51

Las conversaciones hay que acabarlas para zanjar los asuntos y no dejar nada por decir. Cuando Robin se excusó para ausentarse, pues tenía la vejiga hasta arriba, Rafael no se sintió muy tranquilo y el jesuita se dio cuenta.

—Es allí a la izquierda —le tranquilizó, señalando la puerta a mitad del pasillo—. Desde ahí la puedes ver. No te preocupes. Nadie va a hacerte nada… A no ser que yo dé órdenes en ese sentido.

Robin entró por la segunda puerta a la izquierda y no se demoró. Tal como había prometido. Dos minutos después se oía correr el agua de la cisterna y enseguida la del lavabo, mientras se lavaba las manos. Salió al pasillo todavía con ellas mojadas y goteando al suelo. Una vez en el despacho, se las secó con la toalla que estaba colgada detrás de la puerta.

—¿Todavía no se te ha quitado la fiebre de los gérmenes? —ironizó Rafael.

—Ríete, ríete. No tienes ni idea de los bicharracos que nos rodean. Si no tenemos cuidado, acabarán con nosotros —alertó con convicción.

—Hagan una señal y pónganse a la cola.

—¿Sabes que fue un jesuita el que descubrió que seres minúsculos, invisibles para el ojo humano, eran los responsables de enfermedades como la peste negra y otras? —preguntó adoptando un tono profesoral.

—Athanasius Kircher —dijo Rafael con la actitud del alumno rebelde al que no le queda nada por aprender—. El maestro de las cien artes. Fue una de las primeras personas que observaron microbios a través de un microscopio en el siglo XVII. Alemán de nacimiento, algunos estudiosos lo consideran el último renacentista. Autor de innumerables tratados, no solo sobre medicina, sino también sobre geología, magnetismo, incluso música. Un verdadero Da Vinci, ese jesuita.

Robin le miró con jocoso desdén antes de sentarse.

—¿Por dónde íbamos?

—Sabes perfectamente por dónde íbamos. Desembucha de una vez.

El inglés cruzó la pierna y se humedeció los labios.

—¿Qué sabes de Jesús?

—Que nació en Belén y fue crucificado a los treinta y tres años…

—OK. Ya veo que no sabes nada —le reprendió Robin.

—Sé la versión que nos enseñan en la catequesis y en el seminario —se defendió el italiano.

—¿Todavía enseñan eso en el seminario? No me extraña que la Compañía de Jesús esté tan a la vanguardia. No deja de ser curioso que os enseñen a pensar más que al común de los mortales, inviertan años y años en vuestra educación moral, filosófica, religiosa y teológica y, sin embargo, muchas veces, no logréis vislumbrar lo evidente.

—¿Y vosotros lo lográis? —le desafió Rafael, harto de aquel aire condescendiente de saber más que los demás.

—¿Cómo se llamaba a los judíos en el siglo I?

—No tengo ni idea. —La pregunta era demasiado genérica como para molestarse en intentar responder.

—Por el nombre propio, seguido del nombre del padre o el de la tierra natal. Yeshua Ben Yosef, «Jesús hijo de José», o Yeshua Ha’Notzri, «Jesús de Nazaret». Nunca he oído que nadie lo llamara Jesús de Belén.

Rafael nunca había pensado en eso, pero no quiso decirlo, no iba a darle ese gusto a Robin. Prefirió quitarle importancia al hecho.

—OK. Era Jesús de Nazaret y no Jesús de Belén. Adiós al negocio de la iglesia de la Natividad —volvió a ironizar.

—Si la Iglesia está equivocada o, mejor dicho, proporciona información incorrecta sobre el nacimiento de Cristo, ¿no te parece que puede hacer lo mismo con otros muchos acontecimientos de Su vida?

«De hecho, lo hace», pensó Rafael. Él era una demostración viviente de que la Iglesia se defendía escondiendo, eliminando y sorteando todos los obstáculos. No era la persona idónea para preguntarle por el buen criterio de la Santa Sede. Él, mejor que nadie, sabía que no existía.

