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—¿Estás seguro de que funcionará? —le interpeló Jacopo.

—No —respondió Rafael.

Jacopo suspiró. La fría mañana londinense le calaba los huesos. No habían parado desde el día anterior. Necesitaba descansar. Había intentado dormir en el tren, aunque no lo había logrado. No estaba acostumbrado a ver morir gente a su lado. Günter y Maurice habían sido los primeros y no había resultado agradable. Admiraba la sangre fría de Rafael. Había ayudado a Gavache con las diligencias, le había facilitado toda la información que le habían solicitado de manera sucinta, como si no hubiese asistido a una tragedia, como si no hubiese perdido a un amigo. Probablemente ya había perdido a tantos y de tan diversas maneras que aquel se convertía en uno más. La vida le había vacunado contra todo. Un escalofrío le recorrió la espalda, la imagen de un tiro reventándole sus propios sesos. No quería ser el próximo amigo de Rafael en morir… Otro más.

—No veo el momento de llegar a Roma —confesó el historiador.

—Esta noche duermes con Norma.

—Así lo espero —suspiró Jacopo, acordándose de una esposa que, por norma, no tenía paciencia para sufrir. Su voz chillona cuando le pedía dinero para las compras ya no le parecía tan desafinada.

—¿Te acuerdas de todo? —quiso cerciorarse el sacerdote.

—Soy historiador. Claro que me acuerdo de todo —bromeó por aliviar la tensión.

—Un historiador tiende a acordarse de las cosas de una manera muy suya.

—¿Crees que lo conseguiremos? —La pregunta era en serio. Rafael no respondió—. Lidiar con Ben Isaac es lidiar con Jesucristo —aseguró el historiador—. No va a ser nada fácil.

—Si fuese fácil no estarías aquí —reiteró Rafael.

Eso Jacopo lo tenía que reconocer. El santo padre no le hubiera enviado a ninguna parte. En realidad, lo más seguro era que el santo padre no tuviese conocimiento de haberlo enviado a ninguna parte. Era demasiado insignificante para que siquiera conociese su nombre. Era el secretario el que repartía las cartas, el mediador entre la tierra y el dios que descansaba en el palacio apostólico tras una temporada en Castel Gandolfo que terminaba en octubre. A pesar de que no era creyente, Jacopo era en quien Tarcisio más creía a la hora de desempeñar el oficio para el que se le requería. Tasador de obras de arte y documentos antiguos. Y esa función que había desempeñado a lo largo de muchos años había sido la principal responsable de su pérdida de fe. Millares de pergaminos, papiros, osarios, vasijas y monedas habían pasado por sus manos. Si un documento apuntaba en una dirección, de seguido aparecía otro desdiciendo al primero. Había una noción equivocada de las gentes que habían vivido en la Antigüedad. La mayoría de las personas los imaginaban como unos salvajes, más bien sucios, que vivían poco, se mataban unos a otros y siempre estaban guerreando. Aquella noción no podía estar más errada. Eran personas tan inteligentes como el hombre moderno, solo que con limitaciones en cuanto a vías de comunicación. Por lo demás, todo lo que el mundo era hoy, para bien o para mal, se les debía a ellos.

—Great Russell Street —avisó el taxista.

—OK —dijo Rafael, y se volvió después hacia Jacopo—. Ya.

—Estoy preparado.

—Está bien que lo estés. No olvides que no todo es lo que parece.

—A quién se lo vas a decir… —comentó Jacopo con impaciencia—. Espero que Robin colabore. No dejes que lo maten ni que se mate.

—Eso ya no depende de mí —aseveró Rafael—. Cumple con tu parte y deja que sea él quien decida cómo quiere que se cumpla la suya.

—¿Así es como lo haces?

—Así es como se sobrevive.