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El comedor de la gran casa de Ben Isaac parecía un cuartel general dispuesto para mandar las tropas a la guerra. Ordenadores, aparatos de comunicación, grabadoras, un bullicio de técnicos y agentes de la Metropolitan Police que entraban y salían en un complejo movimiento que solo ellos entendían. Ben Isaac y Myriam estaban sentados en un sofá grande de piel, trastornados. ¿Qué sería de Ben Junior ahora? El secuestrador parecía saber todo lo que estaba sucediendo. Eso significaba el fin de su hijo, justo lo que había querido evitar desde el principio.

—Le dijeron que aguardase instrucciones en casa —recordó Gavache en un inglés titubeante—. ¿Y pretendía no informar a las fuerzas de la ley? —Estaba indignado e hizo un gesto de reprobación con la cabeza.

—Es la vida de mi hijo la que está en juego —se defendió el israelí—. Puede estar muerto ya a causa de todo este circo.

—No digas eso, Ben. ¡No vuelvas a decir una cosa así! —exclamó Myriam—. Deja que la policía haga su trabajo. —Le faltó decir que habían llegado a aquella situación porque él hacía siempre las cosas a su manera, pero se limitó a pensarlo. Echar la culpa no serviría de nada.

El intrépido Garvis se unió al grupo; era el responsable de toda la operación.

—Doctor Ben, está todo preparado. ¿Le importa acompañarme para que le explique todo el proceso para cuando le llamen? —le pidió amablemente. Se encontraba allí para ayudar y sabía que el padre y la madre estaban sufriendo mucho.

—Si es que llaman —rezongó Ben mientras se levantaba.

—Van a llamar, doctor —le garantizó Gavache—. Usted tiene algo que ellos desean enormemente. Ya han demostrado de lo que son capaces para obtenerlo. No son personas que desistan —añadió el inspector francés con tono seguro y tranquilo.

Ben Isaac fue con Garvis hasta el corazón de las máquinas y los cables que, si Dios quería, descubrirían el escondite de los secuestradores. Gavache estaba sentado en una butaca fumando un cigarrillo en contra de las recomendaciones de Ben Isaac. Myriam le miraba intimidada.

—¿Cree usted lo que dice? —preguntó ella. Necesitaba saber si lo decía por decir.

Gavache asintió con la cabeza.

—Es un defecto más de los que tengo. Solo digo lo que pienso. —Echó al aire una bocanada de humo—. Y para pensar necesito fumar.

—Entiendo —concedió la señora, más de acuerdo con aquel individuo francés.

—¿Dónde está aquella bonita joven, Jean Paul? —quiso saber Gavache.

—Ha entrado en la toilette hace quince minutos —informó el ayudante tras aparecer por detrás de su jefe.

—¿Necesitará ayuda?

—No, inspector —intervino Myriam—. No se encontraba bien. Últimamente se siente indispuesta.

—¿Lo ha oído, Jean Paul? —preguntó Gavache.

—Lo he oído, inspector.

—Otra a darnos trabajo.

—A nosotros nos gusta el trabajo, inspector —objetó Jean Paul.

—Con el que tenemos basta para esta vida y la venidera.

Myriam encontraba curioso el diálogo inconexo entre aquellos dos, confuso, y sin embargo comprendía lo que querían decir.

—Informa a Garvis de que tenemos que tratar bien a la joven. Nada de interrogatorios ni amenazas. Ya basta de psicópatas en este mundo, no queremos que haya más por nuestra causa —afirmó Gavache.

—OK, inspector. —Jean Paul obedeció y se marchó a cumplir la orden.

—Tiene usted buen corazón —le elogió Myriam, al ver la sensibilidad demostrada por Gavache.

—No lo tengo, no, señora mía. Tengo casi todas las arterias obstruidas. Cualquier día me mudo al otro barrio —bromeó sin gracia—. Ya lleva mucho tiempo.

Entretanto, Sarah salió de la toilette y se acercó a ellos. Estaba lívida, cansada; se sentó junto a Myriam.

—Bien aparecida sea —saludó Gavache.