—Mírame, Robin. Soy un canalla dispuesto a reventarte los sesos. ¿Piensas que creo en la santidad de la Iglesia?

—Entonces, ¿por qué lo haces? —quiso saber el jesuita.

Esa era la pregunta que él evitaba hacerse a sí mismo, aunque le asaltaba cada vez más a menudo. ¿Por qué demonios lo hacía? ¿Por qué otros lo habían hecho antes que él? ¿Por qué la vida lo había llevado hasta allí? ¿Porque sí? Porque, a pesar de todos los errores e injusticias, la Iglesia seguía siendo la viga maestra que evitaba que el mundo cayera en un caos sin rumbo. Todavía creía en esto y tal vez fuera la única razón. La que le hacía levantarse por la mañana sin saber si volvería a hacerlo al día siguiente, si dormiría esa noche, si sobreviviría, dónde andaría, cuál sería el próximo paso, en qué dirección le llevaría. Todos los días, horas, minutos, segundos eran una incógnita frente al destino. Solo podía dar gracias a Dios por el tiempo que le había dado. Lo demás sería lo que fuera por el tiempo que fuese.

—Lo hago por gusto —se limitó a decir.

—Lo hagas por gusto o no, lo haces por razones equivocadas —advirtió Robin.

—Supongo que tú lo haces por razones correctas.

—Puedes estar seguro de que no estoy aquí engañado —respondió el otro impaciente.

—Pues desengáñame de una vez. ¿Por qué dicen que nació en Belén cuando, en realidad, nació en Nazaret? Empecemos por ahí —pidió Rafael, harto de aquella disputa sobre las razones.

El inglés también parecía tener ganas de zanjar el asunto de una vez, de modo que empezó una explicación sucinta sin pedir la opinión de nadie, en el tono profesoral de quien siempre se ha sentido sabedor de la verdad y no de una versión ilusoria inventada para creyentes crédulos.

Jesús, o Cristo, no nació en Belén ni en Nazaret. Se supone que María lo dio a luz en los alrededores de Jerusalén, en el año 5 antes de Él mismo, según el calendario gregoriano y juliano. El porqué de estas extrañas cuentas tiene que ver con la elaboración de dichos calendarios. El último, impuesto por decreto en la bula Inter gravissimas de Gregorio XIII, tardó más de tres siglos en ser adoptado por todo el mundo, tras su entrada en vigor el 15 de octubre de 1582, un viernes. Lo curioso es que la víspera, el jueves, había sido 4 de octubre, luego le habían cortado once días al año. Aciertos y desaciertos cronológicos que hacían posible, al menos desde el punto de vista teórico, evidentemente, que Jesús hubiera nacido cinco años antes de Él mismo, o sea, en el año 5 a. C. Herodes el Grande reinó hasta el año 4 a. C. y, toda vez que el heredero de David tuvo que huir de la demencia de aquel lunático, según palabras de Robin, tuvo que nacer, obviamente, antes de la muerte del rey.

—Olvida todo lo que sabes o piensas que sabes sobre Jesús —recordó Robin.

Su padre no era, ni lo había sido nunca, carpintero. José era de sangre real, descendía de Jacob, Salomón, David, Abraham, Isaac, Abías, Manasés. José provenía de un linaje noble y, en consecuencia, su hijo Jesús también.

—Según Mateo —interrumpió Rafael—. Lucas va más lejos y lo proclama descendiente de Adán y de Dios.

—El que hace un cesto… —sugirió Robin retomando el hilo de su discurso—. ¿Por qué era necesario que Jesús naciera en Belén y no en Jerusalén o en Nazaret, aun a costa de incurrir en un error? —preguntó retóricamente—. Porque así lo había anunciado el profeta Miqueas: «Y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre las principales ciudades de Judea, porque de ti va a salir el Príncipe que ha de apacentar a mi pueblo de Israel». —Rafael reconoció las palabras de Mateo—. Pero hay más. Comencemos por el principio, por el nacimiento de Jesús, que fue concebido —dibujó unas comillas ficticias en el aire— «por el poder del Espíritu Santo». ¿Y por qué? Para que se cumpliera lo que el Señor había dicho a través del profeta Isaías: «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo; y lo llamará Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros». Es verdad que Mateo tenía tendencia a inventar este tipo de cosas o tal vez leyera muy mal y tuviera mala memoria, porque, como sabes perfectamente, Isaías nunca dijo tal cosa.

