Trastornado, angustiado, desasosegado, desilusionado, afligido. En ese estado dejó Gavache a Ben Isaac en su mansión de una de las zonas más ricas de Londres después de que este le hubiera contado una historia totalmente diferente de la vida de Jesús, o Cristo. Y aunque se podía afirmar que Gavache había sido un descreído desde que tuviera uso de razón, se habría engañado a sí mismo de haber dicho que el relato le había dejado indiferente. Algo de aquel trastorno, desilusión o desasosiego se había marchado de la mansión de Ben Isaac con Gavache y le había acompañado en el interior del vehículo que la policía inglesa había puesto a su disposición juntamente con el conductor.
El judío inició un relato sin atropellos ni equivocaciones, salvo dos interrupciones a causa de llamadas telefónicas que el francés recibió y por las que pidió disculpas.
Según el Evangelio de Jesús, recitado de memoria por los labios trémulos de Ben Isaac, Yeshua nació un año antes de la muerte de Herodes el Grande durante el mes judío de Tishrei del año 3757, el primer día del Sukkot, en Betania, una pequeña aldea tres kilómetros al este de Jerusalén, en la ladera sudeste del monte de los Olivos.
El judío frunció el entrecejo, desanimado.
—No creerá que entiendo nada de lo que está diciendo, ¿verdad? —le interrumpió Gavache.
—El 14 de septiembre del año 5 a. C. Era sábado. El primer día de la Fiesta de los Tabernáculos.
El inspector no se esperaba una fecha tan precisa. Decidió cerrar la boca para no manifestar su incredulidad.
Jesús fue educado desde su más tierna infancia para desempeñar un papel importante. Era descendiente de Abraham, David y Salomón, el que ordenó erigir el gran Templo de Dios, de Adán, Hijo de Dios. Se esperaba de él, nada más y nada menos, que restaurase los tiempos anteriores al exilio, que fuera la gloria de Israel. Pero la Jerusalén que Jesús vio no era la misma del relato del Antiguo Testamento, pues había sucumbido al yugo babilonio, que arrasó la ciudad, destruyó el Templo judío e hizo que se perdiera para siempre el Arca de la Alianza, en el siglo VI a. C. La Jerusalén del tiempo de Jesús había sido reconstruida desde cero por gobernantes judíos de la dinastía de los Asmoneos, en el siglo II a. C., y el Templo había sido erigido de nuevo por Herodes el Grande, unos años antes de su nacimiento.
Herodes no lo quería muerto porque fuera un lunático, sino porque Jesús era un noble judío, proscrito como toda su familia, cuyo linaje nunca fue puesto en tela de juicio, al que era necesario eliminar.
—Para los judíos la palabra «Mesías» no quería decir escogido o enviado de Dios. Significaba simplemente heredero de la casa de David. José también lo era y Jacob antes que él —prosiguió Ben Isaac.
—Pero ¿por qué Jesús? ¿Por qué le dio por él? OK, ahora voy y la emprendo con los herederos de la casa de David. Vamos a empezar por el más joven —sugirió Gavache, que no entendía ese punto.
—Nada de eso.
No hacía falta ser muy inteligente para localizar la respuesta en la Biblia. Ni siquiera había necesidad de consultar una fuente externa. Los relatos sitúan a la familia de Jesús en Belén, después en Egipto, Nazaret, Jerusalén, Cesarea, Cafarnaúm, Jericó, Betabara, Enom, Betsaida, un poco por todo el valle del Jordán y el mar de Galilea, entre muchos otros lugares. La familia de Jesús, la familia real, estaba permanentemente en fuga. En un lugar el padre era carpintero, en otro cantero, artesano, vinculado siempre a oficios manuales a los que los enviados de Herodes nunca prestaban atención. José nunca permanecía mucho tiempo en el mismo sitio. Está claro que esta información no figuraba abiertamente en el libro sagrado, pues lo que desde siempre habían pretendido sus autores era poner el acento en la importancia vital de que naciera de una virgen, de la concepción sin pecado. Un hombre más grande que los demás hombres, que hacía milagros como si fuera el auténtico Hijo de Dios. Desde el principio de la elaboración de los textos, la intención fue señalar a Jesús como Hijo del Hombre. El Mesías. Lo demás era historia.
