A David Barry le gustaba despertarse temprano. Antes de que el sol hubiera salido o siquiera tuviera intención de asomar, ya era posible verle haciendo su jogging matinal por Hyde Park. Una hora entera en torno a The Serpentine a ritmo acelerado, lloviese, hiciese sol o esa mezcla híbrida que no se sabía muy bien qué era. Una niebla cerrada le limitaba el campo de visión, pero no le impedía correr a la velocidad de siempre. Confiaba en sus reflejos para poder sortear cualquier obstáculo que le surgiera en el camino, un corredor más lento o simplemente cualquiera que hubiera salido a caminar para hacer un rato de mantenimiento madrugador. Incluso en los días buenos era raro ver a mucha gente. El parque empezaba a llenarse cuando David terminaba su hora de ejercicio físico.
En el manual de hábitos que acompañaba a David Barry seguía una ducha bien caliente para expulsar impurezas, sudor y cuanto estuviera contaminado; después se afeitaba con máquina, se ponía pantalones de tweed, camisa azul, blazer y nunca corbata. Tomaba un desayuno frugal, café con pan, solo. No tenía hijos que llevar al colegio, ni esposa que besar antes de irse; ellos se encontraban a cinco mil novecientos kilómetros de distancia, al otro lado del Atlántico, en Washington D.C., aún debían de encontrarse en el primer sueño.
Desde casa al trabajo había unos diez minutos en coche, según el tráfico. Acostumbrarse a conducir por el lado equivocado de la calle no había sido tan problemático como había pensado. Al cabo de tres días era como si nunca lo hubiese hecho de otra manera. En realidad comenzó a pensar que eran los ingleses quienes hacían lo correcto. Al entrar en el edificio faltaban diez minutos para las ocho de la mañana. El conserje le dio los buenos días, él devolvió el saludo y llamó al ascensor. Entró en la cabina y pulsó un botón cualquiera; luego pasó su tarjeta de identificación por un lector digital que indicó al ordenador que controlaba el ascensor un piso que no figuraba en ningún botón. Segundos después las puertas se abrieron en una planta con un movimiento febril.
La sede de la Central Intelligence Agency para el continente europeo.
—Buenos días, David —le saludó un hombre que vestía pantalón vaquero y camiseta.
—Buenos días, Staughton. ¿Qué tal la noche?
—Extraña —respondió Staughton antes de desaparecer en una sala llena de monitores.
«¿Y no lo son todas?», caviló David mientras se dirigía hacia su despacho.
A aquella hora de la mañana la actividad era impresionante. Individuos gritando al teléfono, individuos gritando a otros individuos, individuos gritando a micrófonos y monitores, individuos yendo de un lado a otro con otros individuos o solos con papeles en la mano o expedientes o vasos de cartón de Starbucks o bandejas con vasos de cartón de Starbucks o bandejas con sándwiches o bandejas vacías o cables o cámaras, Fuck, Fuck off, Fucking work, Go fuck yourself, Fucking Iraquis, Fucking Afegans, Fucking Russians, Fucking Israeli, Fucking Muslims, Fucking Osama, Let’s fuck them all, We make the United States of America safe.
Todos los días lo mismo. De ahí que no fuera un trabajo para cualquiera… Solo para los mejores entre los mejores, para hombres como David Barry, al que con solo cuarenta años se le había requerido para el prestigioso sexto piso de Langley con el cometido de sustituir a Geoffrey Barnes, el antiguo director de la sede, muerto en acto de servicio. Dios lo tenga en su gloria por haber protegido a los ciudadanos norteamericanos del otro lado del mar, por estar en el frente al servicio de la libertad del nuevo mundo.
Apenas tuvo tiempo de entrar en el despacho y colgar la chaqueta en el perchero.
—David —llamó una mujer muy alterada.
—Buenos días a ti también, Samantha —saludó con aire burlón.
—Buenos días, David. Disculpa. —Samantha estaba totalmente despeinada, algo que David decidió ignorar—. Tenemos un asunto.
—Siempre lo tenemos —repuso él. Luego la miró sonriendo—. Cuéntame.
—Esta noche han muerto dos sacerdotes en una iglesia de París —le informó.
David aprovechó para sentarse e hizo un gesto con la mano para que Samantha lo imitara.
—Dos sacerdotes en París —se limitó a repetir, como si quisiera grabar la información en su mente.
—Pero hay más.
«Siempre lo hay».
