65

El avión inició el descenso hacia el aeropuerto de Fiumicino al sobrevolar Livorno. Durante el trayecto se había registrado alguna turbulencia, sobre todo al empezar a sobrevolar la península. La escala en Orly había sido muy breve. Gavache se había despedido a su manera, con un «Au revoir, aunque espero que no» a los hombres y una sonrisa a Sarah, a quien dio un suave apretón de manos y acarició el pelo, como si estuviera acariciando a una hija, además de emplazarla para una futura visita a la Ciudad de las Luces. Después salió con su fiel Jean Paul a la retaguardia.

Transcurridos veinte minutos, despegaron otra vez rumbo a Fiumicino. Sarah y Rafael, que durante el trayecto a París habían ido acompañados por Jean Paul y Gavache respectivamente, ahora estaban solos, cada uno sumido en su vida y sus pensamientos. El sacerdote hizo ademán de dirigirse a Sarah. Era una buena oportunidad para poder comprender todo lo sucedido, pero su relación se había enfriado desde aquella conversación unilateral en el Walker’s Wine and Ale Bar, aunque lo que mantenían no podía calificarse de relación. Relación era lo que la unía a Francesco, el periodista italiano. Sí, él sabía lo del periodista italiano. Procuraba estar al corriente de lo que sucedía en la vida de ella, llegó incluso a vigilarla. Le gustaba pensar que ella se daba cuenta de que la espiaba, aunque no lo hiciera de forma profesional y, en realidad, Sarah no tuviera forma de saberlo. Después había entrado en su vida Francesco y Rafael sintió que no debía inmiscuirse de aquella forma en la vida privada de la periodista, aunque ella no desconfiara. Investigó el registro de antecedentes penales de Francesco y, después de examinar que estaba en blanco, sin una sola multa de aparcamiento, concluyó para sus adentros que Sarah estaba en muy buena compañía. Hasta que Jacopo irrumpió en el aula de la Gregoriana para informarle de la muerte de Zafer.

Debía ir a sentarse con ella. ¿Debía? Debía. ¿Debía? Respiró hondo. Estaba nervioso. Ninguna mujer debía dejarle así. Él tenía una relación con Dios… Con Dios no, con la Iglesia, a la que debía fidelidad y lealtad. Pero tenía que hablar con Sarah. ¿Tenía? Tenía. Por lo menos pedirle disculpas por su silencio en…

—¿Puedo? —oyó preguntar. Pero ella se había sentado antes de que él dijera que sí.

—Claro —balbució cuando Sarah ya estaba sentada y con el cinturón abrochado.

Ella miró el manto oscuro de la noche por la ventanilla y suspiró. No se veía nada.

Durante unos instantes, que nadie había sabido cuantificar con exactitud, solamente se oyó el ruido de los motores que impulsaban al avión en dirección a la provincia del Lazio. Al cabo de algún tiempo, el ruido se convirtió en parte del escenario y dejó de molestar.

Rafael se fijó en que la joven tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Había estado llorando.

—¿Va todo bien, Sarah?

—Sí. Todo bien —respondió inmediatamente, una respuesta maquinal, no auténtica—. ¿Y a ti?

—Ya lo ves —dijo él con una media sonrisa—. Todavía no entiendo lo que ha pasado.

—No es normal en ti —comentó ella—. Desde que te conozco, siempre te anticipas, nunca vas por detrás. —El italiano no dijo nada. Era verdad y se sentía incómodo por la situación. ¿Cómo iba a protegerla si ella sabía más que él?—. ¿Guardas algún as en la manga? —le provocó.

Rafael se remangó para demostrarle que no tenía nada que ocultar.

—Otra vez JC, ¿no? —preguntó él.

—Siempre JC —respondió Sarah en tono de evasiva. «Juntándonos, separándonos», pensó sin verbalizarlo, aunque le habría gustado decirlo alto y claro.

—¿Le pidió la Santa Sede que recuperase los pergaminos? —quiso saber Rafael, avergonzado.

—Sí. Se me hace raro contarte estas cosas.

«Y a mí preguntártelas», pensó él.

Nunca se había sentido tan desarmado a su lado, tan normal…, tan hombre.

—El cardenal fue a buscarme anoche al hotel —prosiguió ella. ¿Anoche? Tenía la sensación de que había sido hacía mucho más tiempo, hacía semanas. El cansancio empezaba finalmente a apoderarse de ella. Estaba bien, al cabo de tantas horas en peligro, siempre alerta, desconfiando, intranquila con respecto a lo que hacían ella y también los demás—. Me explicó el plan de JC cuando ya estaba ejecutándose. El secuestro del hijo de Ben Isaac para recuperar los pergaminos.

