Sentía un malestar en el estómago que le provocaba náuseas y vomitaba bocanadas de nada. Sarah hacía un gran esfuerzo por arrojar el malestar que sentía en el vientre, pero siempre acababa en una arcada seca, vacía, doblada sobre sí misma en el exiguo espacio del lavabo del Learjet. Comenzó a sentirse mal en cuanto el avión despegó de Ciampino. La ausencia de tierra firme le provocó un angustioso vértigo que le obligó a reclinar el respaldo del asiento. Buscó la posición más horizontal posible, que aun así era demasiado vertical, y sintió que le venían las náuseas. El avión todavía no había alcanzado la altitud de crucero cuando Sarah se desabrochó el cinturón de seguridad y corrió hacia el lavabo.
Necesitó casi media hora para reponerse. Del mismo modo súbito en que habían aparecido el vértigo y las náuseas, así se desvanecieron.
Salió a la cabina, lívida, amoratada, con agujetas en el cuerpo. En una mesa frente a su asiento vio una bandeja con una tetera, una taza y un plato con galletas.
—Siéntese, querida —dijo la voz melodiosa y bondadosa de Myriam—. He pedido que les hagan una tila. Beba, les sentará bien —añadió con una sonrisa de complicidad.
El plural había alterado a Sarah, y mira que se había empeñado en ocultarlo. «He pedido que les hagan…». Aquella frase le había retumbado en la cabeza y también en el resto del cuerpo. ¿Sería verdad? ¿Lo sería? ¿Llevaría a alguien en su vientre? ¿Estaría embarazada?
La sensación de alegría que creía que era la característica de todas las futuras madres en cuanto conocían la noticia no existía en ella. Se podía decir, a falta de mejor palabra, que la sensación que Sarah experimentaba era de pánico y en absoluto de felicidad. ¿Sería normal? Se acordó de Francesco en aquel momento y de lo preocupado que debía de estar sin noticias de ella, pero luego lo imaginó a su lado y a ella con una barriga enorme, casi al final del proceso, dispuestos a embarcarse en el desconocido mundo de la paternidad. Quería esforzarse en sonreír, en sentir una pizquita, un minúsculo pedacito de alegría, de felicidad, de algo positivo, aunque fuera solo de bienestar, pero no lo conseguía. Peor todavía, deseaba que aquello no fuese verdad. Francesco le gustaba, lo apreciaba, lo admiraba, pero no quería tener un hijo suyo. De repente la imagen de Rafael invadió su mente. Francesco le gustaba, lo apreciaba… Quería que le gustara…, quería apreciarlo. Tenía que querer tener un hijo suyo. Cualquier mujer querría. Francesco era un hombre maravilloso, sería un padre tierno y un marido cariñoso… Pero la imagen de Rafael no se le iba de la mente.
—No me diga que no lo sabía —la interrumpió Myriam sin saber que estaba interrumpiendo.
Sarah negó con la cabeza.
Myriam posó su mano sobre la de la joven.
—No tiene por qué preocuparse, querida. Es un estado maravilloso. —Lo dijo con la voz embargada por la emoción, y ahora le tocaba a Sarah tratar de consolarla.
—No tenga miedo, Myriam. Todo va a salir bien. —Ese era su deseo—. Llegaremos a tiempo de resolverlo todo.
La mujer se deshacía en llanto y Sarah la abrazó. El dolor era contagioso, pero alguien tenía que ser fuerte.
—No es justo, Sarah. Ningún padre debería perder a un hijo —se lamentaba amargamente.
—Eso no va a suceder —la tranquilizó la periodista—. Vamos en su busca. Todo irá bien. —¿Qué más podía decir?
—No hables de mi hijo como si estuviese muerto, Myr —la reprendió Ben Isaac, sentado en su asiento sin mirar hacia las mujeres—. Ben Junior está vivo. No le harán nada.
Sarah pidió a la azafata un vaso de agua con azúcar. El avión avanzaba rumbo noroeste, pero para Ben era como si no se moviera. Había hablado con el comandante para que se apresurara, pero ya habían alcanzado la altitud y velocidad máximas toleradas por la nave. «Cuánto más deprisa, más despacio», pensó Ben Isaac con el corazón oprimido. Pero no mostraría su debilidad ante una mujer desconocida.
Ben pensaba en su sorpresa al subir y encontrar al cardenal en el avión y en la breve conversación que habían mantenido con la nave en tierra. El cardenal no había proseguido viaje con ellos.