—«A medianoche, sin previo aviso, nuestro padre nos despertaba. Era la hora de partir de nuevo» —citó Ben Isaac.
—¿Eso está en la Biblia? —preguntó Gavache.
El banquero negó con la cabeza. No necesitaba concretar el origen de la cita. El francés comprendía. Era una visión totalmente distinta de la que se conocía.
La vida de Jesús siguió como la de los saltimbanquis hasta la edad adulta. Se convirtió en un prestigioso rabino, respetado por su ponderación incluso por… Juan el Bautista. En este punto del relato Gavache frunció el ceño, redoblando su atención.
Juan el Bautista era judío, hijo del sacerdote Zacarías y de Isabel. Nació en En Karem, en los alrededores de Jerusalén, seis meses antes que Jesús, y fue iniciado en la educación nazarena a los catorce años en Engedi, que hoy es conocido como Qumrán.
—¿Educación nazarena? —preguntó el inspector.
—Sí. Era la consagración de una persona a Dios. Implicaba algunos sacrificios físicos: nunca se cortaban el pelo, no bebían vino ni nada que proviniera de la uva, no podían tocar cadáveres ni comer carne. Tenían que mantener un estado de pureza a toda prueba —explicó Ben con paciencia de Job—. Jesús también era nazareno.
—¿Jesús nazareno en vez de Jesús de Nazaret? —dedujo Gavache, ganado por el relato—. ¿Un mesías consagrado a Dios?
—¿Ve cómo todo está relacionado? —aventuró el israelí.
Jesús quedó fascinado por Juan el Bautista, por su abnegación y sobre todo su personalidad. Vio a un predicador itinerante que promovía el bautismo en lugar de a un extremista radical y fanático, controvertido y provocador. Como todos los judíos de la época, Juan sentía una predilección especial por la purificación a través del agua. Incluso hoy día los arqueólogos no cesan de descubrir piscinas de baños rituales, los llamados miqwa’ot judíos. Los había prácticamente en todas las casas judías y cualquier viajero judío debía purificarse en ellos al llegar. Se trataba de estanques alimentados con agua de manantial y, antes de sumergirse en ellos, había que lavarse las manos y sobre todo los pies, ya que los miembros inferiores se consideraban la fuente de todas las impurezas. Después de bañarse se les ungía de pies a cabeza con lociones y aceites purificadores. La mujer que ungió a Jesús en casa de Simón el leproso, en Betania, dos días antes de la crucifixión según los Evangelios canónicos, no estaba haciendo más que ejecutar un ritual judío arraigado desde hacía mucho tiempo.
—OK, se bañaban mucho. ¿Y eso qué tiene que ver? —intervino Gavache.
—Los baños eran rituales judíos. Juan el Bautista practicaba el mismo ritual en las aguas del río Jordán, pero con los gentiles —explicó Ben.
—Y bautizó a Jesús —añadió el francés.
—Pero no tuvo la enorme repercusión que los apóstoles y Sus seguidores hicieron creer. La mayoría no entendió lo ocurrido. Ni el propio Juan.
Jesús era un hombre flexible, abierto, inteligente, un rabino, un maestro, un curador de almas, un pastor que admiraba mucho los métodos de Juan el Bautista. Fue una influencia enorme. En realidad, Juan significó la ruptura con el pasado. A partir de entonces, Jesús intensificó los rituales y las predicaciones con variaciones que no agradaron al núcleo duro de los creyentes. Jesús creó una nueva rama, una especie de secta. Cuando Juan fue decapitado por Herodes Antipas, Jesús era el sucesor natural.