Al asesino del papa la muerte de los caballeros no le importaba. En cierto sentido, tampoco a la Iglesia. Lo único que le importaba era recuperar los pergaminos.

—¿Ya han descubierto quién está detrás de los homicidios? —preguntó Sarah.

Él asintió con la cabeza. Al menos, algo que Sarah no sabía.

—La Compañía de Jesús.

A ella le extrañó.

—¿Los jesuitas? ¿No se suponía que hacen voto de castidad y pobreza? ¿Cómo pueden andar matando gente como si tal cosa?

—Es una historia muy complicada —le confió Rafael.

—Todo ha sido complicado. Llevamos unos pergaminos escritos por Jesucristo diez años después de la crucifixión —declaró Sarah, poniendo de manifiesto que, para ella, eso era lo más complicado de todo.

—Supuestamente —matizó el italiano.

—Todo es supuestamente tratándose de la Santa Sede y de Jesús. Incluso con JC. Cuando lo califico de asesino me dice lo mismo. —Se quedó esperando a que Rafael continuara.

—Todo indica que, en contra de lo que se creía, la Compañía es, desde hace más de cuatrocientos años, una organización religiosa fanática que no se para en barras a la hora de eliminar posibles amenazas para la Iglesia.

—¡Dios mío!

—Son fieles depositarios de algunos secretos fundamentales de la Iglesia y tienen un poder inconmensurable —añadió el cura.

—¿Como la P2?

—Más que la P2. Lo que movía a la P2 era el dinero. Lo que mueve a la Compañía es la religión y están prácticamente en todas partes. Es como comparar Chile con Estados Unidos. No resiste la comparación. Meter a JC en este lío, a fin de cuentas, me parece una decisión acertada —concluyó Rafael.

Sarah se quedó horrorizada. No podía considerarse una experta en asuntos de la Compañía de Jesús, pero le tenía cierta admiración por su labor de ayuda a los más desfavorecidos y el acento que ponían en la educación. La Universidad Pontificia Gregoriana era la heredera del Collegio Romano, una prestigiosa organización fundada por los jesuitas en 1551 y apoyada en 1584 por Gregorio XIII, a quien homenajearon poniéndole su nombre. Por no hablar de los innumerables colegios y universidades fundados y administrados por ellos. Admitía un cierto corporativismo en la defensa de los intereses de la Compañía, pero le costaba creer que tuviera una vertiente fanática y casi, o completamente, terrorista.

—¿No estaban la Compañía y la Iglesia en el mismo barco? —Era otra cuestión que Sarah no lograba entender y necesitaba una respuesta.

—Sí —contestó Rafael—. Lo estuvieron durante tres siglos. A partir del siglo XX cambió la situación —aclaró—. La Compañía se constituyó desde el principio como el equipo de marketing del Vaticano, por decirlo de un modo asequible a los legos en la materia. Habían adoptado ciertas iniciativas que posteriormente fueron asumidas por la Iglesia. Una de ellas fue la confesión.

—¿En serio? —A Sarah le pareció curioso. Había muchas cosas que se pensaba que existían porque sí, sin que nadie se tomase la molestia de reconocer que eran creaciones humanas.

Rafael asintió con la cabeza. Incluso en la actualidad, salvo raras excepciones, era un jesuita quien confesaba al papa cada siete días.

—¡Impresionante! —soltó Sarah sin poder reprimirse. La historia se escribe siempre desde el punto de vista de los vencedores.

—¿Qué papel desempeña Gavache en todo esto? —preguntó Rafael, volviendo al tema que odiaba pero que no quería rehuir.

—Me figuro que JC debe de haber unido lo útil a lo agradable. Los crímenes estaban relacionados, él es uno de los mejores inspectores de la policía gala y, probablemente, un enlace que el viejo tiene en Francia. —Cerró los ojos arrepentida. No debía haber hablado así de JC delante de Rafael.

Él sonrió. Se hizo un silencio menos opresivo. Las buenas conversaciones tenían agradables momentos de pausa que les pertenecían y debían ser respetados.

Los motores se ralentizaron y el aparato empezó a descender. La azafata se acercó a informarles, pero solo estaban despiertos Sarah y Rafael.

Permanecieron callados más de la cuenta, intimidados el uno por el otro. La parte técnica ya estaba agotada. Quedaba la personal.

—Quería pedirte disculpas por mi reacción en Londres, aquella vez —dijo Sarah. Él no dijo nada—. No tenía derecho a hacerte aquellas preguntas —siguió ella. La tenue iluminación de la cabina disimulaba el rubor de su rostro.

Él volvió a quedarse callado. Tenía que decir algo. No podía azorarse, como en el Walker’s Wine and Ale Bar.