—«La joven está encinta y va a dar a luz un hijo» —citó Rafael.

Robin asintió con la cabeza.

—Después Herodes llamó en secreto a los magos para que se dirigieran a «Belén» —volvió a poner comillas al decir Belén— y averiguaran el paradero del niño, que, entretanto, había huido a Egipto, pues el Señor se apareció en sueños a José y le ordenó que partiera para allá y permaneciera allí hasta nueva orden —se levantó y adoptó una pose teatral—, como había anunciado por medio del profeta Oseas: «Desde Egipto llamé a mi hijo».

Acto seguido, el engañado Herodes ordenó matar a todos los niños de Belén hasta los dos años de edad, cumpliendo la profecía de Jeremías: «Se oyó una voz en Ramá, una lamentación y un gran llanto: es Raquel, que llora por sus hijos y no quiere ser consolada, porque ya no existen».

Herodes murió y el ángel del Señor volvió a mostrarse en los sueños de José para ordenarle que regresara a Israel. Como Arquelao, el hijo de Herodes, era el tetrarca de Judea, José prefirió establecerse en Galilea, más exactamente en Nazaret, cuyo tetrarca era el hermano de Arquelao, Herodes Antipas, cumpliendo así otra profecía: «Él será llamado el Nazareno».

Aquí Robin se detuvo y suspiró. Estaba cansado de tanto hablar y tenía la boca seca. Volvió a sentarse pesadamente.

—No se sabe a qué profecía alude Mateo. En el Antiguo Testamento no hay ninguna mención a Nazaret ni a ningún nazareno. Se supone que se confundiría de nombre o que no lo traduciría correctamente. Probablemente no sería Nazaret, sino Nazareno, como Juan el Bautista, alguien consagrado a Dios por voto propio o de sus padres.

—¿Adónde pretendes llegar con todo esto? —interrumpió Rafael, harto ya.

—¿Es que no ves más allá de tus narices? —replicó el inglés—. Parecéis idiotas. —El italiano no se dignó responder. No estaba entendiendo nada—. ¿Crees que Jesús y sus parientes no habían leído la Biblia? —preguntó Robin arrogante—. Fuera cual fuere el nombre que le dieran los judíos.

—Leían la Biblia judía —respondió, al acordarse de las explicaciones de Jacopo a Gavache en la iglesia de San Pablo y San Luis la noche anterior.

—Exactamente, o sea, sabían todos los pasos que tenían que dar para presentar al heredero de David, el Mesías, al mundo. Y los Evangelios se limitaron a acentuar ese hecho.

En el Israel del siglo I ningún carpintero poseía los bienes necesarios para emprender viaje a Jerusalén para la celebración anual de la Pascua judía. Y no era necesario, según el apasionado relato de Robin, consultar textos apócrifos o no incluidos en la Biblia para saber que la familia de Jesús iba todos los años a la celebración de la Pascua judía, como era costumbre de quienes podían permitírselo. Algunos de estos viajes están descritos en las Sagradas Escrituras. Cuando se hizo adulto, Jesús siguió yendo con sus seguidores.

—Incluso murió durante la Pascua, si decidimos creer en eso.

—Solo falta que digas que eso tampoco es verdad —murmuró Rafael molesto.

El jesuita se levantó de pronto. No era algo que pudiera decirse sentado. Estaba visiblemente consternado.

—Todavía no lo sabemos.

—¿Y quién lo sabe? —preguntó Rafael con impaciencia.

Robin bajó la mirada hacia el irritante sacerdote italiano que todavía mostraba aquella rebeldía infantil.

—Entonces es que no tienes ni idea de lo que está pasando, ¿verdad?

