—Esa actitud solo demuestra que no me conoces —dijo Rafael con el arma en la mano mientras atrancaba la puerta del despacho de Robin con el respaldo de una silla.
El jesuita esbozó una sonrisa sarcástica.
—¿Qué vas a hacer? ¿Utilizarme como rehén?
El italiano se acordó de Maurice y de la frialdad con que mató a Günter, así como de la desesperación con la que después se dio muerte.
—No, Robin. Vosotros sois como los terroristas islamistas —acusó—. Capaces de morir y matar por la causa, aunque no sepan cuál es.
—¿No es lo que haces tú también? —objetó el inglés irritado.
—No, Robin. No me compares con vuestras locuras. Yo no mato a inocentes indefensos.
—No me jodas, Santini.
—Al final las conversaciones suelen acabar así.
El picaporte de la puerta comenzó a moverse. Alguien intentaba abrirla desde fuera.
—¡Está aquí! —gritó Robin—. Mátenle. Sabe demasiado.
Rafael le propinó un bofetón con el revés de la mano que empuñaba el arma; eso hizo que el inglés, dolorido, se llevara las manos al lugar del hematoma. Al mirarse las palmas vio sangre. Le había partido el labio. Una expresión de furiosa impotencia le asomó al rostro.
—Quédate ahí quietecito si no quieres sufrir más —amenazó Rafael.
Seguían intentando forzar el picaporte hasta que, de repente, dejó de moverse. Rafael sabía cuál sería el próximo paso; por eso se anticipó disparando contra la puerta a media altura. Se oyó caer algo al suelo, como un fardo, al otro lado de la puerta.
—Hijo de puta —espetó Robin entre dientes.
—¿No lo somos todos? —dijo el italiano, más para sus adentros que para el jesuita; dio un paso al frente—. Ha sido un placer, Robin. Nos veremos por ahí, si Dios quiere.
El inglés siguió profiriendo juramentos, pero Rafael ya no le escuchaba. La prioridad era salir vivo de allí. Necesitaba poner los cinco sentidos. Hizo otros dos disparos a la puerta, a media altura, por si las moscas, y esperó unos segundos. No oyó nada. Abrió con cautela. En el suelo del pasillo yacía un joven que vestía un batín negro, con los ojos abiertos, sin vida. Había una Glock caída a unos centímetros. Se inclinó sobre el cuerpo y le puso los dedos en el cuello para ver si tenía pulso. Nada. Le cerró los ojos y suspiró. Otra vida perdida sin razón alguna. Tomó la Glock y se la guardó a la espalda.
Se incorporó empuñando el arma y cerró la puerta tras de sí, dejando prisionero a Robin, y se fue caminando, un paso tras otro, silencioso, mortífero. Las demás puertas se encontraban cerradas; intentó abrirlas pero todas tenían echada la cerradura excepto el cuarto de baño, que estaba vacío, un problema menos. Respiró hondo y se mentalizó para lo que se le venía encima. La verdadera fiesta iba a ser en la iglesia. El templo de Dios iba a ser destruido a tiros por los hombres que estaban a Su servicio. Ojalá que no.
Observó a través de la puerta que daba paso al altar. Únicamente en la mesa del centro podía hallar protección contra cualquier amenaza. Rodó sobre sí mismo lo más deprisa posible hasta quedar detrás de la mesa y permaneció allí unos instantes. No podía quedarse eternamente, de manera que se dirigió a una de las esquinas para observar la nave.
Un monaguillo detrás del confesionario, otro en una columna más al fondo. No había nadie más, pero con tantos escondrijos no iba a resultar fácil. Se asomó un poco más tratando de distinguir a algún creyente que se hubiera presentado para rezar en el sitio y a la hora equivocados. Una mujer en el segundo banco, arrodillada, con la cabeza inclinada entre las manos pidiendo clemencia; una niña a su lado, sentada en el banco, jugando con una consola portátil. Debió de rezar mucho por ella antes de dormirse para que Dios Nuestro Señor accediera a su plegaria y consintiera en que aquella madre que rezaba desesperada gastara unas libras en comprar la felicidad de la muchacha. Unas filas más atrás se veía a un mendigo de ropas andrajosas y olor pestilente, aunque Rafael no llegara a percibirlo.
