32

Sarah sintió cómo un gélido escalofrío le recorría la espina dorsal. Tenía la cabeza empapada de un sudor frío y el miedo se apoderó de ella. Cerró los ojos, pero ni siquiera eso pudo atenuarle la sensación de peligro inminente. El cañón helado del arma le rozó la nuca y su miedo se convirtió en pánico. Sintió que era el final.

—No lo haga. Por favor —consiguió articular.

—Sarah, sabe usted demasiado, y ahora mismo eso es un obstáculo para nosotros —dijo la voz masculina—. Su sepultura está cavada hace mucho tiempo.

¿Cómo iba a ser aquello su fin? A la vez tan lento y tan veloz, imprevisible, ignorado. El lugar estaba oscuro, no se distinguía si era en el interior o en el exterior. Casi no podía verse a Sarah con los ojos cerrados, haciendo un inmenso esfuerzo por no abrirlos, con el cañón del arma pegado a la nuca.

—Adiós, Sarah —dijo la voz a modo de veredicto.

La periodista seguía con los miembros rígidos, pero el pánico había pasado. Se había resignado.

—Francesco. —Fue lo último que dijo, antes de que la cara le reventase en un mar de sangre y tejidos.

—Hora de despertar —oyó que decía una voz masculina, a lo que siguieron dos golpes secos en pleno rostro.

Francesco se despertó espantado. Estaba tumbado en una cama de matrimonio. Le despertó el mismo hombre que le había abordado en Via del Cestari.

Vestía un traje de Armani, de corte elegante, y cojeaba de la pierna izquierda. Francesco no habría sabido decir si era el mismo traje u otro, lo cierto es que no tuvo mucho tiempo para observarlo. El hombre le lanzó ropa y unas toallas.

—El cuarto de baño está ahí —informó señalándolo—. Lávese y vístase. Tiene cinco minutos.

—¿Dónde estamos? —preguntó Francesco a medio incorporar.

—En alguna parte —le respondió el otro secamente—. El tiempo corre.

El hombre se dio media vuelta y salió de la habitación.

Francesco trató de recordar los extraños acontecimientos de la noche anterior, la salida de Sarah con el sacerdote negro, la espera, la llamada en la que le pedían que fuera a Piazza del Gesù y luego al Largo di Torre Argentina, donde había aparecido el borracho. No conseguía acordarse de lo que había sucedido después. Solo le parecía que le habían drogado. No creía que se hubiera dormido por las buenas sin darse cuenta de nada, más sin saber el paradero de Sarah. ¿Y él dónde estaría? ¿Todavía en Roma? Evidentemente se encontraba en una lujosa habitación de hotel, pero el Palatino no era. Se levantó y fue a la ventana. Corrió la cortina y de frente encontró una amalgama de edificios hasta donde le alcanzaba la vista. Era por la mañana. Desde abajo llegaba el frenético bullicio del embotellamiento del tráfico. No reconocía ninguna construcción en particular. Sin embargo, estaba seguro de algo: en Roma no se encontraba.

Fue a mirar la hora en su reloj, pero había desaparecido. «¡Demonios!». Buscó el móvil, pero tampoco lo encontró. De hecho, todas sus pertenencias habían desaparecido. La ropa que el hombre le había tirado era nueva. Se sentó al borde de la cama y se acarició el cuello por detrás. Se sentía cansado y desorientado. Alguien debía tener respuestas. Solo que no sabía si estaba preparado para conocerlas.

Se incorporó y fue a darse una ducha rápida antes de que el hombre cojo regresase a la habitación. Utilizó el champú y el gel de baño del hotel, sin duda era un cinco estrellas. Los caracteres impresos en los frascos eran inidentificables para su comprensión. Donde quiera que estuviese no utilizaban el alfabeto latino. Se lavó con agua muy caliente pero siguió sintiéndose inmundo, una pegajosa suciedad parecía adherírsele al cuerpo en cuanto se secaba. Se sentía débil. Quería saber de Sarah. Notaba el corazón oprimido por la ansiedad y la exasperación. Le faltaba la única sensación que proporciona bienestar al ser humano: control. Sin él se sentía total y absolutamente perdido, y no pensaba solo en sentido geográfico.

El hombre del traje de Armani volvió a entrar en la habitación cuando Francesco se estaba atando los zapatos. Miró al periodista con expresión de menosprecio. Sujetaba la puerta.