Rafael negó con la cabeza con aire de quien ni sabe ni está interesado en saber. Era, simplemente, interés profesional.

—¿Te acuerdas de los manuscritos que hablaban de huesos? —soltó el inglés.

—Claro.

—Hablamos de los huesos de Cristo.

—¿Cómo? ¿Podrías repetir? —preguntó atónito. ¿Había oído bien?

—Hablamos de los huesos de Cristo —repitió el jesuita.

Ahora fue Rafael quien se levantó. ¿Qué demonios de conversación era aquella? ¿Los huesos de Cristo? No podía tratarse más que de una broma. Se echó a temblar en su interior, de nervios. ¿Loyola había ido a buscar esos huesos a Jerusalén?

—¿Estás bromeando, Robin?

—Qué más quisiera —respondió con una sonrisa áspera—. Hace casi quinientos años que la Compañía de Jesús protege esas reliquias con la vida, frente a amenazas constantes de dentro y fuera de la Iglesia.

Rafael bufó. No se encontraba bien. Aquello iba en contra de todo cuanto le habían enseñado. El Evangelio de María Magdalena mencionaba la localización de los restos mortales de Jesús. Eso era el descrédito total. Todo lo que había aprendido, todo por lo que había luchado, ¿estaba basado en una mentira? Un intenso rubor acompañado de un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tenía el corazón desbocado, incluso le costaba respirar. Además, estaba el llamado Evangelio de Jesús. Todo era confusión.

—Y ahora dime, querido amigo, ¿cómo esperas salvar a la Iglesia si ni siquiera te dicen la verdad? —insistió Robin como si estuviera hurgando con un puñal en el ya herido vientre de Rafael.

El italiano volvió a sentarse. Estaba sudando. Se desabrochó la chaqueta y respiró hondo varias veces. Logró rehacerse.

—¿Han analizado los huesos? —quiso saber.

—Naturalmente. La ciencia apunta a que esos huesos pertenecieron a alguien que vivió en los siglos I a. C. o I d. C. Se encontraron en un sepulcro excavado en la roca, en la iglesia del Santo Sepulcro, que hoy es inaccesible. Estaban en una urna sin decoración, que contenía solamente una inscripción: «Yeshua Ben Josef». —Rafael cerró los ojos. No quería oír aquello. Cada palabra que salía de la boca de Robin era como un puñal apuntado al pecho—. Claro, que Yeshua y Josef eran nombres frecuentes en la Jerusalén del siglo I —prosiguió el inglés—. Como María Magdalena, Marta, Pedro, Jacob y Andrés.

—Estás dando las justificaciones de los historiadores a sueldo de la Iglesia a quienes se les pide que refuten una idea —acusó Rafael.

—Pero es que es verdad. El descubrimiento reciente, aireado en todos los medios de comunicación internacionales, entre ellos el canal Discovery y James Cameron, del sepulcro de Talpiot ha venido a reforzar la idea de que eran nombres frecuentes.

¿Qué probabilidades había de que hubiera dos sepulcros con nombres iguales en diferentes puntos de la ciudad? Había un Jesús, un José, una que no se sabía muy bien si era María, Magdalena o María y Magdalena en la misma urna, o bien ni una ni otra, sino Marta, otro nombre frecuente que también podía significar María o Marta. Las dudas eran muchas y las respuestas escasas. La única diferencia era que de un sepulcro nadie había oído hablar mientras que del de Tapiot…

—¿Estás queriendo decir que los huesos que Loyola trajo de Jerusalén pueden ser de Él? —preguntó Rafael. Prefería la duda, el misterio, a una certeza irrefutable.