—Según nuestras fuentes ocurrió cuando estaban siendo interrogados por inspectores de la Sûreté Nationale.
David frunció el ceño.
—¿La Police Française? ¿Y estaban interrogándolos por…? —No terminó la frase.
—Por causa de otros dos homicidios ocurridos antes.
—Qué complicado —dijo bostezando—. Vamos por partes. ¿Quién mató a los sacerdotes?
—Aún no lo sabemos.
—Intenta enterarte. ¿Quiénes eran las otras víctimas?
—Tampoco lo sabemos.
—Pues no sabemos gran cosa, ¿verdad? —dijo algo importunado—. No podemos gastar recursos en asuntos sin importancia, Sam. —Suspiró y volvió a adoptar su aire condescendiente con otra sonrisa. Le gustaba ver a su personal con buena disposición—. ¿Alguna cosa más?
Samantha dudaba si contarle el resto, pero David leía muy bien en los rostros ajenos.
—Desembucha.
—Jack… Jack Payne estaba entre ellos —terminó diciendo ella.
David abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Rafael? —Samantha asintió y bajó la cabeza—. ¿Es una de las víctimas?
—Todavía no…
—Sabemos —terminó él, afectado. Se puso en pie—. Llama a Aris, por favor.
Samantha se levantó a su vez y salió del despacho para cumplir la orden. Barry respiró hondo.
Jack Payne o Rafael Santini, una leyenda en la historia reciente de la CIA. Un gran hijo de puta, eso es lo que era, pues al final resultó ser un agente doble al servicio del Vaticano… Un curángano, un comesantos. David Barry había intimado con él, había sido su amigo, se había sentido traicionado cuando había conocido su caso en 2006, se había sentido herido, y no había sido el único… Y todavía le duraba.
Dos minutos después entró un gigante grueso vestido con un traje que le sentaba bien.
—David —saludó.
—Aris.
Ambos se saludaron con un apretón de manos firme y sincero.
—Cuéntame todo lo que sabes —le pidió el director—. ¿Alguna novedad de Rafael? —Aquel nombre todavía le revolvía el estómago.
—Mi equipo está sobre el terreno, pero las sabandijas de los franceses no están siendo claros con nosotros. —Sacó un cigarro y lo encendió—. Sabemos que la Sûreté estaba presente cuando ocurrió. Y también sabemos que el interrogatorio tenía que ver con otros dos homicidios ocurridos en París y Marsella.
—Y los periódicos ¿qué dicen sobre el asunto?
—Eso también es interesante. No dicen nada porque no saben nada.
—Puñeteros franceses —renegó David pensativo—. Así que la prensa no está al corriente…
—Todavía no —confirmó Aris, y dio otra calada al cigarro antes de aplastarlo en el cenicero de la secretaria de David.
—¿Sabemos quiénes son las otras víctimas?
—De aquí a una hora tendré la información —aseguró Aris.
—¿Y sabemos si Rafael se cuenta entre las víctimas de la iglesia? —No quería mostrarse afligido por un judas.
Aris meneó la cabeza en señal de negación. No lo sabía.
—Pero hay una manera sencilla de saberlo —comentó. Barry esperó la sugerencia—. Llamarle —expresó con naturalidad.
—¿Quién?
—Tú.
El director volvió a sentarse en la silla. Menuda sugerencia. Y, no obstante, era lo más lógico que se podía hacer. Aris era inteligente y pragmático. Estaba analizando el juego, las opciones, y proponía las soluciones.
—Eso puede ahuyentar la caza —objetó Barry.
—De lo contrario nos quedamos sin saber si ha sido una de las víctimas o si sigue escondiendo algo. Salimos ganando de cualquier modo.
Barry pensó unos instantes. ¿Qué estaría haciendo Rafael en París con la Police Nationale? ¿Estarían interrogándolo? ¿Habría muerto? Cuando quiso darse cuenta ya había cogido el móvil personal y estaba buscando en la lista de contactos la letra R. No encontró a ningún Rafael. Qué extraño. Sabía que tenía su número y que no lo había borrado. Un hombre de la CIA nunca borraba nada, ya que nadie conocía el futuro, nunca se sabía lo que podía hacer falta. Por fin recordó. Dio en la J y tras varios Jacks apareció Jack Payne. Lo tenía apuntado con el primer nombre que le había conocido. Cabrón.
