Desde luego no era una visión agradable y, de haber podido, ninguno de los tres hombres habría estado allí para dar testimonio. Sin embargo, no habría sido humano o siquiera piadoso dejar que Ursino abandonara tan sagradas dependencias sin un momento de oración y expiación por los servicios prestados con tanto ahínco al santo padre y a los cuatro a quienes había servido teniendo siempre presente el interés supremo de la santa madre Iglesia. Abnegado, identificado, sometido al dogma y a las enseñanzas de Nuestro Señor.
Los enfermeros habían colocado el cadáver sobre una camilla. Una sábana blanca lo cubría hasta el pecho, dejando la cabeza al descubierto. El rostro estaba negro del lado de la herida por donde había penetrado el trozo de hueso y causó una fuerte impresión a los tres hombres que lo observaban en silencio. Boca y mandíbula estaban blancas como la cal. Aun así, Ursino aparentaba placidez, paz, la quietud que solo desprenden los muertos, sabedores de una verdad superior, la misión cumplida del lado de acá; de los problemas resueltos o pendientes que se ocuparan otros… ¿Qué mejor ocasión para estar en paz? Se acabaron las angustias, las disputas, la soledad, la pérdida. Morir podía ser incluso bueno.
—Eminencia —llamó el médico que acababa de cerrar el maletín de primeros auxilios que de nada le habían servido a Ursino. Había limpiado un poco la herida para que el sacerdote difunto estuviera más presentable ante el secretario de Estado.
Tarcisio no le oyó. Seguía absorto en su oración.
—Eminencia —volvió a llamar.
—¿Sí, Lorenzo?
—¿Desea que avise a los familiares? —preguntó el doctor en tono sumiso. Cualquiera habría dicho que le hablaba a un gigante, y eso que eran de la misma estatura.
—No, gracias. El padre Ursino ya no tenía familiares vivos —informó el secretario con voz débil y resignada. En ese momento reparó en el charco de sangre, sangre de Ursino, que había caído desde el ojo al suelo al lado del escritorio, en el lugar del crimen. Hizo esfuerzos por no vomitar al imaginar el sórdido episodio acaecido en aquel lugar. Un sacrilegio. William y Schmidt seguían velando el cadáver, murmurando plegarias, rogando a Dios Padre Todopoderoso para que acogiera a aquel hermano suyo en sus brazos misericordiosos—. Haga limpiar la sangre lo antes posible, por favor —ordenó Tarcisio señalando el charco rojo oscuro.
—Por supuesto —obedeció el médico. Desvió la mirada a uno de los enfermeros—. Tomaso, limpia la sangre.
—No me parece bien, eminencia —interrumpió Daniel, el comandante de la Guardia Suiza—. Son pruebas.
Tomaso esperó a que se decidieran, inclinado sobre la prueba y listo para hacerla desaparecer. El secretario de Estado le hizo señas de que siguiera, cosa que no agradó a Daniel, que tragó saliva y no dijo nada.
Lorenzo carraspeó antes de hablar. El asunto le perturbaba.
—¿Y en cuanto al cadáver, eminencia?
—Será enterrado en el cementerio alemán.
Al médico le pareció extraño, lo mismo que a Schmidt. Este puso una mano sobre el hombro de su amigo. Sabía lo difícil que resultaba para él.
—Lamento tener que preguntarlo, pero la ley dice que se haga la autopsia…
—La ley no dice nada, Lorenzo —interrumpió Tarcisio irritado—. Está confundiendo la ley italiana con la vaticana. La ley italiana exige, la vaticana recomienda. No se hará autopsia. Esa es la voluntad del santo padre.
—Se cumplirá, eminencia. —Lorenzo volvió a carraspear. Quedaba una pregunta, pero la ética no le permitía formularla…, aunque la conciencia y el canon le ordenaban que la hiciera—: ¿Causa del óbito?
Tarcisio reflexionó unos instantes. De su respuesta iba a depender cómo miraría la Historia aquella muerte. Si se reconocía oficialmente, sería el primer homicidio de un sacerdote ocurrido dentro de los altos muros de la colina del Vaticano desde el siglo XIX. No tenía otra opción.
