50

La voz retumbaba por las torres de sonido en un inglés perfecto. Todos escuchaban en absoluto silencio, había incluso quien no se atrevía a respirar. La mano de Garvis se mantenía en el aire pidiendo contención de gestos y palabras. Ben Isaac se encontraba de pie, junto a la mesa grande de la sala, repleta de artefactos electrónicos. Algunos técnicos estaban sentados con los auriculares puestos para oír lo que se decía de uno y otro lado. Otros registraban la llamada en un software especial que ilustraba las voces con gráficos de colores chillones que saltaban a la vista en la pantalla del ordenador.

Sarah abrazaba a Myriam, que permanecía sentada en el sofá, desconsolada y sobresaltada a cada sílaba de voz que salía de los altavoces. Era el hombre que estaba haciendo daño a su hijo. Frío, calculador, pérfido, implacable.

—Tenga calma, Myriam —le susurró la joven al oído—. Todo va a salir bien. Ya va a terminar —afirmó.

La judía quería creer en aquellas dulces palabras, pero sabía que no pasaban de ser un analgésico para el alma.

—Escuche con atención porque solo lo diré una vez —comunicó la voz masculina por los altavoces—. Aunque no ha hecho caso de nuestras instrucciones de deshacerse de la periodista, vamos a darle una última oportunidad. —El énfasis en la palabra «última» no pasó desapercibido a nadie—. Será ella quien haga la entrega de los pergaminos. Si Sarah Monteiro no está dentro de dos horas en la Gare du Nord con los pergaminos en su poder, su hijo morirá. No volveremos a hablar. Ciao, Ben Isaac.

Y colgó bruscamente. Había sido muy claro. No había lugar a dudas. Todas las miradas se centraron en Sarah, que se ruborizó de nerviosismo. Todo escapaba a su control desde que había dejado a Francesco en la habitación del Grand Hotel Palatino. La conversación con William en el Palazzo Madama, las instrucciones, su ida al encuentro de Isaac, el vuelo, los mareos, todo transcurría de un modo totalmente ajeno a su voluntad. Otra vez la vida le demostraba que cualquier sensación de control era pura ilusión. Sarah no necesitaba más demostraciones. Lo sabía desde hacía mucho, desde lo de Firenzi, JC, Rafael, desde Simon Templar y John Fox. Ben Isaac, Myriam, el hijo de ambos, el inspector francés, el inglés, todos aquellos artefactos para detectar lo indetectable, la llamada telefónica, Francesco, Rafael otra vez, siempre… Nada de todo aquello le impresionaba. Nadie controlaba nada, puede que Dios, si existía, los controlase a todos.

Myriam abrazó a la periodista muy fuerte.

—Tráigame a mi hijo, Sarah —suplicó desesperada—. No permita que le hagan daño. No lo permita.

Garvis bajó la mano y se desató un frenesí en un caótico orden que solamente los implicados comprendían.

—¿Tenemos la localización? —preguntó el inspector inglés.

—Roma —dijo uno de los técnicos.

—Jerusalén —dijo otro.

—Londres.

—Dusseldorf.

—Oslo.

—En mi opinión no tenemos la localización, ¿verdad, Jean Paul? —intervino Gavache.

—Estamos perdidos, señor inspector.

—¿Qué pasa? La llamada telefónica ha durado más de un minuto —inquirió Garvis molesto.

—Un minuto y cincuenta y seis segundos —añadió Jean Paul para ponerle el punto exacto a la información.

—No conseguimos localizar el origen de la llamada —afirmó uno de los técnicos—. Solo se me ocurre que saben que los estamos monitorizando.

—Me parece una buena conclusión —coincidió Gavache, tragándose el humo del cigarrillo—. Si no, serán ellos los que nos monitoricen a nosotros.

Ben Isaac estaba furioso. Arrastró una silla y se sentó.

—¿Y ahora? ¿Y ahora qué va a ser de mi hijo?

—¿Ahora? ¿Y ahora, Jean Paul? —preguntó Gavache mirando a Ben Isaac.

—Hacemos lo que dicen ellos —respondió la voz del ayudante invisible en medio de tanta gente.

Gavache desvió la mirada del judío a la inglesa, que abrazaba a Myriam. Garvis se acercó a ella.

—¿Está dispuesta a hacer lo que han dicho los secuestradores, Sarah? —preguntó el inspector inglés.

La joven no respondió inmediatamente. Sintió que los brazos de Myriam le apretaban cada vez con más fuerza. Era como si, además de la vida de su hijo, también la suya dependiera de la respuesta de Sarah. El rostro de la periodista enrojeció. No cabía dar otra respuesta.

—Pueden contar conmigo —acabó por decir tímidamente. No se sentía una heroína, todo lo contrario.

El abrazo de la judía se hizo aún más intenso, si cabe.

—Gracias, Sarah. Es usted un ángel.

—No estaba hablando por hablar, Myriam —susurró la periodista al oído de la afligida mujer, como si dispensara un calmante—. Todo va a salir bien.

—Muy bien —aplaudió Gavache.

—Necesito su ayuda —avisó Garvis al inspector francés—. Tenemos poco tiempo y la parte crucial se desarrolla en su país.

Bien sur. Descanse, Garvis. Voy a comunicar la situación al ministro del Interior y a preparar el equipo —dijo Gavache con mucha calma—. De usted lo único que necesito es que tenga a la periodista en París en el plazo exigido por los secuestradores.

