedó resuelto.

—Así es, pero Anna está recibiendo visitas de periodistas y nunca ha sabido guardar secretos, como usted sabe.

Rafael lo sabía muy bien. Anna y Mandy eran hija y nieta de un papa, respectivamente.

—Hay que resolver este asunto —afirmó Tarcisio.

Estaba bien ver que la Iglesia había recuperado rápidamente la buena forma y disparaba en todas direcciones para protegerse del mundo exterior. Todo había vuelto a la normalidad… O casi todo.

—No voy a poder ocuparme de eso en los próximos tiempos, eminencia. Le ruego que pida a Jacopo y a Roberta que se encarguen durante mi ausencia. En cuanto pueda, visitaré a Anna y veré qué puedo hacer por ella —informó.

Tarcisio se incorporó colocando las manos a la espalda. Deambuló por la sacristía con expresión altiva. Era otra vez el secretario de Estado en todo su esplendor.

—Creo que podemos esperar algún tiempo —dijo al cabo con una sonrisa y extendiéndole la mano como despedida.

Rafael regresó al interior de la enorme basílica y contempló el altar. Pasó por el baldaquín en dirección a la inmensa nave y observó el sepulcro de Pablo. Bajó por las escaleras de mármol en dirección a la cripta y allí se arrodilló, juntó las manos y bajó la cabeza.

—Nunca Te he pedido nada. Siempre Te he servido sin hacer preguntas. —Abrió los ojos y miró directamente a la urna que guardaba los huesos del apóstol—. Ha llegado la hora de pedirte humildemente que me protejas, porque solo Tú puedes hacerlo. Dame luz y ampara mis pasos. Tengo que hacerlo, pero yo solo no lo lograré.