—Accidente vascular cerebral —aventuró William—. La causa de la muerte ha sido un accidente vascular cerebral.
Lorenzo miró al secretario en busca de confirmación. Solo podía darla él. Un gesto afirmativo suyo con la cabeza selló la causa de la muerte de Ursino, golpeado con una fíbula en el ojo derecho, hecho que sería suprimido de todos los documentos en que figurara su fallecimiento. Dentro de los altos muros del Vaticano no había tenido lugar ningún homicidio, esa sería la verdad que prevalecería.
Lorenzo salió de la sala de las reliquias dejando a los dirigentes de la Iglesia contemplando el cadáver, a Tomaso limpiando la sangre y a Daniel y otros dos guardias vigilando a los prelados.
—Está en paz —afirmó Schmidt.
—Sí. Seguramente rogando por nosotros ante el Altísimo —añadió William.
Tarcisio no dijo nada. No sabía qué palabras emplear, qué fórmulas serían las adecuadas para la ocasión. La vida humana era sagrada. Algunos la despreciaban, eran capaces de degollar a un semejante como si fuera una gallina o una vaca, vidas que Dios había puesto a nuestra disposición para que nos alimentáramos. Eliminar el mayor don de Dios era como renunciar a Él.
Mientras Tomaso limpiaba, sus compañeros se acercaron con la camilla.
—¿Podemos llevarnos el cadáver, eminencia? —preguntó uno de ellos en voz baja.
El secretario extendió el brazo hacia Ursino, hizo una señal de la cruz y pidió que lo taparan con la sábana. Acto seguido, autorizó que se llevaran el cadáver. En cuanto la camilla de Ursino salió de la sala, el ambiente se hizo más ligero y respirable. Ojos que no ven…
—¿Y ahora? —preguntó Schmidt.
—Me ocuparé de los preparativos del funeral —comunicó el piamontés—. Pero antes…, la reunión con Adolfo.
—¿Me necesitas? —quiso saber William, solícito.
—Tal vez más tarde.
—Yo aprovecharé para descansar un poco —dijo el austriaco—. Mi cuerpo se resiente.
—Claro, mi buen amigo. Mereces un descanso. Voy a pedir a Trevor que hable con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl para que te preparen una habitación en la Domus Sanctae Marthae.
—No hace falta.
—Insisto. No acepto una negativa, aunque sea de buenas maneras —afirmó Tarcisio, zanjando la cuestión—. Trevor, acompaña al padre Schmidt y prepárale una habitación —ordenó—. Es nuestro invitado.
El asistente se puso inmediatamente a su disposición.
—Esta noche será informado de la nueva fecha de la audiencia de la Congregación para escuchar la sentencia relativa a su caso —informó el cardenal solemnemente.
—No es momento para hablar de eso, William —le reconvino Tarcisio antes de volverse hacia Trevor—. Acompaña al padre Schmidt y asegúrate de que tiene todo lo que necesita.
Trevor y Schmidt salieron de la sala de las reliquias. Daniel ordenó a uno de los guardias que los acompañase.
—Comandante —llamó Tarcisio.
—Eminencia. —Daniel se acercó dispuesto a recibir órdenes.
—Ordene sellar esta sala. Nadie deberá entrar aquí hasta que se nombre nuevo conservador.
—Así será, eminencia.
—¿Está concluida la investigación?
—Según puse en conocimiento de vuestra eminencia.
—Entonces vámonos. No debemos hacer esperar a nadie —dijo el secretario al tiempo que miraba una última vez la sala donde se guardaban las reliquias sagradas de la Iglesia. Escogerían a otro para que continuara con el trabajo de Ursino y cuidara de aquel tesoro inconmensurable con el respeto y la devoción que el cargo merecía. Tomaso terminó la limpieza y desapareció, así como la sangre que manchaba el suelo. Ahora solo faltaba borrar el recuerdo. Después miró a William, que dijo:
—Estoy a tus órdenes.
Los dos hombres salieron de la sala, escoltados por Daniel y otro guardia. William miró a Tarcisio con una sonrisa franca que contagió al piamontés.
—Estaba muy necesitado de una buena noticia —afirmó el secretario.