—¿Manuscritos? ¿Qué manuscritos son esos? —preguntó Schmidt mirando por la ventana.
Una tromba de agua fustigada por el viento caía sobre Roma. Abajo, en la santa plaza, unos héroes intentaban resistir sujetando el paraguas mientras otros corrían a guarecerse bajo la columnata. Unas nubes negras se cernían sobre la Ciudad Eterna como si se estuviera preparando el diluvio universal. A la derecha, la basílica resistía con la solidez de una roca las inclemencias del tiempo y las plegarias de los hombres que acataban su santidad. Los turistas y los fieles parecían insectos que huyeran del agua y se resguardaran bajo su inmenso techo. Era la una de la tarde en Roma, la misma hora que en el Vaticano, y en lugar de la hora de comer, parecía de noche.
—Hoy no va a cambiar el tiempo —observó William sin manifestar agrado ni desagrado.
—Si fuera un asunto oficial, lo comprendo —se disculpó Schmidt. No quería, de ninguna manera, poner a Tarcisio en una posición difícil. Tenía bastante con lo que estaba sucediendo.
William dirigió una mirada apesadumbrada al secretario. Evidentemente, no iba a compartir su secreto papal con un simple sacerdote que, además, podía dejar de serlo muy pronto.
—Es confidencial —confirmó el piamontés molesto. Prefería revelarlo todo y dejar que la mente más lógica y racional del Austrian Eis analizara el caso y sacara conclusiones, pero no podía enfrentarse a William.
Ironía del destino o argucia divina, denomínese como se quiera: Trevor, el asistente del secretario de Estado, llamó suavemente a la puerta y entró con un teléfono inalámbrico en la mano.
—Eminencia, disculpe que le interrumpa —dijo con miedo.
—¿Qué pasa, Trevor?
—Una llamada para el cardenal William.
—¿Quién es? —preguntó el prefecto acercándose al asistente.
—David Barry, de Londres, eminencia.
William tomó el aparato, aunque lo correcto sería decir que se lo quitó de las manos a Trevor.
—Si no les importa, voy fuera a hablar, señores.
—Haga lo que tenga que hacer, William —dijo Tarcisio.
El cardenal salió con Trevor siguiéndole los pasos y los otros dos hombres continuaron contemplando el temporal que se abatía sobre la plaza.
—Si sigue así, el Tíber se va a desbordar —alertó Schmidt.
—Esperemos que amaine. Voy a pedirlo en mis oraciones —suspiró Tarcisio, que dio la espalda a la ventana y fue a sentarse en el gran sofá de cuero. Ya no tenía edad para enfrentarse con las Sodoma y Gomorra que contaminaban a la sociedad. El mundo estaba cayendo en descrédito y, como todo en el día de hoy, a una velocidad asombrosa. Encontrar jóvenes capaces de dedicarse a algo que no fuera una videoconsola o un ipod era como hallar una aguja en un pajar. El consumismo constituía la nueva religión y cada día que pasaba ganaba adeptos con mayor facilidad que cualquier otra.
Un rayo iluminó unos momentos la oscuridad del día y segundos después retumbaba un trueno con la voracidad de un terremoto.
—¡Dios nos libre! —se asustó Tarcisio—. Siéntate junto a mí —rogó a Schmidt—. Voy a contarte la historia de los manuscritos.
El austriaco se acercó a su amigo, pero levantó una mano.
—Tarcisio, no quiero que me cuentes cosas que no puedes o no debes contar —rogó con firmeza—. La amistad no está por encima del deber.
El secretario sonrió. Un consejo semejante solo podía provenir de Schmidt, más preocupado siempre por el bienestar de los demás que por el suyo propio. Hombres como su amigo austriaco, un ser angélico como pocos, estaban en vías de extinción.
—Siéntate, amigo mío —volvió a suspirar consternado—. El problema es que no me fío de William.
—¿Cómo es eso? —preguntó Schmidt con curiosidad, y se sentó al lado de su amigo italiano.
—No sé si es de confianza.
—Es un cardenal de la Iglesia católica apostólica romana, un príncipe de la Iglesia, como tú. Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. ¿Qué más pruebas necesitas? —argumentó Schmidt.
—Conozco su currículum, Hans. El problema no está en el currículum, ni siquiera en el empeño con el que se dedica a la Iglesia —atajó el piamontés escogiendo bien las palabras—. No sé de qué lado está ni cuáles son sus objetivos.
—¿No será una impresión tuya? —preguntó Schmidt en tono condescendiente—. Sus métodos han cosechado frutos. El tal Rafael ha conseguido información, la mujer está con Ben Isaac. Escepticismos aparte, ya nos dio un sospechoso, y menudo sospechoso. La Compañía de Jesús.