—Juan nunca realizó milagros —dijo Ben, y lanzó un suspiro profundo, como un lamento—. Jesús tampoco. El Jesús que hacía ver a los ciegos y andar a los paralíticos y resucitaba a los muertos solo existió en la Biblia.
—¿Y dónde entran Belén y Nazaret en medio de todo esto? —preguntó Gavache, desencantado.
—Una necesidad de los redactores del Nuevo Testamento para subrayar que Jesús era el Salvador, el Ungido, el Hijo de Dios, Emmanuel, y que no había dudas al respecto. Los profetas del Antiguo Testamento habían señalado el camino y habían descrito los pasos que seguiría. Nacería en Belén, huiría a Egipto, regresaría y sería llamado nazareno, y de ahí la referencia a Nazaret. Pero, como bien se ha dicho, no pasó de ser una confusión con el término «nazareno». —Esbozó una pálida sonrisa—. La única vez que puso el pie en Nazaret, ya en la edad adulta, fue muy mal recibido. La población incluso quiso matarlo. ¿Cree que habría sido posible de haber pertenecido a una de las mejores familias de la región?
—¡Qué historia tan mal contada! —Gavache se refería al conjunto, no al relato particular de Ben, que tenía mucho sentido—. ¿Y cómo es que Poncio Pilatos se lavó las manos de todo y permitió que decidieran los judíos?
—Ese es otro gran disparate —respondió el banquero—. ¿Sabe cuál era la fuerza dominante en el llamado mundo civilizado desde el año 27 a. C. hasta cuatrocientos años después?
—Supongo que se está refiriendo a los romanos.
—Y supone bien. ¿Y sabe lo que pasó en esos siglos?
Gavache se encogió de hombros. Era experto en historias de vidas particulares, no de la humanidad.
—Expansión romana hasta su máxima extensión, alcanzada en el año 117 a. C. y mantenida durante varios siglos, más de un mileno en el Imperio Romano de Oriente. —Fue enumerando con los dedos—. Nacimiento y muerte de Jesús y de Pablo de Tarso, autor de las epístolas paulinas. En ese periodo también se escribieron los Evangelios canónicos y apócrifos del Nuevo Testamento y se asistió al nacimiento y afirmación de una nueva religión —explicó Ben—. La cristiana.
—Entonces… —intervino Gavache.
—Entonces, ¿por qué el cuartel general de la Iglesia está en Roma si todo sucedió en Jerusalén? Porque todo acaeció bajo influencia romana. No hay originales de los textos sagrados, nada más que transcripciones cuyo autor y motivaciones se desconocen. La religión cristiana es una colcha de retales cosidos a partir de graves tergiversaciones históricas. ¿Por qué cree que la Santa Sede está siempre tan atenta a los descubrimientos arqueológicos, siempre dispuesta a controlar cualquier dato o hallazgo nuevo? Porque vive con el corazón en un puño. Porque sabe que todo lo que ha construido se basa en una mentira. El Nuevo Testamento es una obra puramente política, elaborada para controlar al pueblo. Creo que el objetivo era intentar controlar también a los judíos, solo que no lo consiguieron.
—¿Por qué cree que no lo consiguieron?
—Porque sabían la verdad. —En ese momento Ben Isaac se levantó de la silla y se puso a caminar de un lado a otro; el tema le ponía nervioso—. Poncio Pilatos no era el hombre cortés y bondadoso que pinta la Biblia. Ni siquiera era inteligente. Nunca se lavó las manos ni permitió decidir a los judíos el destino de Jesús. Lavarse las manos era un ritual judío, el netilat yadaim, no romano. Además, Barrabás era zelota, una facción fanática y violenta del judaísmo, diferente de los nazarenos, que seguían métodos distintos y no eran rebeldes. Barrabás había matado a soldados romanos, un delito muy grave; hoy día se le consideraría un terrorista. Los zelotas habían protagonizado innumerables rebeliones, derrotadas siempre por los romanos, y en el último momento hombres, mujeres y niños se suicidaban en masa. Pilatos jamás habría liberado a un asesino de romanos. No basta con declararlo improbable: es imposible que sucediera.
