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Parece la historia de una novela barata escrita por un autor mediocre.

—Al contrario —atajó Ursino—. Es la más pura de las verdades, Jonás.

El escenario no podía ser otro que la sala de las reliquias que Ursino supervisaba religiosamente todos los días hábiles.

Jonás estaba cómodamente sentado en el sillón, con las piernas cruzadas. Llevaba un traje negro, camisa y zapatos del mismo color y escuchaba de boca de su amigo los acontecimientos de la noche anterior. No había secretos entre ellos, la amistad no tenía edad, aunque la de Jonás era la mitad que la de Ursino.

—¿De modo que mataron a un sacerdote en Jerusalén y han raptado al hijo de ese tal Ben Isaac? —resumió Jonás con las manos detrás de la cabeza, en una postura relajada.

Ursino le dio una patada en la pierna de encima con aire reprobador.

—Tú solo miras las cosas a medias, muchacho. Y además el turco y el alemán en Francia. —Luego se llevó la mano a los labios como para acallarlos—. Esto no debe salir de aquí.

Ahora fue Jonás quien se mostró ofendido.

—¿Cuándo he contado yo alguna vez lo que se dice aquí? Y mira que tú hablas…

Ursino no podía sino estar de acuerdo con su amigo. Jonás lo visitaba de vez en cuando. Se habían conocido en el año del jubileo, en una comida benéfica para recaudar fondos para los niños hambrientos del Magreb, aunque el título oficial del evento había sido más fastuoso, y su sintonía fue total. Quien les presentó era otro amigo, el padre Hans Schmidt. Y gracias a Dios que lo había hecho. Conversaron durante toda la noche y otras muchas después de aquella. Jonás era misionero, estaba siempre de viaje, pero en las visitas regulares que hacía a la Santa Sede no dejaba de ir a saludar a su amigo de la sala de las reliquias. Luego volvía a las selvas, los mosquitos, el hambre, los iletrados, las guerras, la intolerancia, la ignorancia y la enfermedad. En una ocasión, no hacía mucho tiempo, Jonás había permanecido siete meses sin dar noticias. Cuando Ursino ya se temía lo peor y estaba a punto de pedir al secretario que por amor de Dios lo buscase y le trajera nuevas de su querido amigo, buenas o malas, las que fueran, Jonás dio señales de vida, enfermo pero con el mismo espíritu misionero que se le conocía. Unas fiebres le habían tenido postrado en una cama en el interior de una choza, en mitad de Angola, durante meses; solo Dios había podido salvarlo, ya que no hubo ablución o ungüento capaz de lograrlo. A Ursino le gustaba Jonás probablemente más que cualquier otra persona, posiblemente porque no había nadie más que pudiera gustarle a no ser el santo padre, el secretario y Dios, pero con ellos no podía echarse una carcajada ni decir palabrotas y pasaba muchos meses sin ponerles la vista encima. Tal vez por eso hablase de más con Jonás, aunque este ya le hubiera dado pruebas de ser de la máxima confianza.

—Pero quienquiera que sea está muy bien informado —retomó Ursino, mientras trasladaba con mucho cuidado una esquirla de rótula de santo Tomás de Aquino para enviarla a la iglesia del mismo nombre edificada en Campinas (Brasil).

—Entonces ¿por qué? —preguntó el misionero, revolviendo hipócritamente unas migajas sobre el paño de lino del escritorio.

Ursino dejó la rótula con menos cuidado de lo que le hubiera gustado y dio un leve manotazo en la mano del otro.

—Deja el escafoides de santa Teresa en paz.

—¿Eso es el escafoides?

—Lo que queda de él —explicó el viejo mientras envolvía las migajas que habían sido el escafoides de santa Teresa en el paño de lino para protegerlas de la curiosidad de Jonás.

—Entonces ¿por qué? —repitió este.

—Porque saben lo de los huesos de Cristo.

—¿Lo de qué? —Jonás pareció tan espantado que se levantó—. ¿Cómo van a saberlo ellos?

—No me preguntes. Menos de diez personas tenían conocimiento de ello, pensaba yo. Tres están muertos. Los otros son el secretario, el papa, Adolfo… —iba calculando mentalmente—. Y ya está.