—¡Santini! —se oyó gritar en algún lugar de la nave.
—¡Robin! —respondió Rafael—. Un don eso de salir de los despachos cerrados con llave.
Los fieles cruzaron miradas entre sí. Qué falta de respeto…, gritar de aquella manera en un lugar de silencio y devoción.
—Shhhhh —pidió la señora de delante.
—Sal de ahí, Santini. Quiero verte —ordenó Robin al tiempo que se dirigía al centro de la nave.
—No. De eso nada. Sé cuándo no soy bienvenido —soltó Rafael sin un ápice de vergüenza—. Estos muchachos no me quieren.
—Shhhhhhhhhhhh —volvió a pedir la señora.
Aquello era demasiado. No solo una falta de respeto por ser un lugar sagrado, también de civismo.
—No seas testarudo —dijo el jesuita al llegar a la primera fila de bancos, cerca del altar, en el transepto. Hizo un gesto complaciente a la señora, acompañado de una sonrisa fingida. A continuación sacó una Glock de la chaqueta, la cargó y apuntó a la cabeza de la madre de la niña, que no podía creérselo—. ¿Vas a querer que una niña tan bonita quede huérfana?
La niña levantó los ojos de la consola y observó la escena. Se echó a llorar al momento. Aquello no era un juego, pero seguro que dejaba trauma.
Rafael salió de detrás de la mesa del altar con las manos arriba y dio un patada a la Beretta para alejarla de sí. El monaguillo que se encontraba detrás del confesionario le apuntaba con un arma con ademán furioso.
—Sabía que acabarías por ceder —dijo Robin.
—Eres un excelente negociador —le elogió con desprecio.
—¿Creías que ibas a venir a mi iglesia y hacer lo que quisieras? —siguió—. Qué inocente eres… Saca la otra arma, por favor.
Rafael sacó la Glock que llevaba en la espalda, la puso en el suelo y la apartó de una patada.
—Deja que se vayan —pidió.
Madre e hija estaban aterrorizadas. ¿Un sacerdote apuntando a la cabeza de una de ellas con un arma? ¿Dos monaguillos también armados? Una escena espantosa. El mendigo que estaba al fondo había desaparecido. La vida, incluso la de un sin techo, no tenía precio.
—Cállate —ordenó Robin visiblemente irritado—. Ahora voy a ocuparme de ti, hijo de puta. —Clavó la mirada en la señora y apartó el arma de su cabeza—. Váyanse inmediatamente. Olviden lo que han visto aquí o yo no me olvidaré de ustedes.
Debieron de tardar menos de cinco segundos en atravesar la nave y salir fuera, aturdidas por completo.
—Eres un valiente, Robin —ironizó el italiano.
—Pégale un tiro en la cabeza a ese tipo —gritó el inglés al monaguillo que controlaba a Rafael.
El joven, sin pensar, tiró del pestillo de seguridad y, cuando iba a apretar el gatillo, salió despedido contra el confesionario, partiendo una de las puertas al caer dentro. Un tiro en la cabeza había acabado con toda una vida por delante.
En un acto reflejo, Robin disparó hacia la columna de donde había partido el disparo. Ninguno de los presentes había contado con aquello.
—Solo un canalla como tú podía traerme hasta esta guarida de bandidos —se oyó murmurar.
El mendigo haraposo se encaminó lentamente al centro de la nave.
—Dichosos los ojos que te ven, Donald —le saludó sinceramente Rafael.
—Que te jodan, Santini. Eres tan bandido como ellos —insultó Donald con su afectuosidad habitual. Luego dejó caer el arma y se sentó en el suelo malherido. El disparo al azar de Robin le había alcanzado en el abdomen.
Rafael sonrió con tristeza. Siempre el mismo, en el momento justo. En otro tiempo, no muy lejano, Donald hacía lo mismo que Rafael. Conservaba una puntería excelente.
