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No todo es lo que parece. ¿Quién diría que un sencillo taxi londinense, uno más entre los millares que recorren la capital británica diariamente, podría ser el objetivo de la atenta mirada de las autoridades secretas norteamericanas?

David Barry se mantenía en el puesto de mando, atento a cuantos pormenores ofrecieran las pantallas, al tiempo que predecía situaciones y se anticipaba a ellas.

—Great Russell Street —avisó Staughton.

—¿Hay un equipo sobre el terreno? —preguntó Barry.

—Afirmativo —aseguró Aris—. Dispuestos y a la espera.

—Recuerden, solo estamos observando. Cualquier cambio en las órdenes tendrá que partir exclusivamente de mí. No quiero salidas extemporáneas, ¿entendido?

Aris, Staughton, Davis y otros técnicos anónimos asintieron cada cual con un OK para que no quedasen dudas.

Samantha entró en la sala de control en aquel preciso momento. Barry la miró.

—¿Qué tienes para mí?

La chica hizo un breve informe sobre cada una de las víctimas, así como de los principales aspectos profesionales y personales. Barry escuchó atentamente sin apartar la mirada de los monitores.

—¿Jesuitas? —preguntó este cuando Samantha hubo terminado su relato—. ¿Denominador común?

—Todos han trabajado para el Vaticano, aunque en épocas diferentes —informó Sam.

—¿Solo? —Barry no quería que se le escapase nada.

—Aparentemente sí. Todavía sigo investigando qué trabajos desempeñaron para la Santa Sede. Aunque en épocas diferentes, puede que todos trabajaran en el mismo proyecto —aventuró la asistente.

—Bien pensado —dijo alzando la voz—. ¿Tenemos las cámaras del museo?

—Yo las llevo —replicó Davis.

—Staughton, manos al satélite. Vamos a depender de él en los primeros metros.

—Tranquilo. No se me escapa —aseguró el técnico.

Stand-by, equipo —advirtió el director.

El taxi entró en Gower Street y a continuación giró a la izquierda hacia Great Russel Street, la calle del museo, cuya escalinata quedaba a la derecha. Se detuvo. Durante unos instantes no sucedió nada, pero enseguida los dos pasajeros que habían subido en St. Pancras International salieron al frío de la calle.

—Staughton, tú los tienes.

El técnico, muy habituado a aquellas situaciones, maniobraba con calma. Aproximó la imagen hasta ver a los dos hombres cruzar la calle y acceder por la entrada escalonada del museo, que a aquella hora ya tenía millares de visitantes. Era el gran museo de la Historia de la Humanidad, allí podían verse millares de piezas de los cinco continentes, de los lugares más remotos y las civilizaciones más antiguas, toda la historia del hombre, de cabo a rabo.

Las columnas corintias se perfilaban imponentes marcando la separación entre ambos mundos, el frenético mundo moderno y el difunto pasado.

Los dos hombres recorrieron las pocas decenas de metros que separaban el perímetro escalonado de las gigantescas puertas del edificio.

—¿Preparados los agentes sobre el terreno? —alertó Barry. Aris comunicó con sus hombres—. No le faciliten las cosas. No quiero que él los detecte —advirtió.

—Van a entrar en el edificio —avisó Staughton—. Ahora pasan contigo, Davis.

Las cámaras del Great Court del museo, un enorme vestíbulo con techo de vidriera, pasaron a ser los ojos de la sala de control. Los diferentes ángulos del Great Court aparecieron en el monitor central.

—Aquí los tenemos —dijo Davis.

—¿Hacia dónde pueden ir? —preguntó Barry.

Staughton hizo aparecer en su monitor un plano del edificio. Aumentó la zona especificada y enumeró las posibles salidas.

—Hay varias posibilidades —informó—. Pueden entrar en la Reading Room, la biblioteca circular en mitad del Great Court, que solo tiene una entrada y una salida. A la derecha del Great Court pueden salir a King’s Library, a la izquierda hacia la Ancient Egypt Room o enfrente hacia The Wellcome Trust Gallery. Cualquiera de las dos salas están comunicadas con otras dependencias del museo.

—Tenemos el Great Court bien cubierto con cámaras, luego es mejor colocar a los agentes en esas salidas. No podemos perderlos —ordenó el director—. ¿Qué irán a hacer allí? —preguntó, más a sí mismo que a sus colaboradores—. ¿Cuál es tu plan, Rafael?

—Es un buen lugar para un encuentro —sugirió Aris—. Hemos de admitirlo.

Barry no dijo nada, aunque mentalmente estuvo de acuerdo.