—Y yo —añadió Jonás.

—Tú no cuentas.

—Tres de los Cinco Caballeros están muertos. Faltan dos —vaticinó el misionero.

—¿Y tú cómo sabes lo de los Cinco Caballeros? —preguntó Ursino verdaderamente admirado.

—Tú me hablaste de ellos el año pasado, viejo bobo.

—Los otros dos no son fáciles de coger —aseguró Ursino.

—¿Por qué no?

—Están bien protegidos por los muros del Vaticano.

Dejaron que el silencio se explayara por los armarios repletos de historia del hombre, un verdadero himno a su existencia. Ursino se sentó en un banquito para reposar sus huesos. Jonás golpeaba frenéticamente con un pie en el suelo, a un ritmo que solo él conocía.

—¿Se puede fumar? —preguntó Jonás.

—Ahí fuera —le señaló Ursino—. Ese vicio te va a matar.

—El médico ya ha desistido —argumentó el otro tranquilamente.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Tengo una esperanza de vida de entre setenta y ochenta años —se carcajeó.

—Bellaco —bromeó el milanés—. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte esta vez? —dijo cambiando de tema.

—Solo esta noche.

«Muy poco tiempo», se lamentó Ursino en su interior. Le gustaba tener a su amigo con él. Normalmente entraba mudo y salía igual. Pasaba días sin pronunciar palabra. Después de algún tiempo se encontró gruñendo como el hombre de las cavernas. A veces gritaba para darle trabajo a su despechada laringe. Una llamada le hacía mostrarse sonriente el resto del día. El día anterior y aquella mañana eran la excepción a la regla.

—¿Dónde vas ahora? —quiso saber.

—¿Conoces a un sacerdote llamado Rafael Santini? —preguntó Jonás a su vez, ignorando la pregunta de su amigo.

A Ursino le extrañó la pregunta.

—Lo conozco. ¿Por qué?

—Necesitaba verlo. ¿Sabes algo de su paradero?

—¿Dónde lo conociste? —le inquirió el anciano temeroso.

—No lo conozco. Por eso te pregunto cómo puedo encontrarlo.

—No puedes —respondió bruscamente. En parte sentía celos de que Jonás quisiera conocer a Rafael, aunque no era esa la razón de que respondiera con aquellos malos modos—. ¿Quién te ha hablado de él?

—Está en esta lista —dijo el otro al tiempo que tiraba un papel sobre el escritorio.

Ursino cogió el papel y lo leyó. Vio el nombre de Rafael después del suyo propio.

—¿Qué está haciendo aquí mi nombre? —No entendía nada—. ¿Qué quiere decir esto de aquí arriba? —Se refería al título situado en la parte superior central, escrito con letras mayúsculas. Rezaba: DEUS VOCAT.

—«Dios llama» —dijo el otro.

—Sí, eso lo entiendo. Sé latín. —El misionero se acercó a él y encendió un cigarro—. ¿No has oído lo que te he dicho sobre fumar aquí dentro? —vociferó Ursino levantándose también.

Jonás clavó un pedazo del peroné de un santo innominado en el interior del ojo de su amigo. La santa reliquia servía también de arma en las manos equivocadas. El milanés profirió un grito breve y cayó pesadamente sobre las rodillas, en tanto que Jonás clavaba el hueso cada vez más dentro.

—Jonás… —susurró Ursino con una mueca de dolor.

—Los muertos no hablan —sentenció el otro, arrancando súbitamente el hueso y apartándose del chorro de sangre que brotó del lugar donde antes había un ojo. Ursino, o lo que fuera su cuerpo, permaneció arrodillado unos momentos antes de caer hacia atrás sobre las piernas flexionadas—. Ad maiorem Dei gloriam —murmuró Jonás—. Tu Jonás ha muerto hoy contigo.

El hombre miró el cadáver como si lo viera por primera vez.

—«Bien sé yo que tú puedes y que ninguno de tus pensamientos puede impedirse».

Se persignó antes de doblar el papel y abandonar la sagrada sala de las reliquias donde reposaban los testimonios silenciosos de la Historia.