—Pero eso no quiere decir que no se lavara las manos —insistió Gavache en tono inquisitorial.
—¿Cómo dice la Biblia que murió Jesús?
—Crucificado.
—Exactamente —afirmó Ben como si se tratara de una verdad evidente que el inspector no estuviera captando—. Por si quedara alguna duda, la crucifixión sería prueba suficiente de que Pilatos nunca se lavó las manos y de que fue él, y nadie más, quien lo condenó. —Gavache seguía sin entender gran cosa. Ben se dio cuenta y explicó más—. La crucifixión era una pena romana, no judía. Si le hubiera condenado el Sanedrín, el consejo judío, la pena habría sido la lapidación, la muerte por apedreamiento.
—Menuda disyuntiva —comentó Gavache con ironía.
—Pero no fue condenado a una pena judía —dijo Ben, haciendo caso omiso de la observación del francés—. Además, la participación judía en todo el proceso de la muerte de Cristo fue presentada negativamente.
—Solo falta que diga que no tuvieron nada que ver con la muerte de Jesús —comentó el inspector.
—Eso es precisamente lo que quiero decir —corroboró Ben—. No solo no tuvieron nada que ver con la muerte de Jesús, sino que intentaron ayudarlo —añadió—. Cuando los soldados romanos y la Policía del Templo detuvieron a Jesús en el huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, no lo llevaron ante Pilatos. La primera parada fue en casa del suegro de Caifás, Anás, el sumo sacerdote del Sanedrín, durante la noche. La casa quedaba en la parte alta de la ciudad, frente al Pretorio, la casa del gobernador. Por lo tanto, se trató de un encuentro informal y no una audiencia, ya que no tuvo lugar en el Templo, en la Cámara de la Piedra Lavada donde se reunía el Sanedrín. Aparte de que el Sanedrín nunca se reunía de noche. Uno de sus miembros era José de Arimatea, el que ayudó a Jesús durante el camino a la cruz y ofreció su sepulcro para que albergara Su cuerpo.
»Era el comienzo de la Pascua judía, la celebración de la liberación de los israelitas del yugo de los egipcios. El Sanedrín nunca condenaría a nadie en esa época. Estaba prohibido —prosiguió Ben Isaac—. Pero hay más indicios en la propia Biblia de que los judíos en ningún momento maltrataron a Jesús.
»Según el profeta, el Mesías entraría en Jerusalén a lomos de un burro y la multitud lo aclamaría como el Hijo de David. Así lo hizo Jesús en los últimos días de su vida, si bien no fue el grandioso acontecimiento que narran las Sagradas Escrituras. Durante la Pascua los romanos reforzaban todas las puertas de la ciudad y, si el hecho en cuestión hubiera tenido la relevancia que le otorga la Biblia, Jesús jamás habría entrado en la ciudad sin ser detenido. Que un noble reclamara ser rey de los judíos era un delito castigado con la pena capital. Otro de los relatos es el de la expulsión de los mercaderes del Templo, derribando las mesas de los cambistas y las sillas de los vendedores de palomas. Evidentemente, fue un acontecimiento insignificante, magnificado por los apóstoles y por la narración de los evangelistas. Cualquier altercado importante en el interior habría llamado la atención de la Policía del Templo y no existe ninguna referencia de que eso hubiera ocurrido. Jesús no pudo haber organizado un escándalo de grandes proporciones. Habría llamado la atención de las autoridades judías y romanas y habría acarreado su expulsión del Templo y de la ciudad.
—O su muerte —sugirió Gavache.
Ben negó con la cabeza.
—Como mucho lo habrían encarcelado en espera de juicio. Ya le he dicho que durante la celebración no había ejecuciones.