«Habla. ¡Di algo!», exclamó para sus adentros.

El avión se inclinó a la derecha para efectuar la aproximación final a la pista.

—Quería felicitarte… —empezó.

Sarah se puso alerta. ¿Acaso sabía que estaba encinta?

—Gracias —se apresuró a decir la joven.

—Es italiano, según me he enterado —añadió Rafael.

—Sí. Periodista de Ascoli —dijo con cierto alivio.

—Saldrá bien, seguro —afirmó él, medio avergonzado.

Ella no pudo evitar un sentimiento de rabia hacia Rafael, Francesco y su estado. Procuró controlarse. No quería insultarle, agarrarle por la fuerza y gritarle: «¡Estoy aquí y puedo darte cosas que tu Dios jamás te dará!». Absurdo. Era mejor terminar con todo aquello.

—Tenemos que darnos prisa. Estoy embarazada —se oyó decir a sí misma en cuanto el avión posó el tren de aterrizaje en la pista. Cerró los ojos. Decirlo en voz alta era hacerlo todo real, conformarse, aceptarlo.

No dijeron nada más.

El avión rodó hasta su lugar de estacionamiento, en mitad de la pista del aeropuerto de Fiumicino, cuyo nombre oficial era Leonardo da Vinci.

David Barry se acercó a Rafael.

—Hemos llegado a tu ciudad.

—¿Y ahora? ¿Vas a asegurarte de que se efectúa la entrega? —preguntó Rafael mientras se levantaba.

—No. Tengo unos asuntos que resolver con el cardenal William y después regreso inmediatamente a Londres.

Rafael sabía que Barry solo quería tener la certeza de que William no lo olvidaría. Así funcionaba el mundo secreto. Los favores había que cobrarlos.

Junto al avión les esperaba una furgoneta con cuatro personas. Rafael fue el primero en bajar, seguido de Jacopo, con el cilindro de cuero firmemente asido.

El ruido de los motores de los aviones y de la barahúnda de vehículos que circulaban por la pista era ensordecedor.

Rafael dejó entrar a Sarah antes que él.

—Buenas noches, Daniel —saludó Rafael mientras se sentaba en la parte de atrás con Sarah. La expresión sombría del comandante de la Guardia Suiza no engañaba a nadie—. ¿Qué sucede? —preguntó el italiano a bocajarro. No merecía la pena andarse con rodeos. Daniel parecía aturdido y desorientado—. ¡Desembucha, hombre! —le gritó.

Barry, Aris y Jacopo se instalaron y miraron a aquel hombre abatido.

—Han secuestrado al secretario de Estado y al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —murmuró Daniel cabizbajo.

Todo el mundo debió de pensar: «¡¿Qué?!», pero ninguno lo dijo en voz alta.

—¿Cómo ha sido? —preguntó Barry intrigado.

—Eso ahora no importa —atajó Rafael con firmeza—. Quieren los pergaminos, ¿verdad? —Daniel asintió con la cabeza—. ¿Cuándo?

El comandante parecía hipnotizado, como si estuviera reviviendo todos los pasos desde que habían salido del Vaticano, en busca de una solución para su torpeza e ineficacia.

—¿Cuándo? —le apremió Rafael en un tono más serio.

—Tenemos que dejar los pergaminos en la Curia General de Via Penitenzieri a las diez de la noche.

—¿Y si no? ¿Matan al secretario de Estado y al prefecto? —soltó Jacopo irritado—. ¿Creéis que tendrán valor para hacerlo?

—Matan a los tres —respondió Daniel con un hilo de voz.

—¿Tres? ¿Quién es el tercero?

—El papa —dijo Daniel—. En este momento su santidad está protegido, pero uno de los nuestros era un infiltrado, así que ya no sé quién está limpio y quién no.

—Ya limpiaremos la casa —dijo Rafael con decisión. Consultó el reloj. Pasaban cinco minutos de las ocho. Tenían menos de dos horas—. Cada cosa a su tiempo.

—¿Vamos a Via dei Penitenzieri? —preguntó Daniel.

—¿Tanto trabajo para ir a entregarlos en bandeja? —rezongó Jacopo.

—No. No vamos a entregar nada —repuso Rafael desviando la mirada a Barry—. ¿Puedo contar con tu colaboración?

El norteamericano se encogió de hombros.

—Esos cabrones han secuestrado a alguien con quien tengo que hablar. Déjame hacer unas llamadas telefónicas a la sede de Roma.

—Entonces, ¿dónde vamos? —preguntó Daniel. Las certezas de Rafael les estaban contagiando.

Este sacó la Beretta y comprobó el cargador.

—Vamos a buscar al secretario y al prefecto. Tengo alguna idea de adónde los han podido llevar.