El inclemente frío desencajaba los huesos del cuerpo, haciendo crujir las articulaciones. Se abrochó el chaquetón, se levantó el cuello para abrigarse bien y siguió andando. Un dolor en el brazo cuando bajaba la temperatura le hacía acordarse de una escaramuza antigua con alguien que él había olvidado pero su brazo no; había habido tantas que había perdido la cuenta.
Dobló la esquina, embocó Mount Street y siguió en dirección a su destino. Había mucha gente en la calle a aquella hora, las once de la mañana, y también tráfico. El glamour que exhibía Mayfair a todas las horas del día no surtía efecto en él. No desvió la mirada ni a un escaparate, nada conseguía llamar su atención. Era un hombre con un objetivo y lo tenía delante, la iglesia de la Inmaculate Conception.
Después de la pequeña iglesia bajo el viaducto del «simpático» padre Donald, a Rafael le esperaba otra mucho mayor, monumental en comparación con la primera, que más parecía una capilla. Contempló la fachada en estilo gótico de Scoles, pero no se entretuvo en ella mucho tiempo.
Entró en el templo sagrado. Normalmente, las iglesias jesuitas eran oscuras, pero aquella no. Una sola nave sobre columnas de piedra y un presbiterio con dieciséis vitrales. Capillas laterales lujosas, a derecha e izquierda, decoradas y labradas, reliquias de innumerables santos, el Misterio. No era excepcional, aunque a Rafael poco le interesaba el contenido sagrado o arquitectónico del susodicho templo. Analizó las salidas, echó un vistazo a los presentes; una mujer arrodillada más adelante, un señor con una Biblia apretada contra el corazón, algunas filas más atrás, una pareja de japoneses que sacaba fotografías del altar de latón, obra de Pugin. Rafael avanzó por el centro de la nave, cauteloso, atento a todos los movimientos y ruidos. Un halcón tras su presa, callado, letal.
Vio los confesionarios del fondo, uno a cada lado. El del lado izquierdo estaba vacío; una lucecilla naranja señalaba que era hora de confesión en el derecho. Se trataba de una estructura de madera, totalmente cerrada, que de esa manera protegía al sacerdote y al pecador de todo asalto del mundo de las tentaciones. Se acercó al mueble purificador. Había una persona pidiendo clemencia por sus pecados: un hombre que bisbiseaba sus flaquezas mientras el sacerdote escuchaba. Hablaba en inglés, se dio cuenta por un because y un therefore que para Rafael fueron suficientes. Le bastaba con sus pecados, no necesitaba oír los ajenos. Pero no había nadie más esperando la expiación, Rafael sería el siguiente. Volvió a mirar el inmenso espacio a su alrededor. Los penitentes imploraban luz, gracia y perdón; los japoneses se habían marchado a hacer otras fotografías.
El pecador recibió la absolución y salió de su lugar de penitente absuelto, leve, limpio, inmaculado, dispuesto a enfrentarse otra vez con la realidad y cometer los mismos pecados u otros nuevos.
Rafael dejó que se marchara y entró él. Se arrodilló en el reclinatorio adosado a la pared y miró por la rejilla de madera que se interponía entre confesor y pecador.
—Buenos días, padre —saludó.
—Buenos días, hijo mío. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó el sacerdote con voz melodiosa y complaciente.
—Perdóneme, porque he pecado —dijo Rafael con inquietud. Nadie que lo hubiera visto habría detectado ninguna aflicción.
—Cuéntame la causa de tu pecado, hijo mío. ¿Qué te aflige? —quiso saber el cura con cierto fastidio. Estaba más que acostumbrado a aflicciones como aquellas; una palabra suya y todo se apaciguaría. Ese era el poder de la confesión.
—Tengo un arma apuntando a la cabeza de un sacerdote —dijo el pecador con frialdad.
—¿Cómo ha dicho? —No quería haber entendido lo que había entendido.
—Tengo un arma apuntando a la cabeza de un sacerdote —repitió Rafael—. Y si no responde a mis preguntas, tendré que matarle.