Seguía viéndose a los dos hombres desde diferentes ángulos, en blanco y negro.

—Acerca más la imagen, Davis —pidió el director.

—Es lo máximo.

El máximo no era mucho y, para colmo de males, le faltaba la resolución de la imagen de satélite. No eran cámaras hechas para vigilar, solo para fiscalizar y disuadir.

—Avanzan en dirección a la cafetería —alertó una voz por radio—. Pasan por delante de mí.

—OK, Travis —dijo Aris—. Mantén la distancia.

Había dos cafés situados junto al extremo norte del Great Court. Servían bebidas calientes y frías, dulce y salado, sándwiches variados para carnívoros y vegetarianos, judíos, árabes y fieles de otros credos cuya iglesia también había metido mano en aquello que pudieran comer. Ninguno quedaba al margen. Los dos objetivos escogieron el de la derecha, donde había una fila de unas cinco personas.

Barry estaba impaciente. Demasiado suspense y poca información. Tenía que haber algo más.

—¿Van a comer? —dudó.

—Todo indica que sí —confirmó Staughton.

El director miró al técnico con una expresión de quien espera una aparición.

—¿Consigues ver por la vidriera del vestíbulo principal?

Staughton se enderezó en la silla y volvió a coger el joystick.

—Si no diera tanto el reflejo del sol…

La imagen suspendida en el exterior del edificio avanzó hacia él hasta encontrar la vidriera. El reflejo en la zona este era enorme y cegaba cualquier imagen; solo se veía un brillo blanco muy intenso, pero cuando pasó a la Reading Room ya aparecía nítida y se captaba el movimiento abajo.

—Vale —exclamó Barry—. Ve hacia ellos y aproxima la imagen.

Staughton cumplió la orden con rapidez y en segundos tenían la imagen de ambos. Jacopo delante en la fila del Court Café, Rafael detrás.

Algo no estaba bien en aquel escenario. Barry notaba algo raro en el ambiente y negaba con la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Aris al ver su gesto.

—Algo no va bien —se limitó a decir.

Aris miró la imagen y lo mismo hicieron todos los demás. Sentían como si se les escapara algún detalle que el director había detectado. ¿Cómo era posible? Tantas cámaras y agentes y el director veía más que ellos.

—¿Qué pasa, David? —insistió Aris.

Jacopo y Rafael seguían en la fila. Había dos personas delante de ellos esperando a que les atendieran.

—Menuda sabandija —maldijo Barry.

Los demás seguían en su ignorancia. El director cogió el móvil personal y marcó un número, luego puso el altavoz para que lo oyera toda la sala. Un bip indicó que había conectado con el número del destinatario. La gente del equipo seguía sin comprender.

—¿Qué hay de raro en esta imagen? —preguntó Barry.

Aris fue el primero en darse cuenta.

—No están allí.

—Manda a los hombres que avancen, Aris. Que los detengan, sin montar el número —avisó el director.

Aris dio la orden por radio. En las diferentes cámaras interiores del museo se podía ver a los agentes dirigirse a la cafetería del lado derecho.

—Sin montar el número —repitió Barry.

—¿Qué pasa, David? —insistió Staughton.

Barry alzó la mano pidiendo silencio. No despegaba los ojos del monitor central. Los dos hombres vieron a los seis agentes llegar desde lados diferentes sin quitarles la vista de encima. No tardaron mucho en salirse de la fila y echar a correr cada cual por su lado.

—Había dicho sin montar el número —censuró Barry, y se volvió después hacia Staughton—. El taxi. ¿Lo coges?

El técnico lo miró sin comprender.

De inmediato Jacopo y Rafael fueron detenidos y trasladados al exterior del edificio.

—Identifíquenlos —ordenó Barry—. Rápido.

En las imágenes se veía a uno de los agentes identificando a los hombres.

—Aquí tenemos a un Jacopo Sebastiani, italiano, y un… Steve Foster, inglés…, taxista.

Por fin Staughton entendió la petición de Barry.

—Va a costar tiempo encontrarlo —dijo a modo de disculpa.

—Qué hijo de… —volvió a maldecir Barry.

—¡Ah! —interrumpió Travis por radio—. El italiano ha pedido que se transmita al director una información.

—¿Cuál? —preguntó Aris.

—A las ocho de la noche en la Osteria de Memmo i Santori, Via dei Soldati, número 22. A la hora de la cena, no se retrase.

Barry estaba furioso, pero trataba de ocultarlo ante su equipo.

Rafael los había tratado como idiotas de remate.

No todo era lo que parecía.