—Vamos. —Era una orden y no un ruego. Francesco salió vacilante, no sabía qué dirección tomar—. De frente —le dijo el otro.

—¿Me va a decir dónde estamos? —le preguntó Francesco.

—No pierda el tiempo haciendo preguntas. A la izquierda. —Francesco giró en la dirección indicada. Delante se extendía un pasillo inmenso con innumerables puertas, pero no entraron en ninguna. Llegaron a un vestíbulo con ascensores—. Pulse el botón —dijo el hombre.

El periodista obedeció. Una pareja de avanzada edad salió de una de las habitaciones y les esperó. La señora les saludó en inglés.

—Buenos días.

—Buenos días —respondieron ambos.

Francesco desconfiaba.

—No entre en el próximo ascensor —le susurró el desconocido.

Una campanita sonó avisando de que el ascensor había llegado al piso. Ambos hombres dejaron que la pareja entrara a la cabina y aguardaron. En cuanto las puertas se cerraron, Francesco volvió a presionar el botón. Esperaron unos minutos en silencio hasta que la campanita volvió a sonar. Francesco fue el primero en entrar. El hombre del traje de Armani pulsó un botón que Francesco no logró ver. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a elevarse.

Fueron unos instantes, pero al joven le parecieron una eternidad, con perdón de la expresión. A medida que ascendían hacia lo desconocido, se sentía más alterado y ansioso. Le invadió la sospecha de que el desconocido iba a tirarlo desde el último piso y se imaginó cayendo y gritando desesperado, impotente, hasta estrellarse contra el suelo. Por otro lado, no parecía verosímil que, quienquiera que estuviera detrás de aquello, tramase un ardid tan complicado para un final tan sencillo. Podían haberle matado en cualquier ocasión con toda facilidad.

«Deja de pensar —se ordenó a sí mismo—. Lo que haya de ser será».

Las puertas del ascensor se abrieron hacia otro pasillo lleno de habitaciones. Francesco fue el primero en salir, ignorando por completo la lujosa decoración.

—A la izquierda —dijo el hombre, que le pisaba los talones—. Todo de frente.

El periodista cumplió lo ordenado. Avanzó con paso prudente, ni deprisa ni despacio, temiéndose en todo momento lo peor, significase lo que significase.

—Es aquí —dijo el otro, y le tomó la delantera. Era la puerta de una habitación. Dio dos leves golpes.

Oyeron un «entra» procedente del interior.

El hombre vestido de Armani, todavía con cara de pocos amigos, abrió la puerta y dejó que Francesco entrara. Después cerró, dejando al periodista con quienquiera que estuviera en el interior de la habitación.

Se trataba de una suite enorme. El que había ordenado que entrara no se encontraba a la vista.

Buon giorno —oyó decir a un hombre—. Acérquese.

La voz procedía de una estancia a la derecha. Francesco se acercó con mucha cautela y encontró a un hombre muy viejo sentado en una silla, mirando por un gran ventanal. Vestía un ropón blanco. Hablaba un italiano impecable, sin acento.

—Acérquese, Francesco —insistió el viejo.

El joven avanzó cautelosamente, sin perder al anciano de vista. ¿Quién sería?

—¿Quién es usted, señor? —sacó valor para preguntar.

—Quién soy yo no es importante —se limitó a responder.

Se incorporó a duras penas con ayuda de un bastón con una cabeza de león dorada en la empuñadura y se acercó a la ventana. Francesco se colocó a su lado y miró hacia la ciudad que se extendía frente a ellos. Esta vez el periodista la reconoció. Nunca la había visitado. Identificó la cúpula dorada que aparecía en los telediarios. Frente a ellos se extendía la Ciudad Santa de Jerusalén.

—¿Dónde está Sarah? —Era la pregunta más importante.

—Al servicio de Dios.

¿Qué quería decir con aquello?

—¿Y usted también? —inquirió con cautela.

—¿Yo? —sonrió—. No. Yo no tengo señor. Llámeme JC.

—¿JC? ¿Y eso qué quiere decir?

—JC —repitió el viejo.

Francesco señaló la ciudad.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —No lograba disimular su irritación.

JC no respondió de inmediato. Contempló la ciudad durante unos instantes y respiró hondo. Luego, cuando por fin habló, lo hizo con la frialdad de un iceberg.

—Jerusalén. Aquí fue donde comenzó todo… Aquí será donde todo acabe.