Tras unos segundos de vacilación presionó la tecla verde y se llevó el aparato al oído. Al otro lado sonó la señal. Un toque. Dos. Tres. «Contesta —se encontró pensando—. Venga. Contesta». Cuatro toques. Cinco. Seis… Alguien contestó al otro lado.
—¿Rafael? —preguntó con voz firme. En el fondo de sí mismo se alegró de que le hubiera respondido. Era él—. Buenos días. Soy David.
Rafael dijo algo que David escuchó con atención.
—Hola. Hace mucho que no hablamos. —Y algunas palabras más que ni Aris ni Samantha oyeron, ya que Barry no había puesto el manos libres.
—Estoy en Roma —mintió— y me he acordado de ti. ¿Tienes tiempo para un café?
Unos segundos después Barry colgaba la llamada con un: «Perfecto. Nos vemos allí». Luego miró a Samantha y a Aris.
—Está vivo. —Lo que era obvio—. Y está mintiendo.
—¿Qué es lo que ha dicho? —quiso saber Aris. La curiosidad era una deformación profesional.
—Que hasta las seis de la tarde estaría confesando, pero que a las ocho podíamos cenar. —Observó a los presentes, luego salió del despacho. Los otros le siguieron—. Sam, quiero que revises todos los vuelos que salen de París hacia Roma hasta las cinco de la tarde y si Rafael va en alguno de ellos.
—Ahora mismo —aseguró la mujer antes de dejarlos solos.
—¿Tenemos la certeza de que Rafael se encontraba en París esta madrugada? —indagó Barry.
—Absolutamente. Está en la lista de Alitalia y los franceses lo han confirmado —repuso Aris—. Utilizó su propio pasaporte.
Entraron en una sala plagada de monitores y operarios que los observaban. Tenían diferentes imágenes, todas de satélite o video-vigilancia o circuitos internos de televisión, de diferentes partes del globo, más o menos próximas. Barry vio a Staughton manejando un joystick al tiempo que miraba una pantalla.
—Jeronimo Staughton —le llamó Barry.
—Hombre, David. ¿A qué debo el honor?
—¿Estás ocupado en algún asunto prioritario?
La imagen mostraba a una mujer hablando por un móvil en una calle transitada. Llevaba dos bolsas de compras de Burberry. Estaba siendo filmada desde arriba, desde un satélite a seiscientos kilómetros de altura. Staughton alejó el zoom rápidamente, cientos de veces, y en el monitor apareció la isla de Gran Bretaña.
—Nada que no pueda esperar —zanjó.
—Necesito la localización del titular de este número —pidió Barry al tiempo que le mostraba la pantalla de su móvil.
Staughton se acercó un teclado que salía de un tablero articulado, pulsó con rapidez algunas teclas e introdujo el número. De inmediato comenzó a dictar órdenes a través del teclado a una velocidad impresionante.
—¿Estás de broma? —preguntó Staughton al leer la información que aparecía en otro monitor al lado de la fotografía de Rafael, a.k.a. Jack Payne.
—¿Lo conoces? —preguntó Aris.
Staughton asintió.
—Todo el mundo lo conoce. Ya me dio mucho que hacer. —No quiso añadir que también le dejó una mancha en el expediente—. Tuvo que ver en la muerte de Barnes. Es una sabandija dura de roer.
Barry conocía el caso. Rafael no había tenido nada que ver con la muerte de Goeffrey Barnes, su predecesor.
—Necesito que me digas dónde se encuentra ahora.
Instantes después, una señal roja intermitente apareció en una de las pantallas, sobre un mapa.
—Está en movimiento —informó Staughton mientras aporreaba con los dedos las teclas del ordenador.
—¿Dónde?
—En Francia. Al norte de París, y se desplaza a gran velocidad.
En la pantalla se veía la señal roja moviéndose hacia el norte del mapa. Según parpadeaba se desplazaba más al norte.
—¿Dónde está? ¿En un coche? —preguntó Aris.
—No. Se desplaza demasiado deprisa.
—¿En un avión? —sugirió Barry.
—No podemos localizar señales de móvil en los aviones. Aguarda un momento —rogó Staughton concentrado en su tarea. Unos segundos después apartó el teclado y cogió el joystick; la imagen que flotaba sobre la isla británica se acercó más y se desplazó hacia el sur, hasta focalizarse sobre un objeto largo y estrecho que se movía muy deprisa.
—¿Qué es eso? —preguntó Aris sin comprender lo que veía.
—El Eurostar —respondieron Barry y Staughton al unísono.