Se puede y se debe desconfiar de todo aquello que se sobrentiende. Que un penitente dijera que tenía un arma apuntando a la cabeza de un confesor no era razón suficiente para creerle. Era necesaria una demostración empírica que la rejilla de madera que los separaba ocultaba. El confesor abrió la portezuela de la rejilla y vio el cañón del arma apuntando a su cabeza, siguió la mano hasta el cuerpo e identificó al hombre que la empuñaba. De esta forma la deducción quedaba zanjada.
—¿Rafael?
—Robin.
—¿Qué estás haciendo aquí? Baja eso. —Intentó no alzar demasiado la voz. Las cabinas del confesionario no tenían aislamiento acústico. Rafael no le hizo caso. Siguió apuntándole con la Beretta, asida con una sola mano, con el pestillo de seguridad todavía echado—. ¿Qué pasa? —preguntó Robin.
—Dímelo tú. Pon las manos donde las pueda ver. —No estaba bromeando.
Robin parecía confuso, pero el italiano no reparó en ello ni por un segundo. Necesitaba respuestas y era allí donde las obtendría.
—Por favor, Rafael. Somos hombres de Dios. Baja eso, por amor de Dios —rogó Robin, visiblemente incomodado.
—Los hombres de Dios no matan inocentes. Explícame quién es el jesuita que está matando a personas que nos habían ayudado en el pasado y por qué razón. —La voz de Rafael mostraba cierta cólera.
—¿Qué tengo que ver yo con eso?
—Debes de saber lo que pasa en tu Compañía. ¿Dónde puedo encontrar a Nicolas? —Robin no respondió—. ¿Quién es Ben Isaac? —insistió Rafael.
Robin seguía sin contestar. Rafael quitó el seguro del arma. El inglés permaneció pensativo unos instantes; estudiaba las posibilidades. Después abrió la puerta del confesionario y se levantó.
—Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Hacía la señal de la cruz según pronunciaba cada palabra—. Sígueme y guarda eso. Respeta mi iglesia —dijo con sordina, y salió.
El italiano aguardó unos segundos, metió el arma en el bolsillo exterior de la chaqueta y salió de la cabina más ligero, libre de pecados, de haber ido allí por esa causa, de creer que un ente superior, Dios, podría perdonarle los pecados, en lugar de él mismo. Siguió los pasos de Robin, que se dirigía a la sacristía. Miró en todas direcciones en busca de monaguillos, sacerdotes, personal auxiliar, no quería verse sorprendido por los flancos o por detrás y mucho menos por delante. Era irónico que no se sintiera seguro en la casa del Señor; y si ni allí podía permitirse ese lujo, ya no había esperanza en el mundo.
Salieron del templo por una puerta lateral que daba a un pasillo color crema. Atravesaron una puerta con un letrero donde se leía «sacristía» y por otras dos más, una la secretaría y otra sin rótulo alguno. Al final, Robin abrió una última puerta en cuya placa figuraba su nombre, «Padre Robin Roth». Esperó a Rafael y dejó que entrara él primero, como mandan las normas de la buena educación; después pasó él y cerró la puerta con llave.
—¿Quieres beber algo?
—Estoy bien, gracias.
—Siéntate —le invitó, señalando uno de los dos sillones labrados que decoraban el despacho. Al fondo había un escritorio con una pantalla de ordenador y dos armarios con estanterías cubrían una de las paredes desde el suelo hasta el techo. Una sencilla cruz dominaba la otra pared, sin Cristo, había que sobrentenderlo, apenas un grabado en el travesaño horizontal con las tres letras que eran el alma de la compañía, «IHS».
Rafael mantenía la mano en el arma dentro del bolsillo de la chaqueta, abrochada como si tuviera frío.
—Nadie va a hacerte daño aquí dentro —afirmó el inglés.
—Desembucha, Robin. No tengo todo el día.
Este se sentó y suspiró. No era un asunto que le apeteciera abordar.
—¿Estuviste con Günter?
—Hasta el fin.
—Una majadería.
Rafael no lo ratificó. Su silencio lo decía todo. Claro que era una majadería, otro recuerdo más para olvidar, un amigo a quien borrar de la memoria, un pasado, una vida. Ya lidiaría con ello más tarde, algún día, cuando todo se fundiera en una amalgama de sueños, pensamientos, hechos sucedidos o no, esa niebla que el tiempo tenía la habilidad de crear para atenuar dolores y alegrías, lo bueno y lo malo.
