La Biblia.
El libro más prodigioso jamás escrito. Tal vez la mayoría de sus palabras estuvieran inspiradas por Dios y las que no fueran de inspiración divina estuvieran escritas por su propia mano.
Llevaba siempre consigo una edición de bolsillo, desgastada de tanto leerla. Prestaba especial atención a los evangelios sinópticos y al de Juan, así como a los Hechos, pero lo que realmente le colmaba el alma era el Apocalipsis. Para aquel día había elegido especialmente: «Jesús le dijo: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie llega al Padre si no es por mí”», del Evangelio de Juan. Lo leyó una y otra vez hasta que no necesitó leerlo más de tan arraigado que estaba en su memoria. Puso su mirada sobre otro papel, el de aquellos a los que Dios llamaba a su lado y que él despacharía con sumo gusto. Tres nombres, tres personas a quienes les había llegado el Día del Juicio. Que Dios negociara con ellos e hiciese lo que tuviera a bien considerar en su inmensa gloria.
No sentía una gran admiración por el Antiguo Testamento, aunque también lo hubiese leído varias veces con el mayor de los respetos. Sin embargo, vibraba con algunos pasajes, especialmente el de Abraham, que en cierto modo y mal comparado tenía algo que ver con él, pues también cumplía con la voluntad de Dios sin mirar a quién. No tenía dudas de que habría matado a su padre, madre, hijos, de haberlos tenido, si se le hubiera pedido tal cosa. La huida de Egipto, liderada por Moisés, se incluía entre sus preferidas. Encontraba grandes enseñanzas en el Libro de los Proverbios, escrito por el gran Salomón, hijo del no menor David. El Libro de Job, las profecías de Jeremías y Ezequiel, Jonás en el vientre de la ballena, Noé, Absalón, Jacob, José, Jesús y muchos otros, la historia de un pueblo que merecía todos los sufrimientos por los que había pasado y seguía pasando. A fin de cuentas, había sido culpa de Anás y de su yerno Caifás el que Jesús fuera enviado a la muerte. Él se veía a sí mismo como un vengador, un ángel, un salvador que libraría del mal al mundo de Aquel. Y gracias a Él lo hacía con suma competencia.
Había cultivado para con Él un hábito que cumplía a menudo. Cerraba el libro sagrado y pensaba en un acontecimiento importante que fuera a ser inminente en su vida y a continuación lo abría al azar y ponía el dedo sobre un versículo. Dios le diría lo que considerase a través de aquella frase al azar, ratificando la coincidencia que hubiera resultado, y nunca fallaba, que para algo era omnipotente.
Hizo lo mismo mientras miraba el primer nombre de la lista de tres que aparecían bajo la sentencia Deus vocat. Cerró el libro y lo abrió al azar. Colocó el dedo sobre el versículo y leyó. Sus labios esbozaron una sonrisa contenida. «Sé bien lo que tú puedes y ningún pensamiento tuyo puede impedirse», del Libro de Job.
Dios había sentenciado.
Un brusco frenazo anunció que había llegado a su destino. Miró el reloj y se desabrochó el cinturón. A la hora exacta.