—Pero no fue eso lo que pasó. Lo ejecutaron —objetó el inspector.
Ben Isaac no refutó la afirmación de Gavache. Al contrario, se calló lo que iba a decir como si fuera a dar información de más. Y, para colmo, tarde. El francés se dio cuenta. Era perro viejo. No se le escapaba nada. Llevaba un «desembuche» grabado en el rostro.
—Es posible que no lo hubieran ejecutado —acabó por decir el judío, y se dejó caer otra vez en la silla, derrotado—. Es posible que los evangelistas y Pablo hayan extrapolado algunos acontecimientos y exagerado otros, culpando a los semitas y especulando con lo que desconocían. A fin de cuentas, solo san Juan Evangelista y san Mateo conocieron a Jesús. Nadie más presenció absolutamente nada de lo ocurrido. Todos los demás relatos están basados en «dicen que dijo» o «he oído decir». Además, está el problema de que los Evangelios recogen conversaciones que transcurrieron en privado, sin la presencia de ningún testigo. ¿Cómo podían saber lo que se había dicho?
Gavache se sentó en una silla al lado del judío.
—Pero eso no quiere decir que Jesús no fuera crucificado.
Ben suspiró.
—¿Sabe qué documentos ha sacado de aquí esa mujer? —preguntó apesadumbrado. Gavache no lo sabía—. Una nota que sitúa a Cristo en Roma en el año 45 y un Evangelio escrito por Él ese mismo año —dijo.
El inspector le escuchaba sin dar ninguna opinión. Se había acostumbrado a que la Historia fuera una ristra de mentiras. Por su profesión trataba con muchas personas caritativas, defensoras de la moral y de las buenas costumbres, algunas en puestos destacados de la sociedad, de la política, del sector privado, sorprendidas con las manos en la masa, in fraganti, en flagrante delito, por emplear la jerga profesional, practicando lo mismo que criticaban e incluso perseguían públicamente. Al final todos mentían, por una u otra razón, a veces sin motivo aparente, simplemente porque sí, porque era fácil complicarse la vida, incluso tal vez fuera una necesidad humana. La Iglesia no tenía por qué ser diferente al respecto y, desde luego, no lo era.
—Usted, que ha leído ese Evangelio, ¿cree lo que está escrito en él? —quiso saber.
—No lo sé. Incurre en los mismos errores que los otros. Contradicciones, incoherencias, coincidencias. Es un testimonio en primera persona hasta los días previos a la crucifixión, con algunos datos interesantes, misteriosos, si usted quiere, y otros nuevos. Da una dimensión del hombre real, diferente de los otros. Parecía estar buscando un estado de iluminación permanente. Tal vez el haber sido consagrado a Dios desde su nacimiento habría favorecido esa actitud. Dice: «No soy el Hijo de Dios, pero sé el camino hacia Él». Lo sitúa en Jerusalén, en tiempos de la crucifixión, como los demás Evangelios, y después… termina bruscamente.
—Por lo menos no narra su propia muerte como Moisés —ironizó Gavache. Ben no reaccionó—. Dígame, doctor Isaac, como si estuviera explicándoselo a un niño de ocho años duro de mollera, ¿qué significa todo esto?
El judío respiró hondo. Estaba fatigado y harto.
—Significa que pudo haber sido simplemente un hombre a quien las vicisitudes de la Historia acabaron por endiosar.
—Comprendo —dijo el inspector pensativo, con el índice en los labios como para estimular la lucidez de pensamiento—. ¿Qué cree usted?
—¿Cómo dice?
—¿Cree que es Hijo de Dios o el producto de una historia mal contada?
Ben no ocultó su reacción ante la pregunta de Gavache. Qué atrevimiento. ¿Cómo tenía la osadía de formular una pregunta tan personal, tan profunda, que él mismo llevaba haciéndose sin éxito durante años y años?
