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Las cartas sobre la mesa, Sam —ordenó Barry. No estaba para bromas—. No quiero oír un «no sabemos».

La reunión transcurría en la sala donde se hacían los briefings de las operaciones en curso o en proyecto. Aris estaba sentado a la derecha de Barry, Sam a la izquierda; Staughton, Davis y Travis a continuación. El escritorio de caoba no era muy grande, de ahí que se dieran codazos en busca de espacio. En la otra cabecera no se había sentado nadie.

—¿El italiano y el taxista? —quiso saber el director.

—Están siendo interrogados en estos momentos —informó Aris.

—Entonces, comencemos.

Sam se levantó y se estiró la falda. Se la veía nerviosa, tensa, un poco acalorada, habida cuenta del rubor de sus mejillas.

—Todo empezó hace cincuenta años con un acuerdo entre el papa Juan XXIII y Ben Isaac.

—Ben Isaac —repitió Barry pensativo. Intentaba darle contenido al nombre con más información. Ponerle cara—. ¿El banquero judío?

—El mismo —confirmó Sam—. En 1947 fue uno de los precursores del descubrimiento de los manuscritos apócrifos.

—¿Cuáles? —preguntó Aris.

Sam se encogió de hombros, enfadada.

—Los del mar Muerto, los de Qumrán.

Aris levantó el pulgar indicando que lo había entendido y lo seguía.

—Según parece, había documentos muy importantes en aquellos descubrimientos —prosiguió la chica. Su rubor se iba desvaneciendo a medida que se acostumbraba a los ojos masculinos que la miraban con atención—. Algunos de ellos nunca se hicieron públicos, pues estaban protegidos por un acuerdo entre el Vaticano y el judío. El acuerdo se llamaba Statu quo.

—Interesante —dijo Barry—. OK. Empezamos a echar luz sobre las razones de la presencia de Rafael en París.

—Y en Londres —apostilló Sam. Barry le echó una mirada inquisitiva—. Ben Isaac vive en Londres desde hace más de cincuenta años —explicó en tono confiado—. Pero hay más… Mucho más.

—Pongan a Ben Isaac bajo vigilancia cuanto antes.

—Ya está puesto —confirmó ella.

—Entonces no nos hagas esperar, Sam —dijo Barry con una sonrisa—. Continúa, por favor.

Y Sam continuó. Ben Isaac y el acuerdo con Juan XXIII, con Juan Pablo II, los Tres Caballeros, los Cinco Caballeros, Magda, Myriam, Ben Isaac Junior y… Jesús o Cristo.

Todos los presentes enmudecieron. Nadie dijo nada, no habrían sabido qué decir. Asimilaban la información en silencio.

—Vaya —acabó por decir Barry—. Esto es fuerte.

—¿Y por qué han muerto esas cuatro personas? —soltó Aris.

Había mucho por averiguar. Dudas, interrogantes, malos entendidos, todas las razones de la rabia humana, las guerras y las torturas. ¿Jesucristo? Un caso así no aparecía todos los días. Bien pensado, nunca se había presentado nada semejante en la historia de la agencia, muy corta en comparación con la del Nazareno.

—No han sido cuatro. Han sido seis —dijo una voz que acababa de entrar en la sala.

—Thompson. Bienvenido —saludó Barry—. Siéntate, por favor.

El recién llegado empujó hacia atrás la silla que estaba en la cabecera opuesta a la de Barry y se sentó.

—¿Seis muertos? ¿Qué noticias nos traes? —preguntó el director.

Thompson, uno de los agentes operativos, lanzó sobre la mesa un fajo de papeles que casi cubrió la totalidad de la superficie del tablero. Había textos, transcripciones y fotos.

—Ernesto Aragonés, sacerdote español, asesinado de un tiro en la nuca el domingo, en la iglesia del Santo Sepulcro, en Israel. —Los reunidos se pusieron a consultar los papeles—. Y esta mañana han asesinado a un sacerdote dentro de los muros del Vaticano.

—¿Qué? —Barry estaba escandalizado—. ¿Qué rayos está pasando? ¿Quién era?

—El conservador de la sala de las reliquias. No me preguntes qué significa eso.

—Pero ¿cuál es la relación entre toda esa gente? —volvió a preguntar Aris.

—Yaman Zafer, Sigfried Hammal, Aragonés y el sacerdote de hoy, que se llamaba Ursino, formaban parte de algo que llamaban los Cinco Caballeros —respondió Thompson.

—¿Y los demás?

—Los demás eran jesuitas. Según lo que he conseguido sacarle al italiano. El acólito mató al sacerdote para que no se fuera de la lengua y después se suicidó.

El director sacudió la cabeza.

—¿Con quién nos las estamos viendo, compañeros?

—Ni ellos lo saben, por lo que he visto —replicó Thompson.

—OK —dijo Barry pensativo—. Ya tenemos algo con que trabajar. El tal Ben Isaac. Puede ser el blanco de Rafael.

—Hipotéticamente —comentó Aris.

—Necesitamos conocer los términos de ese acuerdo. Qué tiene que ver Jesús con todo esto… —siguió Barry con la mente funcionándole a toda velocidad, tratando de pergeñar una primera estrategia.

—Puedo intentar exprimir un poco más al italiano, pero no creo que sepa mucho más —comentó Thompson, siempre tan pragmático.

—Sam, ¿has arreglado el vuelo para Roma?

—Claro, vas en el de las cuatro de la tarde. Sale de Gatwick y llega a la hora de cenar.

Barry le dio las gracias. Como director de la sección europea de la agencia, tenía a su disposición algunos privilegios motorizados. Un Learjet85, dos helicópteros Bell, varios automóviles. Con todo, en estos desplazamientos europeos optaba siempre por la aviación comercial, a no ser que no se lo permitiera la agenda. No despilfarrar el dinero de los contribuyentes era su lema mucho antes de la presidencia de Obama, que también lo había adoptado.

—Hay una cosa que me preocupa —comentó dubitativo. Todos lo miraron a la espera de que terminase—. Hablaste de Cinco Caballeros, ¿verdad? —La pregunta era para Sam.

—Sí.

—Cuatro ya han muerto. Se trata de una secuencia. Alguien anda matando a esos caballeros.

Dejó que la lógica de su razonamiento cayera por su propio peso.

—Falta uno —dijo Aris—. ¿Será Ben Isaac?

—En tal caso tendremos que montar un perímetro de seguridad —apuntó Barry.

—No. Ben Isaac está muy bien protegido. No necesita de nuestra protección. Tiene un buen sistema de seguridad, algunos exagentes del Mossad y otros que todavía lo son —explicó Sam—. Él no es el quinto caballero.

—Entonces, ¿quién es? ¿Y por qué los llaman caballeros? —preguntó Barry.

—Porque se trató de un pacto de silencio entre caballeros. —Le tocó explicarlo a Thompson.

—La cuestión es esta —dijo Barry al tiempo que se levantaba—: han asesinado a cuatro de los cinco, luego alguien está en peligro. ¿Sabemos quién es el quinto caballero, amigos míos?

—Ajá… Lo sabemos —respondió tímidamente Sam sin añadir nada más.

—Entonces desembucha, Sam. La vida de esa persona corre peligro.

—Ya… El quinto caballero es Joseph Ratzinger… El papa en persona.