Tarcisio escuchaba los argumentos de Schmidt con atención. Un análisis frío, basado en hechos, relegando a segundo plano opiniones y emociones. Así era el austriaco. Por eso lo necesitaba.
—Tal vez sea solamente una impresión —asintió el italiano.
—Eso será. Está de nuestro lado —afirmó su amigo.
—Vamos a dejarlo —decidió el secretario; y cambió de tema—: Los pergaminos de los que te hablo fueron mencionados por primera vez en tiempos de León X, más exactamente en 1517.
»Un prelado a quien él había nombrado cardenal, Egidio Canisio, tenía como profesor de hebreo a un hombre de gran prestigio y con muy buenas relaciones en Jerusalén, llamado Elías Levita. Fue él quien le habló de un documento que mencionaba el lugar donde reposaban los huesos de Cristo.
—Eso sería un descalabro —aseveró Schmidt.
—Y León X lo sabía perfectamente. A pesar de ser un excéntrico y un bon vivant, era sutil, un hombre de negocios más que de la Iglesia.
—Ya lo sé. A él se le ocurrió la genial idea de vender indulgencias —dijo el austriaco, sarcástico.
—No me lo recuerdes. Ofreció la concesión de las indulgencias para todo el territorio alemán al dominico Johan Tetzel. Por eso Lutero… fue lo que fue e hizo lo que hizo.
—Pero eso es agua pasada —replicó Schmidt recordando el tema que estaban debatiendo.
—Pues sigamos. León X lo mantuvo todo en secreto y encomendó a un primo suyo que supervisara personalmente el asunto. Giulio se dio cuenta de que para controlar la situación necesitaba conseguir los pergaminos y eliminar a los testigos, y descubrió al hombre idóneo para hacerlo.
—¿Quién? —quiso saber el austriaco.
—San Ignacio.
«Los jesuitas», pensó Schmidt.
Tarcisio reparó en la relación que acababa de establecer su amigo. Al final la mención de Rafael no resultaba tan descabellada.
—Loyola cumplió con su cometido —afirmó Schmidt para hacer que el otro siguiera hablando.
—La recompensa fue la Compañía de Jesús. Loyola trajo los pergaminos y mucho más que eso —dijo Tarcisio con aire pensativo.
—Los huesos de Cristo —añadió Schmidt. El piamontés asintió pesadamente, como si decirlo de viva voz fuera demasiado espinoso—. ¿Dónde están esos documentos?
—Los jesuitas son sus fieles depositarios. Solo se los dejan ver al papa la noche de su elección.
—¿Y los huesos?
—También están en su poder —explicó Tarcisio abatido.
El austriaco se levantó y se dirigió otra vez a la ventana. Su aguda mente analizaba fríamente toda la información. Acontecimientos históricos, personalidades consagradas, prestigio, leyendas, mitos, nada de eso importaba. Solo la información valorada con cierto menosprecio. Los sentimientos eran enemigos de las decisiones ponderadas. Deambuló de una ventana a otra, de la mesa de escritorio al sofá, entre las butacas, cruzando los datos que Tarcisio le había proporcionado con lo que había conocido la noche anterior.
—Ahora bien, si Loyola recuperó los pergaminos y los huesos y quedó como fiel depositario, de ahí se desprende el poder de los jesuitas y su dependencia directa del papa, entre otras muchas cosas. Queda solo una pregunta, partiendo de la base de que los propios jesuitas están implicados en esto —dijo Schmidt mientras caminaba de un lado a otro cruzado de brazos y con una mano en el mentón. Tarcisio aguardó expectante la formulación de tan solitaria pregunta—. ¿Qué pieza les falta? —Tarcisio puso cara de no entender—. León X fue el primero en abordar el problema, puso a su primo, el futuro Clemente VII, como supervisor. Este, a su vez, recuperó los documentos que podrían acarrear problemas, además de los supuestos huesos. Problema resuelto. ¿Qué les falta? —resumió el austriaco—. ¿Qué puede ser más importante que los… huesos de Cristo? —Esto último lo dijo con sordina.
—El Evangelio de Jesús —informó Tarcisio.
Schmidt lo miró incrédulo.
—¿Qué has dicho?
—Lo que has oído. Eso es lo que están buscando. —Era el turno de Tarcisio; se levantó y se puso a atar cabos—. Como bien has dicho, lo tienen todo menos esa pieza del puzle. Eliminan a cuantos han tenido alguna relación, directa o indirecta, con la reliquia y se convierten en sus fieles depositarios, como pasó con Loyola.
Era eso. No podía ser otra cosa. Así de sencillo, silencioso y cruel.
—Con una diferencia —objetó Schmidt—: esta vez sin el consentimiento del papa.
