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Rafael no reveló en ningún momento el destino final del viaje. Con la desconfianza que tenía, más valía reaccionar por cuenta propia, sin delegar. Fue dando indicaciones al conductor siempre que era necesario, «tuerce a la izquierda, a la derecha, de frente, entra aquí».

Entraron en Via della Gatta y pidió que estacionaran en Piazza del Collegio Romano. Se apearon Rafael, Daniel y dos de sus hombres, además de Barry y Aris. Solo se quedaron Jacopo, Sarah y el conductor, al que el sacerdote le dio la instrucción de que condujera dando vueltas por la ciudad, lejos de allí, hasta nueva orden.

—¿Es de confianza? —preguntó Rafael a Daniel refiriéndose al conductor de la furgoneta.

El comandante suspiró.

—Nunca me ha fallado —respondió con frustración—. Pero Hugo tampoco lo había hecho.

Rafael miró al conductor a los ojos. Pero ver caras no equivalía a ver corazones. Cualquier valoración era subjetiva.

—Sal de la furgoneta —ordenó.

—¿Cómo? —exclamó el agente perplejo.

—Sal de la furgoneta. —Miró a Jacopo—. Lleva a Sarah a dar una vuelta.

—¿Estás bromeando? —preguntó el historiador molesto, con las manos en el tubo que guardaba los documentos más importantes de la cristiandad.

—Muéstrale tus dotes de conductor. Hazle una visita guiada. —Sonrió.

Barry, que estaba al teléfono, tocó a Rafael en el hombro.

—Quince minutos.

—OK —asintió el cura—. Esperemos que no haga falta. —Consultó el reloj, eran las nueve y cuarto de la noche—. Arranca, Jacopo. Date una vuelta por ahí —ordenó al cerrar la puerta, dando un manotazo en el coche. Echó una última mirada a Sarah. No quería verla metida en líos.

El historiador se fue de allí maldiciendo de la vida, de los curas que mandaban en todo, del maldito tiempo, del cansancio y del hambre que sentía.

—Da las órdenes —dijo Barry, dispuesto a entrar en acción.

—Síganme.

Caminaron más de doscientos metros, rodeando por la derecha el enorme edificio del antiguo Collegio Romano. Seguía siendo una institución educativa, pero pertenecía al Estado italiano. Al final de la estrecha calle, torcieron a la izquierda y salieron a la minúscula Piazza di Santo Ignazio.

Rafael recordaba la información que le había dado Günter antes de morir. Al principio no la consideró importante, pero, después de la conversación con Robin, la recordó. En aquella plazoleta del corazón de Roma desembocaban cinco calles estrechas y estaba rodeada de edificios pequeños por todos los lados menos por uno. Justo allí se alza un monumental templo barroco, que apunta al cielo hasta casi perderse de vista, la iglesia de San Ignacio de Loyola.

Un edificio impresionante donde todo el espacio es poco para poder contemplar la monumental fachada.

La iglesia se construyó en 1650 y funcionaba como parroquia del Collegio contiguo. Cuando el Collegio se trasladó a un edificio mayor en 1584, también lo hizo la parroquia, aunque siguió siendo un templo dedicado a san Ignacio. De allí salían las grandes decisiones de la Compañía.

—¿Es aquí? —preguntó Daniel.

Rafael asintió mirando unos centímetros por encima del tímpano, al símbolo maldito que dominaba el centro de la fachada, IHS. Allí era.

Las puertas estaban cerradas. Un cartel a un lado de la entrada principal anunciaba un concierto para esa noche. Se interpretaría a Franz Liszt. Encima del anuncio habían escrito con letras rojas: Suspendido.

Dos hombres de sonrisa benévola vestidos de negro estaban al lado del cartel. Informaban a unos turistas de la suspensión del concierto por indisposición del maestro y de que la iglesia estaba cerrada.

Rafael indicó a Daniel que ordenara a sus hombres entrar en el restaurante que había enfrente, mientras los norteamericanos y él se sentarían en la terraza, calentada con potentes calefactores de gas. En la mayoría de las mesas estaban cenando. Un grupo de seis jóvenes españoles reía a carcajadas y hablaba a gritos.

—No te pierdes una taberna —ironizó Barry.

—¿Cómo vamos a entrar ahí dentro? —preguntó Aris.

—¿A la fuerza? —sugirió Daniel, que se marchó para dar las órdenes a los guardias. Deseaba rescatar a los dos hombres más importantes de la Iglesia después del papa. Acto seguido, Daniel se reunió con Rafael y los norteamericanos en la terraza.

La iglesia semejaba una fortaleza inexpugnable, sólida y firme, erigida en una zona que en otros tiempos había pertenecido totalmente a los jesuitas.

Barry consultó la carta para elegir bebida.

—¿Centinelas? —preguntó a Rafael.

—Fíjate en el interior de la chaqueta del que está a la derecha —se limitó a decir el cura.

Barry y Aris miraron con disimulo. El tipo llevaba la chaqueta desabrochada. Dejaba ver un bulto que parecía una pistolera.