—¿Ya has oído hablar de Monita secreta? —preguntó Robin mientras cruzaba la pierna tratando de adoptar una postura cómoda.
—Claro. Su autoría fue atribuida a Claudio Acquaviva, uno de los primeros superiores generales de la Compañía de Jesús, en el siglo XVII. Pero, por lo que puedo recordar, fue todo una falsificación de un polaco expulsado de la Compañía, si no estoy equivocado.
—¿Y sabes para qué servía? —preguntó el inglés en tono profesoral.
—Para serte sincero, nunca lo leí. Según las malas lenguas, eran instrucciones y métodos para que la Compañía ganara relieve e influencia en las comunidades donde actuaba y en otras instituciones de poder. ¿Estoy en lo cierto?
—Absolutamente.
Robin se levantó del sillón y se dirigió al escritorio. Sacó una llave que llevaba en un bolsillo y abrió un cajón. Rafael puso la mano sobre el arma del bolsillo exterior de la chaqueta. El inglés sacó un libro envejecido con la encuadernación que se deshacía; sin duda había conocido mejores tiempos. Se giró hacia el sillón del italiano y le entregó el volumen.
—¿Qué es esto?
—Lee.
Rafael pasó la mano por el libro, lo observó del derecho y del revés, miró la cubierta, la contracubierta, el lomo, intentó captar algún olor. Por fuera no ofrecía pistas, ninguna impresión, solo el cuero castaño, gastado, deteriorado por el tiempo. Lo abrió. Las tres primeras hojas estaban en blanco, amarillas, translúcidas, casi se pegaban unas a otras. En la cuarta se dio cuenta de todo. Estampado en letra grande: Monita secreta, y un subtítulo en letra pequeña: Métodos y advertencias. El nombre del autor estaba debajo, algo menos nítido, Ignacio de Loyola, y el año, 1551.
—Interesante —murmuró el italiano. Pasó a la página siguiente, donde comenzaba el texto en español—. ¿Monita es obra de Loyola?
—Exactamente. Siempre supo muy bien lo que quería para la Compañía y lo dejó por escrito. Lo que tienes en la mano es la razón de nuestro éxito y nuestra longevidad —explicó Robin.
Monita secreta era una obra polémica que muchos afirmaban tajantemente que no existía o que era una patraña. Siempre hubo dudas en relación con su autoría. Se había atribuido a Acquaviva, superior general de la Compañía de Jesús entre 1581 y 1615, aunque sin mucha certeza, pero nunca jamás nadie se había atrevido a decir que Loyola fuera el autor del texto. Este hecho era una novedad.
—¿Qué necesidad hay de esto? —quiso saber Rafael—. ¿Para qué tanta intransigencia? Somos una orden religiosa como tantas otras…
—No digas tonterías. No somos una orden religiosa, lo sabes muy bien.
—Entonces, ¿qué somos?
Robin no respondió inmediatamente. Trataba de elegir las palabras.
—¿Qué somos, Robin? —insistió Rafael.
—Somos la primera línea del frente de la Iglesia católica apostólica romana.
—Por favor, Robin, ahórrame esos disparates.
—Desde 1523.
—¿Ahora tiene diez años más? —comentó sarcástico Rafael—. ¿No se fundó en 1534 en París, en Saint-Denis?
—No sabes de la misa la media, Rafael. Hace dos minutos ni siquiera sabías que san Ignacio era el autor de Monita —le reconvino el inglés. Rafael tenía que darle la razón en eso. Había ido allí para obtener respuestas y Robin se las estaba dando, no había razones para atacarle con soberbia y arrogancia. Le dejó que hablara a sus anchas—. Seguro que conoces el viaje del santo a Jerusalén en 1523. —No esperó la confirmación del italiano y prosiguió. La Historia contaba que san Ignacio había tenido visiones y varias experiencias espirituales en Manresa. Decidió ir a Jerusalén para dedicarse a salvar almas. Había ido a Roma con algunos seguidores a pedir autorización al papa, por aquel entonces el impopular holandés Adriano VI—. Esta es la versión oficial. Pero Loyola nunca tuvo interés en ir a Jerusalén. No significaba nada para él. Tenía un proyecto, una visión, y si para llevarla a cabo tenía que hacer un favor a alguien que pudiera ayudarle, lo hacía.