—¿Le he dejado trastocado, Ben Isaac? —preguntó Gavache, sin conmoverse ni manifestar ninguna piedad, a la espera de su respuesta—. Vamos, usted, mejor que nadie, debe de saber la verdad. Ha guardado un secreto durante más de cincuenta años.
—¿Qué le importa a usted lo que yo crea? —exclamó el judío de malos modos—. ¿Acaso me va a devolver a mi hijo?
—Eso está en las manos de Dios y Su Hijo —soltó Gavache con sarcasmo.
Ben Isaac no pudo contener las lágrimas, que le bañaban el rostro.
—¿Qué quiere que le diga? —continuó a voces—. ¿Que prefiero creer que era un hombre igual que yo, que usted, que todos los demás? ¿Que rezo todos los días para que no sea Hijo de Dios? ¿Que necesito que ese documento sea veraz para creer que mi hija murió porque la vida es así y no porque Él me la quitó? ¿Es eso lo que quiere oír? ¿Que puedo perder a otro hijo y que por mantener la cordura quiero creer que no tiene nada que ver con la intervención divina?
Gavache dirigió la mirada a un punto más allá de Ben, en las escaleras. El judío miró en la misma dirección y vio a Myriam. Tragó saliva y no fue capaz de reaccionar, ni siquiera de dar un paso hacia ella cuando apretó los puños, dio media vuelta y volvió a subir, indignada, al piso de arriba.
«Myr». Fue lo único que logró decir para sus adentros, sin verbalizarlo.
Al final las piernas le obedecieron y se dispuso a subir a la planta superior.
Un móvil comenzó a sonar sobre la mesa y al instante lo hizo callar. Era el suyo. ¿Serían otra vez los secuestradores? Retrocedió lentamente. No quería recibir más malas noticias. Pensó en Ben Junior y cerró los ojos; enseguida se le llenaron de lágrimas.
Gavache, sin ceremonia, tomó el aparato y contestó. Dijo algunas frases en francés y después en inglés y acto seguido le tendió el teléfono a Ben Isaac.
—Es para usted. Su hijo.
—¿Cómo? —¿Habría oído bien?
—Su hijo. Lo han liberado y quiere hablar con usted.
Ben Isaac no daba crédito. Se oyeron los pasos apresurados de Myriam escaleras abajo.
—¿Ben? ¿Es Ben? —preguntó animada y angustiada al mismo tiempo.
Gavache, aún con el aparato en la mano, asintió con la cabeza y lo tendió más explícitamente a Ben padre.
—Pero si la mujer todavía no ha tenido tiempo de llegar a París —observó el judío mientras lo tomaba.
El inspector Gavache se dirigió a paso vivo hacia la puerta de salida.
—Le deseo muchísimas felicidades, Ben Isaac —se despidió.
Myriam arrancó el móvil de las manos de su marido y empezó a hablar. Sí que era su hijo. Un reguero de lágrimas de alivio brotaba de sus ojos. La pesadilla había acabado, aunque no se tranquilizaría del todo hasta verlo en carne y hueso, sano y salvo.
—¿Qué está pasando aquí, inspector? —El judío no entendía nada—. ¿Dónde están Sarah y los documentos?
Gavache miró hacia atrás y dio una calada al cigarrillo antes de responder.
—Su hijo está a salvo. Por lo demás, no tengo ni idea de qué me habla usted.
—Sir, sir —llamó el conductor del coche tras girar rápido a la izquierda y estacionar en segunda fila.
—Oui? —dijo él, mientras se liberaba de lo ocurrido en casa del israelí.
—Ya estamos, sir —informó.
Gavache miró al exterior, al otro lado de la calle.
—¿Ya estamos?
—Correcto, sir.
Gavache abrió la portezuela y echó pie a tierra.
—¿Cómo se llama? —preguntó al chófer.
—John Paul, sir.
—John Paul, si la cosa se pone violenta, pida refuerzos.
—¿Y cómo lo sabré, sir?
—Lo sabrá, John Paul. Confié en mí. —Y salió.