—Exactamente eso es lo que estoy diciendo, a pesar de que se haya encontrado el emplazamiento exacto que indicaba el Evangelio de María Magdalena. Los secretos valían mucho por aquel entonces. Los judíos eran expertos en esconder las cosas, indicar lugares que no correspondían. Todavía hoy son así. La iglesia del Santo Sepulcro puede corresponder al lugar donde fue sepultado… o no —dijo con cierta repugnancia—. Y no olvides que tenemos el asunto de Ben Isaac, que conserva el Evangelio de Jesús, escrito por Él mismo en Roma en el año 45 d. C. —Rafael resopló. Aquello era demasiado—. Eso es lo que Ben Isaac guarda desde hace más de medio siglo. Llegó a un acuerdo con la Iglesia, el Statu quo, casi una invocación al acuerdo del mismo nombre que sigue en vigor al día de hoy en la iglesia del Santo Sepulcro. Se dice que pagó mucho dinero para que la Santa Sede le permitiera quedarse con el documento —inspiró profundamente. Estaba cansado. Cuando tocó renovarlo en 1985, Peter, el superior general de la Compañía, exigió a Wojtyla que no firmara la prórroga, pero el polaco no le hizo caso. Quiso deshacerse rápidamente de la patata caliente y así fue. Robin estaba de acuerdo con el superior general de entonces. Fue un error. Probablemente a cambio de algunos millones más.

—Y ahora no queréis correr el riesgo de que el papa Ratzinger haga lo mismo —concluyó Rafael.

—¡No podemos, Santini! —exclamó Robin—. El hecho de que estés oyendo esta historia por primera vez nos lo debes a nosotros. No es mérito del Vaticano, sino nuestro —dijo golpeándose el pecho con la mano—. En lo que de nosotros dependa, nada se sabrá de esto.

—Ben Isaac y la Iglesia han hecho un buen trabajo.

—¿Hasta cuándo? —murmuró el jesuita—. Esto es una demostración de que el papa no confía en nosotros, Rafael.

El italiano suspiró. Los miembros de la Compañía tenían la cabeza dura y no valía la pena intentar rebatirles.

—¿Y crees que vale la pena matar por esto?

—¿Es que no entiendes la gravedad de lo que te acabo de contar? —replicó Robin muy serio.

—Ni siquiera saben si son Sus huesos. En cuanto al Evangelio, podría haberlo escrito cualquiera. Sabes perfectamente que la autoría de los Evangelios, apócrifos o canónicos, nunca se ha determinado rigurosamente. También se atribuyó a Moisés la autoría del Pentateuco, donde narra su propia muerte, caramba. Todo es confuso. Nadie sabe nada. —El inglés pataleaba el suelo frenéticamente—. Por muy grave que sea, no vale cuatro muertes, Robin.

—No me meto en las decisiones estratégicas —se justificó el jesuita lavándose las manos.

—Estamos en el mismo barco. Nada de esto justifica el secuestro del hijo de Ben Isaac. Espero sinceramente que no sea la víctima número cinco.

El inglés le miró con expresión de sorpresa.

—Nosotros no hemos secuestrado al hijo de Ben Isaac.

—Déjate de bromas, Robin —protestó Rafael—. Han matado a cuatro de los caballeros y han secuestrado al hijo del judío. No vale la pena negarlo. Y menos después de todo lo que me has contado.

Estaba visiblemente irritado.

—Rafael, te doy mi palabra de que no tenemos nada que ver con el secuestro de su hijo. Al menos, que yo sepa y, normalmente, suelo saber.

El italiano se levantó. Seguía acalorado y con el corazón desbocado. Miró el reloj y vio que marcaba las doce y media.

—Creo que por hoy está bien.

—Siempre es un placer servir a un enviado del sumo pontífice, aunque nos apunte con un arma a la cabeza —ironizó Robin.

—¿Cómo va a acabar esto?

—¿Quieres saber lo que he descubierto en todos estos años de experiencia? —El inglés hizo una pausa para avivar la curiosidad de su interlocutor—. Al final siempre sale todo bien.

Rafael se dirigió a la puerta.

—Esperemos que sí.

—Para ti será fácil hacer una predicción —dijo el inglés al tiempo que se acercaba al escritorio y descolgaba el auricular del teléfono—. No esperarás salir de aquí con vida después de todo lo que te he contado, ¿verdad? —Alguien respondió al otro lado de la línea—. Tenemos una fuga. Código rojo.