—Entonces, ¿quién lo envió a Jerusalén?
—El cardenal de Florencia, Giulio de Médici.
—¿Fue Clemente VII quien le pidió que fuera a Jerusalén? —quiso asegurarse Rafael. No era momento de malentendidos.
—Claro que sí.
—¿Y qué quería el papa que fuera a hacer allí Loyola?
—Cuidado, que Giulio de Médici todavía no era papa en septiembre. No lo fue hasta noviembre y Loyola contribuyó a ello. Pero la pregunta correcta es: ¿qué quería el cardenal de Florencia que fuera a buscar allí? —corrigió Robin alisándose la barba. Rafael aguardaba la respuesta. ¿Qué demonios sería? El inglés se demoraba a propósito—. Me está entrando sed de tanto hablar.
—¿No irás a hacer una pausa ahora, verdad? —gruñó el italiano. Robin soltó una breve carcajada. Estaba disfrutando—. ¿Qué fue a buscar?
—Papeles —respondió el británico, observando el efecto de sus palabras.
—¿Papeles? —se extrañó Rafael.
—Pergaminos —concretó.
Rafael ya había sido enviado algunas veces en busca de pergaminos y papiros que la Iglesia consideraba importantes por diversas razones. A Jordania, Siria, Israel, Irak, Arabia Saudí, incluso a países occidentales. Unas veces como mero correo, otras como ladrón o comprador, según los casos y quién los tuviera. Había un mercado negro de manuscritos, ya lo sabía Rafael. Era más que probable que existiera desde hacía siglos o milenios, de ahí que la idea de que Loyola viajara a Jerusalén a recuperar pergaminos para la Iglesia hacía quinientos años no resultara tan descabellada.
—Loyola viajó a Jerusalén y regresó poco tiempo después… —reflexionó Rafael.
—Fue rapidísimo. Ida y vuelta —añadió Robin—. De ser hoy, habría ido y vuelto en el día. Teniendo en cuenta las condiciones en que se viajaba en el siglo XVI, se dio prisa. Apenas permaneció veinte días en Jerusalén.
Rafael asintió con la cabeza.
—¿Qué pergaminos eran?
—Pergaminos que hablaban de huesos —respondió el inglés en tono enigmático.
«Pergaminos que hablaban de huesos», repitió mentalmente Rafael. Nada raro. Muchas de las sepulturas más visitadas por los turistas del mundo moderno lo eran precisamente debido a datos sobre su localización hallados justamente en textos antiguos. Era costumbre dejar registrada en distintos soportes la identidad del ser que abandonaba este mundo.
—Sabes tan bien como yo que los ritos funerarios judíos, en la Jerusalén del siglo I, eran bastante diferentes a los nuestros —prosiguió Robin, desviando el asunto de la materia principal.
—Tengo cierta idea, pero no estoy versado en esos asuntos.
—Entiendo. Estás más versado en mandarlos a una cueva que en enterrarlos —comentó Robin con cierto desdén. Rafael no dijo nada. Quien decía la verdad no merecía castigo. En líneas generales, los judíos no enterraban a los suyos tan rápido como nosotros ni los enterraban del todo. Los colocaban en sepulcros excavados en la roca. Podían tener una o varias cámaras, mejor o peor trabajadas, según su dueño y el dinero que tuviera. Se construían para toda la familia, excepto para las mujeres casadas con miembros de otras familias. Lavaban el cadáver con agua, siempre de arriba abajo, para que las impurezas de los pies no contaminaran otras partes del cuerpo. A continuación lo ungían con aceites y perfumes. Envolvían el cuerpo en una mortaja de lino, el sadin. A veces utilizaban ropas, paños o tejidos caros importados, pero nosotros sabemos que, en el caso de Jesús, fue envuelto en una mortaja nueva de lino. Todo el ritual corrió a cargo de José de Arimatea y Nicodemo, lo sabemos por las Sagradas Escrituras. Antes de envolverlos en la mortaja les colocaban los brazos extendidos a los costados y les ataban los pies. Existía una diferencia clara entre el cuerpo y la cabeza. Nunca cubrían la cabeza con el sadin que tapaba el cuerpo. Lo que envolvía la cabeza se llamaba sudarion.
—Sudario —repitió Rafael.