—Voy a preparar inmediatamente un avión —informó Garvis al tiempo que sacaba el móvil de un bolsillo que llevaba en el cinturón.

—Jean Paul —llamó Gavache. Su acólito apareció a su lado casi antes de que el inspector terminara de pronunciar el nombre—. Vas a escoltar a Sarah desde el primer minuto hasta el último. Dale toda la protección que pueda necesitar. No te olvides de su estado. Proporciónale todas las comodidades posibles. ¿Entendido? —preguntó en francés.

—Perfectamente, señor inspector.

—Protégela con tu vida si fuera necesario. Me reuniré contigo más tarde. —Se acercó a Ben Isaac, que se tapaba el rostro con las manos, como si cargara con el peso del mundo, de su mundo, por lo menos, y le puso una mano en el hombro—. Estamos cumpliendo nuestra parte. Ha llegado la hora de cumplir la suya.

El judío se retiró las manos de la cara y miró al francés con expresión arrogante.

—Dígame, inspector. ¿Qué entiende por cumplir su parte?

—Mire a su alrededor. —Levantó una mano e hizo un gesto señalando la sala—. Un equipo internacional de hombres volcados en resolver su problema. Nadie conoce a su hijo, pero harán todo lo posible por recuperarlo sano y salvo. Como si fuera su propio hijo. Pueden, Dios no lo quiera, perder la vida en el intento. Una mujer que podría perfectamente haberle vuelto la espalda va a entregarse voluntariamente sin pedirle nada a cambio, nada más que por solidaridad. Estamos cumpliendo con nuestra parte, Ben Isaac.

El banquero permaneció sentado con la mirada perdida. Consideraba mentalmente todas aquellas razones. Luego miró a la periodista con desdén y le dijo:

—¿Por qué? —Sarah no entendió la pregunta. El cansancio, las náuseas. Reaccionaba con lentitud—. ¿Por qué se arriesga por nosotros? A fin de cuentas, nos conoce desde hace unas pocas horas. Intenté matarla —insistió.

Sarah bajó la vista. Deber, solidaridad, ética, amor al prójimo. Razones no faltaban. Ben Isaac podía escoger la que quisiera.

—Los secuestradores no me han dado opción —decidió responder con una media sonrisa. Estaba nerviosa.

—No quiero entregar los pergaminos —acabó por confesar el banquero.

Garvis, que se había ausentado en ese tiempo, regresó al grupo.

—Están preparando el avión en este preciso momento. Estará listo para despegar de Gatwick dentro de veinte minutos. Tenemos que darnos prisa.

—Estamos pendientes del doctor Ben Isaac —replicó Gavache—. Parece que no quiere colaborar, ¿no es así, Jean Paul?

—Correcto, señor inspector. No quiere pagar el rescate.

—Algo tenemos que darles —explicó Garvis—. Pondremos un detector en los pergaminos. Estarán siempre localizables —añadió.

—¿Ya ha visto con quiénes nos estamos enfrentando, inspector Garvis? Siempre nos llevan la delantera.

Este se acercó a Gavache con aire cómplice.

—Vamos a tener que improvisar. Podemos utilizar unos falsos.

—Si la entrega la efectuara un agente, no lo dudaría ni un minuto, Garvis. Pero estamos enfrentándonos con profesionales y va a ser un civil inexperto quien exponga su pecho a las balas. —Se volvió hacia Sarah, que le escuchaba con aprensión—. En sentido figurado, claro. No me parece bien que lleve unos falsos en lugar de los originales.

—Tiene que haber otra solución —dijo Ben Isaac.

Myriam se soltó del abrazo de Sarah y se dirigió a su marido. Las lágrimas le corrían a raudales por el rostro. La bofetada que dio a su esposo fue de tal intensidad que le dolió a todo el mundo, incluida ella misma.

—Todo esto es por tu culpa, Ben Isaac. —Le lanzó una mirada dolorida y, al mismo tiempo, fría—. ¿Quieres matar a mi hijo? ¿Eso es lo que quieres? ¿Quieres enviar a la muerte a una inocente con papeles falsos? Este no es el hombre con el que me casé. —Dio media vuelta y salió de la sala.

Tras la representación de aquella escena conyugal a la vista de todos se hizo el silencio. Siempre es violento presenciar las intimidades de un matrimonio. De un marido y una mujer…

Garvis miró su reloj y frunció el ceño.

—No tenemos mucho tiempo.

—¿Cómo vamos a hacer, doctor Ben Isaac? —presionó Gavache mientras se llevaba el cigarrillo a la boca.

El judío tomó una pluma, garabateó algo en un papel y se lo entregó al francés con expresión resignada.

—El código de la caja fuerte.

Gavache se lo pasó a Jean Paul, que salió a paso vivo en dirección al sótano.

—Señorita Sarah —llamó Garvis—, esperaremos los pergaminos en el coche. Tenemos que darnos prisa. El tiempo apremia.

Dos agentes escoltaron a la periodista hasta el vehículo. Garvis se puso la chaqueta y vio que Gavache se sentaba al lado de Ben Isaac.

—¿No viene usted? —preguntó el agente inglés.

—Jean Paul va a escoltar a la mujer. Iré más tarde.

—En cuanto la deje en el avión el problema pasa a ser suyo.

—No se preocupe, está todo controlado. Gracias, Garvis. —Después miró al derrotado Ben Isaac—. Ahora quiero oír la maravillosa historia que nos iba a contar antes de que nos interrumpiera la llamada telefónica. Hábleme de Jesucristo.