—Disculpen el retraso —dijo la joven con voz todavía trémula y azorada—. Me encontraba mal.

—La echábamos en falta. ¿Cómo está? —quiso saber el inspector.

—Mejor —respondió Sarah, que había recuperado algo de color.

—Podemos llamar a un médico —sugirió la anfitriona.

—No —rehusó inmediatamente—. Gracias, Myriam. Prometo que será lo primero que haga cuando termine todo esto.

Garvis y Ben Isaac regresaron de las explicaciones técnicas. El judío seguía enfadado. Estaba ansioso por contactar con los secuestradores, pero al mismo tiempo tenía miedo. Como padre necesitaba a su hijo, como persona mayor solo quería irse a dormir, y despertar de la pesadilla a la mañana siguiente y que nada de aquello fuera verdad.

Se sentó junto a su esposa y Garvis utilizó otra butaca.

—¿Y ahora? —preguntó Myriam.

—Ahora a esperar —dijo el inspector inglés.

Una extraña sensación se apoderó de todo el grupo excepto de Gavache, que seguía saboreando el aroma del tabaco. Los demás se miraban de reojo a la espera de que sucediera algo.

—¿Por qué no nos cuenta esa historia, en vez de mirarnos los unos a los otros como cinco idiotas? —sugirió Gavache.

—¿Qué historia? —preguntó Ben.

—No va a ser la mía… Mi vida es un aburrimiento. De casa al trabajo, del trabajo a casa. Un tostón. Me gustaría conocer la suya, doctor Ben. A fin de cuentas, todo este circo es por usted.

El israelí se ruborizó al sentir todas las miradas fijas en él. Como banquero estaba acostumbrado a ser el centro de atención, pero normalmente era él quien tenía la sartén por el mango. El producto que durante tantos años había demostrado ser infalible para corromper el alma humana era inútil en aquel escenario trágico. Había perdido por completo el control de la situación, si es que alguna vez lo había tenido. No se le iba de la cabeza una frase de su madre que le martilleaba en la mente como una perla de sabiduría: «El hombre planea, Dios sonríe». De hecho, cuando menos se esperaba, la vida mostraba con toda facilidad la fragilidad del control del hombre y todo se desmoronaba como un castillo de naipes, como si nada de lo que se había construido hubiera existido jamás.

Todos esperaban que dijera algo, a excepción de los técnicos y otros agentes ocupados en poner a punto los aparatos de última tecnología para que nada fallara cuando llegase la hora, sin el menor interés por lo que Ben Isaac tuviera que decir, hasta nueva orden.

—Puede empezar por Loyola —indicó Gavache, para sorpresa de los presentes, incluido Ben Isaac.

—¿Loyola? —preguntó el judío.

—¿No es el responsable indirecto de todo esto?

—No. —Ben esbozó una sonrisa cínica, como si los presentes no estuvieran preparados para una verdad mayor que solo él conociera—. Loyola fue un actor más en una historia con más de dos mil años. Todo comenzó con Jesús de Nazaret.

Garvis se revolvió incómodo en la butaca.

—¡Demonios! —exclamó Gavache—. Tal vez sea mejor acompañar esto con algo caliente. ¿Tienen café?

—Claro —dijo Ben—. Myriam, ¿puedes hacer el favor de ir a pedirlo a la cocina? Café, té, leche, algo para comer.

La mujer se levantó. Sarah se dispuso a seguirla, pero aquella no le dejó que se levantara.

—Quédese donde está, querida. Ahora vengo.

—Comencemos, pues, por Jesús de Nazaret —insistió Gavache—. Todos estamos ansiosos por escucharle; bueno, hablo por mí.

Ben trató de estudiar las distintas opciones, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía ninguna. Contaría toda la verdad, confiando en que Dios fuera misericordioso con él, gracia que todavía no le había concedido.

—El Jesús histórico no tiene nada que ver con el que recibe culto del mundo cristiano. En realidad, la historia de Jesús ha sufrido una enorme confabulación. Jesús nació…

Una llamada de móvil interrumpió su disertación. Las instrucciones venían de camino.