Desde la calle no se veía la iglesia. Se hallaba oculta bajo un viaducto oscuro e inmundo. El constante estruendo de los vagones del ferrocarril sobre ella hacía vibrar unos cimientos que la habían sostenido en aquel mismo lugar desde mucho antes de la existencia del viaducto y el ferrocarril. Antaño la iglesia no se encontraba en aquella especie de mundo subterráneo, sino bien a la vista de todos, y sus ladrillos rojos brillaban con luz trémula al incoherente y poco inclemente sol británico. La gente frecuentaba aquel pequeño templo católico durante las celebraciones litúrgicas de la mañana, sobre todo los domingos. Pero ahora era poco más que un edificio olvidado y pardusco bajo un viaducto, el mismo que protegía a Rafael de la llovizna que había empezado a mojar Londres hacía pocos minutos.
Se había bajado del taxi a unos ochocientos metros del British Museum, había atravesado a pie otros tantos hasta Tottenham Court Road y había llamado a otro taxi que le había dejado a los mismos ochocientos metros del templo. Recorrió rápidamente la distancia hasta la iglesia de St. Andrews y se encontró ante una puerta, desvaída por el paso del tiempo y la erosión del clima, abierta. Entró sin hacer ruido. No había nadie. Una vela ardía en un candelabro junto al altar. La capacidad del recinto no debía sobrepasar las cincuenta personas, aunque rara vez debía llenarse en los tiempos que corrían. Tal vez todavía la frecuentara un puñado de fieles, por temor de Dios y respeto al párroco, más que por cualquier otra razón. Las paredes, en otro tiempo blancas, estaban oscurecidas por la grasa de los automóviles y los trenes. La luz era escasa. Aparte de la vela, brillaba un par de lámparas de poco voltaje.
Rafael se arrodilló junto al altar, se persignó y rezó una breve oración.
—Buenos días —oyó decir a alguien.
Se levantó y miró a un hombre con el cabello completamente blanco.
—Hola, Donald —saludó.
—Que te jodan —le insultó el otro.
Rafael sonrió.
—Siempre has sido generoso recibiendo a los demás.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —Evidentemente, al tal Donald no le complacía la visita.
—Ver a un amigo.
—Debes de haberte confundido de puerta. Aquí nadie es tu amigo.
Rafael no respondió a ninguna de las invectivas ni hizo el menor gesto de sentirse ofendido, porque conocía a Donald desde hacía tanto tiempo que ya sabía que no tenía otra manera de saludar a los amigos.
—¿Te has metido en líos, Santini?
—¿Me has visto alguna vez fuera de ellos? —respondió Rafael con otra pregunta y una mirada inquisitiva.
Donald permaneció callado unos momentos. Seguía mirando con desdén a Rafael; luego echó una mirada alrededor de aquel minúsculo espacio y dio media vuelta.
—Anda… O echa a andar. Lo mismo me da.
La sacristía quedaba al lado izquierdo del altar desde la perspectiva de quien lo mirase de frente, preferentemente con la cabeza descubierta y gacha, para orar sinceramente y luego hacer una genuflexión y la señal de la cruz, obviamente.
Cuando Rafael entró en la sacristía, Donald vertía ya el líquido dorado de una botella de whisky en dos vasos. Abrió una caja de madera de la que sacó tabaco y llenó la cazoleta de la pipa. Encendió una cerilla y la acercó al tabaco, aspiró vigorosamente el aire a través de la boquilla y, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba retrepado en una silla saboreando la bebida y el tabaco. El italiano también se sentó, sin que Donald le hubiese invitado a hacerlo, y tomó el segundo vaso que contenía el licor de malta. No tenía costumbre de beber por la mañana, pero lo necesitaba. La noche había sido larga. Había quien lo bebía con menos razones que él.
—¿Cómo están las cosas en Roma? —preguntó Donald por fin, rompiendo el silencio.
Rafael dio un sorbo al licor antes de responder.
—Normales. Como siempre.
Donald frunció el ceño.
—Conque así de jodidas, ¿eh? —El inglés se levantó y se dirigió a un armario—. ¿Cuántas necesitas?
—Una.
—¿Solo?
—Solo soy uno.
—Y ellos ¿cuántos son? —La voz de Donald era más amistosa mientras estaba de espaldas rebuscando algo en el armario.
—Nunca se sabe, Donald.
—Pues no. Es una mierda.
El inglés se acercó con un envoltorio y una caja y los puso junto a Rafael.
—Escoge.
El italiano empezó por desenvolver el paño aterciopelado que cubría una Glock Compact 19 de 9 mm. La probó. Quitó y volvió a poner el cargador y apuntó. Luego abrió la caja, que contenía una Berettta 92FS del mismo calibre. Ni siquiera la probó. Se la guardó en el bolsillo de la chaqueta junto con los dos cargadores. Donald lo miraba intrigado.
—Made in Italy —explicó Rafael mientras se levantaba—. ¿Te ha pedido ayuda algún jesuita?
—Esos cabrones no me necesitan. Cuentan con medios propios. Además, tienen a Nicolas.
—¿Quién es Nicolas?
Donald se levantó y acompañó a Rafael fuera de la sacristía.
—Nicolas es el hombre que ejecuta el trabajo. La primera línea del frente jesuita. El que les resuelve los problemas.
—¿Y dónde puedo encontrarlo? —Rafael estaba visiblemente interesado en esta información.
—No tengo ni idea. Nadie sabe su origen. Pero algún jesuita sabrá. Es uno de ellos. Habla con Robin.
Los dos hombres salieron hasta la puerta que daba a la calle.
Donald le tendió la mano para despedirse.
—No te voy a desear buena suerte porque eres un hijo de puta duro como una piedra.
Rafael sonrió.
—No asomes la cabeza durante unos días —le aconsejó—. La cosa está que arde.