—De esta forma, si el muerto —cruzó los dedos— resucitaba, no moría asfixiado. Existen innumerables relatos de familiares que encontraron a sus seres queridos esperándoles sentados en el interior del sepulcro. Uno de ellos es el de Ananías. Lo hallaron sentado en el sepulcro esperándoles y después de aquello vivió veinticinco años más.
—Conozco la historia.
—Basándose en este hecho, los antiguos bizantinos empezaron a instalar en las losas sepulcrales unas campanillas atadas al ataúd por un hilo para que el muerto pudiera tocarlas en caso de despertarse.
Claro que Rafael estaba al corriente de esa costumbre. Todavía podía observarse en tumbas muy antiguas de algunos cementerios europeos. Esas costumbres se habían perdido por los avances de la medicina, si bien, especialmente en los países latinos, donde enterraban a los muertos muy aprisa, no era raro encontrarse el interior de las tapas arañadas por las uñas del fallecido, que había despertado poco después.
—La costumbre judía consistía en conservar los cuerpos en nichos excavados en las paredes, llamados kokhim —prosiguió el inglés—. A no ser que la muerte hubiera sobrevenido por mutilación o ejecución, los familiares siempre querían asegurarse de si el ser querido estaba muerto o en una especie de sueño entre el sheol y el mundo de la vigilia. La gente tenía pavor a ser enterrada viva. Por eso los visitaban durante los tres días siguientes o más, no solo para asegurarse de que el ser querido ya había muerto, sino también porque formaba parte del ceremonial. Se postraban con respeto ante el cadáver, utilizaban lociones y pociones para que hiciera adecuadamente el trayecto al sheol. De ahí que las visitas posteriores al sepulcro de Cristo no fueran nada raro, sino una costumbre perfectamente enraizada en la población judía. Los cuerpos se mantenían durante un año en los kokhim. Debido a las condiciones geológicas y climáticas de Jerusalén, al cabo de un año el cuerpo ya estaba totalmente descompuesto y se iniciaba otro ritual: el traslado de los huesos del kokhim a los osarios. Solían ser arcas de piedra más o menos decoradas, normalmente con el nombre o nombres de los muertos que fueran a albergar. Después se llevaban a otro sitio, una cámara o un espacio destinado a tal efecto, según estuviera dispuesto el sepulcro. No había dos sepulcros iguales. También había bancadas excavadas, los ossilegium, donde reposaban los huesos de generaciones anteriores. En cualquier caso, como ya te he dicho, en aquella época era frecuente que en aquel ritual de tres días el muerto despertara. Incluso hay quien defiende que… —Robin titubeó. Incluso para él mismo era un exceso sostener semejante tesis.
—Que fue lo que le sucedió a Lázaro —completó Rafael.
El inglés lo miró con desdén.
—¿También compartes esa teoría?
—Ni la comparto ni la dejo de compartir. Me es indiferente si Jesús resucitó o si no había muerto. Yo soy el brazo y las piernas. No la cabeza ni el corazón de la Iglesia —explicó fríamente. Le daba igual.
—Eres el brazo y las piernas porque la Iglesia actual no tiene cabeza. La Compañía siempre ha sido la primera línea del frente y la viga maestra de la Iglesia católica.
—Perinde ac cadaver, Robin. El juramento es vuestro —citó Rafael con sonrisa sarcástica. Abrió el libro y lo hojeó—. Apuesto a que debe de estar aquí, en alguna parte.
—¡Déjalo! —vociferó el inglés al tiempo que se levantaba y le quitaba el ejemplar de Monita secreta de las manos—. No me vengas con demagogias.
—Obedecer al papa como un cadáver. La culpa es de Loyola. La idea fue vuestra. Si ahora no os sirve… —siguió provocando Rafael.
—Sabes perfectamente por qué no nos sirve —apuntó Robin con cierta amargura—. El propio Ratzinger decidió a qué árbol quería arrimarse. No nos culpes ahora por ello.
—Solo estoy diciendo que, si obedecen al papa ciegamente, como se propusieron desde el principio, deben hacerlo siempre y no solo cuando les conviene.
—Vete por ahí, Santini —espetó el inglés irritado—. No sabes de lo que hablas.
Rafael se contuvo. No quería hacerle perder la paciencia a Robin. Todavía quedaban cosas por explicar.
—Tal vez tengas razón. Sobre este asunto estás mucho mejor informado que yo —concedió para tratar de serenar los ánimos.