—La disidencia de los jesuitas no es de ahora. Se remonta a los comienzos del papado de Lolek. Habían tenido algunas disputas con otros pontífices y, mal que bien, habían acabado por resolverlas. Pero la mayor interferencia fue sin duda la de Wojtyla, cuando la dimisión de Pedro Arrupe. Ningún papa había nombrado un delegado pontificio para presidir la Congregación General que elegiría al nuevo superior general. Los jesuitas quedaron muy resentidos y ofendidos por ese gesto. Lo consideraron una insurrección del papa —explicó Tarcisio.
—Pero Paolo Dezza, el delegado que escogió Lolek, era jesuita —objetó el austriaco para demostrar que se estaba dando cuenta de adónde quería llegar.
—Pero no lo nombraron superior general.
—Porque Pedro Arrupe no estaba en condiciones de hacerlo —replicó Schmidt con cierta indignación—. El accidente vascular cerebral le había dejado con parálisis facial y le había afectado al habla.
—Vete a explicarles eso —argumentó Tarcisio. Y añadió—: Para muchos jesuitas fue un ultraje.
Schmidt frunció el ceño y cambió de tema:
—Conque andan detrás de ese Evangelio… Nunca había oído hablar de él. Me figuro que estará en poder de Ben Isaac.
Tarcisio asintió.
—Ese Evangelio es muy intrigante.
Según el relato del piamontés, se menciona por primera vez en el Evangelio de María Magdalena, el mismo que señaló correctamente la ubicación del sepulcro de Cristo. ¿Quién mejor que la Magdalena para saber dónde estaba? ¿Y quién mejor que la Magdalena para guardar un evangelio cuyo autor era su propio compañero?
—Entonces, ¿Loyola no recuperó el Evangelio? —quiso saber Schmidt.
—No consiguió dar con él. Y el de la Magdalena no estaba completo, como sabes.
»Fue Pío IX quien volvió a preocuparse por el tema en el siglo XIX. Se enteró del secreto y organizó un grupo de hombres de confianza para tratar el asunto. Encontraron tres pergaminos más que mencionaban el Evangelio de Jesús y, más grave todavía, cuándo y dónde se escribió y por quién… Pero nada del Evangelio.
Tarcisio se secó con un pañuelo el sudor que le cubría la frente y prosiguió:
—Todos los intentos posteriores de encontrar el Evangelio resultaron infructuosos. La única certeza era que existía de verdad… hasta Ben Isaac.
—Hasta Ben Isaac —repitió Schmidt mirando a su amigo—. Aquí hay algo que me causa extrañeza. La Compañía y la Iglesia están del mismo lado. ¿Para qué todo esto? ¿No se puede dialogar y llegar a un acuerdo? Ellos quieren el Evangelio. ¿Por qué no negociar con Ben Isaac? ¿Por qué tanto sufrimiento?
Tarcisio sonrió y a continuación se levantó, no sin algún esfuerzo que lo hizo resollar.
—Ya hace algún tiempo que la Compañía y la Iglesia no están del mismo lado.
Volvió a contemplar la plaza que se extendía allá abajo, vacía, batida por el viento norte y las incesantes ráfagas de lluvia.
—Pero ¿ya han hablado del asunto? —preguntó el austriaco.
—Muchas veces —respondió Tarcisio con pena—. Hoy volveré a reunirme con Adolfo.
—Déjale claro que sabes lo que está pasando. Ponle entre la espada y la pared —sugirió Schmidt.
—Es inútil, Hans. Parece que estoy hablando con el presidente del consejo de administración de una gran empresa. Hay muchos intereses en juego. Ellos son conscientes de que no pueden atacarnos directamente. —Suspiró y tomó de nuevo el pañuelo para secarse el sudor de la frente—. Y nosotros, tampoco.
William volvió al despacho papal. Venía acalorado, visiblemente cansado.
—La CIA está encima de nosotros —acabó por decir.
—Lo que nos faltaba —murmuró Tarcisio.
—¿Qué tienen que ver en esto? —preguntó Schmidt.
—¿Qué tienen que ver con nada? —protestó el secretario, que después miró a William—. Disculpa, William, pero tus compatriotas siempre se meten donde no les llaman. —El cardenal podía haber dicho: «Quién fue a hablar», pero prefirió quedarse callado. Aparte de que no le faltaba razón a Tarcisio—. ¿Qué quieren?
—Saber de Rafael, Ben Isaac y compañía. Suponen algo, pero todavía no saben muy bien qué es. Tienen problemas. Y tienen a Jacopo. Les he dado algunas migajas a cambio de su liberación.
—No tenías que haberles dado nada. A Jacopo lo dejarán libre en cuanto acabe con su paciencia. ¿Nos van a molestar?
—No creo.
—¿Noticias de Rafael?
—Va a cenar con el director de la CIA en Memmo. Ahora está en la boca del lobo en Mayfair, en la Inmaculate Conception.
Tarcisio susurró:
—Esperemos que salga de allí intacto.