La camarera se acercó a tomarles nota. Cerveza para todos. Una porción de pizza para cada uno. Bien dispuesta y muy airosa, lanzó una sonrisa especial a Rafael y luego se fue a atender a otros turistas sedientos y hambrientos sin hacer caso de la lluvia de piropos picantes que le lanzó el grupo de jóvenes ruidosos.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó Barry.

—Vamos a improvisar —respondió Rafael.

El americano asintió con la cabeza y apretó los labios.

—¿Y si los cardenales no estuvieran ahí dentro? —preguntó Aris. Siempre cabía esa posibilidad.

—Entonces, ¿por qué tienen hombres armados delante de la iglesia? —objetó Barry—. Es una iglesia, por amor de Dios.

La joven camarera llegó con las cervezas, que depositó hábilmente sobre la mesa. Echó otra sonrisa melosa a Rafael.

—¿Podría conseguirme un mapa de la ciudad, por favor? —preguntó el italiano, adoptando una pose que derritió a la joven.

—Por supuesto.

—¿Va a celebrar misa mañana, padre? —preguntó Barry con una sonrisa amplia.

La joven se ruborizó y guiñó un ojo a Rafael, que estaba echando un trago de cerveza. Se apresuró a ir en busca del mapa y satisfacer uno de los deseos del cura.

—Estas mujeres… —murmuró Barry sacudiendo la cabeza.

—La fruta prohibida —dijo Rafael, poco interesado en la conversación—. Creo que serías un buen jesuita —bromeó.

—Ya que lo dices, yo también lo creo.

La joven trajo el mapa doblado por la mitad y se lo entregó al sacerdote. Le rozó intencionadamente la mano. Los españoles la llamaron para que les tomara nota.

—Seguro que ha escrito ahí su número de teléfono —le provocó Barry.

Era bastante probable, aunque Rafael no lo buscó al abrir la parte en la que figuraba el centro de la ciudad.

—¿Estás preparado? —preguntó.

—Nací preparado. ¿Y esta gente? —Se refería a los turistas sentados en la terraza.

—Cuento con Daniel para que me los distraiga —dijo Rafael.

—Aguardo la señal —declaró Daniel, listo para entrar en acción.

—No se olviden de que estamos lidiando con fanáticos —recordó el padre—. Entraremos Barry, Aris y yo. Si le necesito, le llamaré.

—Entendido —obedeció el comandante.

Arrastró la silla de madera al levantarse. Barry y Aris le imitaron. Dejó veinte euros para pagar la cuenta y se dirigió a la puerta de la iglesia con Barry a su lado y Aris detrás. Daniel llamó por radio a uno de sus hombres.

—¿Los turistas perdidos? —quiso saber Barry.

Rafael asintió con el mapa abierto e intentando encontrar un punto al azar.

Scusami —dijo a uno de los centinelas, poniéndose a su lado con el mapa y apuntando al papel—, Fontana di Trevi, dove?

El amable centinela miró el mapa con aire jovial y buscó la fuente que le pedían. Un codazo en el pecho, seguido de un golpe con el dorso de la mano en la nariz, hicieron que este perdiera el equilibrio y tuviera que sostenerlo Rafael. Acto seguido, Barry y Aris redujeron al otro con una patada en la rodilla y un puñetazo en la cabeza.

Al mismo tiempo, en la terraza, Daniel, ya de pie, dio una patada tan fuerte al guardia que había llamado y venía a su encuentro que fue a parar encima de la mesa de los ruidosos españoles. El comandante de la Guardia Suiza no estaba para medias tintas y se abalanzó sobre la mesa para seguir golpeando a su subordinado, en tanto que turistas y empleados lo observaban perplejos. Un cliente hizo ademán de ir a separarlos, pero un joven trajeado igual que los que se peleaban que había acudido a ver qué pasaba le puso una mano en el pecho y se lo impidió.

—No se meta.

Rafael y los norteamericanos abrieron la puerta de la iglesia y arrastraron al vestíbulo a los dos centinelas inconscientes. Primera parte concluida.

En la terraza, el hombre trajeado igual se metió los dedos en la boca y silbó. Daniel, que seguía forcejeando con su subordinado, se detuvo en cuanto oyó el silbido. Se levantó y ayudó al otro a levantarse. Se recompusieron lo mejor que pudieron y se dieron un apretón de manos.

—Luego te invito a una copa —dijo Daniel a manera de excusa.

Nadie estaba entendiendo nada. Los españoles observaban en silencio, sin poder articular palabra. Una cosa estaba clara: no era buena idea enfrentarse con ninguno de aquellos hombres.

Dentro de la iglesia, los tres hombres se hallaban en el vestíbulo protegidos por las puertas interiores.

—¿Y ahora? —preguntó Aris en voz baja, temeroso de que su voz resonara por el edificio.

—Voy a entrar por la derecha y seguiré por la nave lateral. Ustedes hacen lo mismo por la izquierda —dijo Rafael—. Ir por el centro es demasiado peligroso.

—OK —obedeció Barry—, nos vemos allí delante.

El sacerdote asintió con la cabeza y empujó la puerta interior del lado derecho.

—Muchachos —susurró—, procuren que no les peguen un tiro. —Y les guiñó un ojo.