—La Compañía siempre ha tenido en cuenta el interés supremo de la Iglesia. Puedes comprobarlo históricamente —argumentó Robin todavía un poco irritado—. Fuimos como misioneros a todos los rincones del mundo, convertimos más fieles que ninguna otra orden religiosa, gente nueva para las filas de la Iglesia, fuimos donde no había ido ningún cristiano y permanecemos todavía allí. Predicamos la Palabra de Dios en la lengua que entendían los fieles, de frente a ellos y no dándoles la espalda. Renovamos la confesión, la indulgencia plenaria, dimos a la Iglesia el poder de la omnipresencia. Si, posteriormente, los líderes de esa Iglesia flaquean y deciden traicionarla, ¿debemos seguir sirviendo ciegamente? —Calló unos momentos para dejar que las palabras tomaran cuerpo en la mente de Rafael—. En la Compañía proclamamos Ad maiorem Dei gloriam, no Ad maiorem papae gloriam.
«No vale la pena insistir», pensó Rafael mientras se acomodaba en la silla. No iba a mantener una discusión absurda. Para él era evidente que la Compañía debía respeto al papa, quienquiera que fuese, y, habida cuenta de que dependían directamente de él, todavía le debían más respeto. Existía un gran foso entre la Santa Sede y la Compañía de Jesús. El papa blanco y el papa negro. ¿Quién tendría más poder? No le tocaba responder a él. Su deber era defender a Ratzinger y hacerlo hasta el final.
—Has mencionado pergaminos que hablaban de huesos —dijo el italiano volviendo a llevar la conversación al tema que verdaderamente le interesaba.
—Sí.
—Explícate con detalle.
Robin suspiró. Esa era la parte más delicada. Ya había transmitido demasiada información a Rafael, más de la debida, información que posiblemente podía manchar el buen nombre de la Compañía, el buen nombre de san Ignacio, aunque nada en comparación con lo que se avecinaba. De todas maneras, era Rafael quien se lo había buscado, luego que pagara el italiano las consecuencias.
—Desde que Jesús murió, siempre se cuestionó… —buscó la expresión adecuada— lo que habría podido sucederle.
—Resucitó al tercer día —objetó Rafael.
—Esa es una historia para niños que se cuenta en la catequesis.
—No hay otra, ni falta que hace —replicó el italiano. ¿Por qué complicar lo sencillo?
—Estuvo bien que fuera así, Santini, y, de hecho, así fue durante muchos años, pero la situación cambió de signo con la Inquisición.
—La culpa la tiene siempre la Inquisición —protestó.
—Como sabes, la Inquisición creó anticuerpos. Los judíos, que nunca se habían muerto de amor por los católicos, nos cogieron un odio tal que todavía hoy perdura en estado latente.
Y Robin continuó con el relato de cómo los judíos que huían iniciaron verdaderas expediciones a Tierra Santa, a veces camuflados como cristianos nuevos e incluso como musulmanes. El dinero lo compra todo y ellos lo han tenido siempre. Empezaron a aparecer restos. Al principio nada especial, pero después pergaminos. En Jerusalén, en Qumrán, en Siria, en Oriente Próximo. Miqwa’ot, sepulcros, osamentas. La Iglesia procuró seguir de cerca los acontecimientos, pagó a salteadores y ladrones de tumbas para que interceptaran lo que estuvieran excavando, pero la canalla del Hannukah —eran palabras de Robin— siempre se defendió muy bien. En tiempos de León X, en 1517, se oyó hablar, por primera vez, del descubrimiento de un pergamino que apuntaba a la localización del sepulcro que había albergado a Cristo y dicho texto mencionaba otro pergamino del que nunca se había oído hablar hasta entonces…: el Evangelio de Jesús.
—¿Cómo? —preguntó atónito Rafael. ¿Había oído bien? Se incorporó y se desabrochó la chaqueta. Necesitaba aire—. ¿Qué pergamino es el que menciona ese evangelio?
—El Evangelio de María Magdalena.
—¿No apareció en el siglo XIX?
—Sería más correcto decir que reapareció en el siglo XIX. Loyola nunca consiguió llevarlo a Roma.
—¡Espera! Demasiada información para asimilarla de golpe —se quejó el italiano.
—¿Tú crees? —preguntó Robin sentado en la butaca con la pierna cruzada y el libro de Loyola sobre el pecho—. Esto no es nada. Lo peor está por venir.