—¿Qué quieres, viejo rancio? —insultó Robin al mendigo.
—Los caras de culo no hablan —espetó Donald.
El joven que quedaba miró desorientado a Robin, como pidiendo instrucciones.
—Mátalo —dijo el jesuita sin la menor sensibilidad.
—Yo me lo pensaría muy bien antes de hacerlo —alertó Donald, apuntando al monaguillo muerto—. Ese amigo vuestro ya está quemándose en las calderas del infierno.
—Vas a morir ahora —afirmó Robin con desdén al tiempo que apuntaba con el arma a la cabeza de Donald.
—Déjalo, Robin. —Rafael avanzó, dejando el altar y dirigiéndose a él—. No tiene por qué morir nadie más. —Se golpeó el pecho—. Esto es por mi culpa. Haz lo que tengas que hacer, cabrón. Apúntame y acaba de una vez. —Avanzaba con pasos rápidos y decididos—. Dispárame y déjale ir. No sabe lo que yo sé.
Robin contemplaba cómo el italiano se iba acercando.
—Alto, Santini. Ahí estás bien.
Rafael cumplió la orden.
—Haz lo que tengas que hacer. Dispara. Acaba con esto de una vez.
El jesuita observaba la escena como si dudara de ella.
Rafael seguía con la mirada clavada en Robin.
—Dispara.
El inglés sonrió con desdén.
—Hágase tu voluntad.
Y se oyó un disparo hueco y seco.
—Amén.
Debía haberse visto explotar o destrozarse la cabeza de Rafael, pero en lugar de eso fue Robin quien escupió sangre por la boca a borbotones antes de caer al frío suelo del templo sagrado, que tantos pecados había presenciado en los últimos minutos.
—Por lo visto, hoy es el día de los sacerdotes que mueren en las iglesias —dijo Gavache, arma en mano después de haber disparado—. Amén. Policía. Tire el arma —ordenó al monaguillo, que de inmediato la arrojó al suelo como si hirviera—. Échese al suelo. Las manos a la espalda.
El francés miró el cadáver del monaguillo del confesionario y meneó la cabeza negando.
—Este mundo está perdido.
—¿Está todo bien, inspector? —Era John Paul, que había entrado en la iglesia para ver qué pasaba, empuñando el arma y con una rodilla sobre el monaguillo para esposarle.
—Mira esto, John Paul. ¿Crees que está todo bien?
—Tengo que irme —dijo Donald a Rafael, intentando agarrarse al banco para levantarse—. Saluda de mi parte a William y dile que le jodan. Solo me crea problemas. Nunca me da nada.
Rafael corrió hacia él y lo sostuvo.
—Estate quieto, Donald. —Miró a Gavache—. ¿Puede llamar a una ambulancia?
El francés se inclinó sobre Robin para tomarle el pulso.
—Llama también a una ambulancia para este —pidió a John Paul.
—¿Cómo ha sabido usted que yo estaba aquí? —preguntó Rafael a Gavache.
—Los refuerzos están de camino —informó John Paul.
—OK. Que limpien ellos esta mierda. —Se levantó y se encaminó a la salida—. Venga, Rafael.
El italiano echó una última mirada a la iglesia. En su mente reinaba una enorme confusión. Había mucho que explicar. Se inclinó sobre Donald.
—Gracias, Don.
—No ha salido muy bien —se disculpó el otro.
—Podía haber sido peor.
Gavache se interpuso entre los dos.
—Dejen la conversación para más tarde. —Miró a Rafael—. Vamos. Tengo que irme.
—La ambulancia está en camino. Iré a verte más tarde —le dijo a Donald.
—¿Y quién te dice que voy a querer verte? Sigue intrigando. Desaparece de mi vista.
Rafael sonrió y fue tras los pasos de Gavache.
—¿Adónde vamos?
—Nos está esperando un avión.
—¿Por qué tengo la sensación de no enterarme de nada?
—Qué sé yo, tal vez porque no se entera de nada.