—Es un hombre difícil de encontrar, Ben Isaac —se había quejado William.
—No me voy escondiendo de nadie —replicó el judío.
—Déjeme presentarle a Sarah Monteiro.
—Temo no tener mucho tiempo para conversaciones —se disculpó educadamente. Quería emprender el vuelo cuanto antes.
—Sabemos lo de su hijo —atajó William sin rodeos—. Recibimos el DVD. Lo lamento mucho.
Myriam bajó la cabeza y se contuvo. Parecía una declaración de pésame. Sintió que un torrente de lágrimas le inundaba el pecho, pero se esforzó en contenerlo ante el cardenal y aquella tal Sarah, que permanecía callada.
—¿Recibieron el DVD? Entonces sabe que tengo prisa —anunció Ben Isaac. Estaba perdiendo la paciencia, no tenía tiempo de etiqueta y buenas maneras.
—Ciertamente. Ya me voy —se excusó William—. Sarah está al corriente de todo y va a acompañarles.
Era una situación peculiar, extraña, pero Ben Isaac no protestó. Allí estaba el cardenal-prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe diciendo que se hallaba al corriente de todo, que sabía lo del secuestro de su hijo y que le endosaba a aquella mujer. Que estaban en el mismo barco o, en aquel caso, el mismo avión. Después de despegar y de que la mujer regresara del lavabo, donde se había demorado algún tiempo, había llegado en opinión de Ben Isaac el momento de poner las cartas boca arriba.
—¿Cuál es su papel en todo esto? —quiso saber el israelí.
—Si quiere que se lo diga, francamente no lo sé muy bien —respondió Sarah tímidamente.
—¿Ha visto el DVD?
Sarah asintió.
—De camino al aeropuerto.
—¿Y qué le dijeron?
—Hablaron de Statu quo —aclaró la periodista.
Ben miró a aquella mujer con otros ojos. Le habían contado todo. ¿Qué tenía ella de especial?
La azafata llegó con el vaso de agua con azúcar y se lo dio a Myriam.
—Hábleme de usted —solicitó el israelí suavizando su aire adusto.
A Sarah no le gustaba hablar de sí misma, pero le comprendía.
—Soy periodista, editora de política internacional de The Times, vivo en Londres, de padre portugués y madre inglesa.
—Creo que he leído algo de usted.
—Es probable. He publicado dos libros sobre el Vaticano, en concreto sobre los dos papados anteriores a este.
—¿La Iglesia confía en usted?
—Digamos que confía desconfiadamente —contestó Sarah con sinceridad. No iba a esconderle nada a Ben Isaac—. Sabe perfectamente cómo son estas cosas. Los enemigos de hoy son los aliados de mañana. Nunca se sabe las vueltas que va a dar el mundo, solo se sabe que las dará.
—¿Y qué es lo que usted tiene y ellos quieren?
El judío sabía las preguntas que debía hacer.
—Es complicado —respondió la periodista.
—No me considero demasiado imbécil —se defendió esbozando una media sonrisa, la primera desde que se habían conocido. Desprendía tristeza, una vida llena de trabajo y sacrificios.
—¿Ha oído hablar de JC?
Ben trató de identificar en su memoria aquellas siglas.
—¿Jesucristo?
Sarah sonrió. Por unos instantes deseó darle la razón y decirle que estaba en lo cierto. JC a veces parecía sobrenatural, no en lo tocante a piedad o amor, sino a omnipresencia. Lo sabía todo, en todo momento.
—Podía ser, pero no —afirmó la inglesa—. JC fue un mercenario. El responsable material de la muerte de Juan Pablo I.
—¡No me diga que también fue asesinado! —exclamó Ben Isaac, realmente espantado.
—Recuerdo muy bien aquel día —le interrumpió Myriam—. No dejé de llorar. Aquello nunca se explicó del todo. Siempre hubo sospechas.
El día 29 de septiembre de 1978, de infausta memoria, amaneció con la muerte de Albino Luciani, el papa de la sonrisa, solo treinta y tres días después de su elección por el Colegio Cardenalicio. Oficialmente, la muerte se debió a un ataque cardiaco fulminante. Públicamente se dijeron cosas muy extrañas, si bien la versión oficial nunca ha sido desmentida ni alterada.
—Sí, lo fue —confirmó Sarah—. JC es un hombre muy poderoso.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Ben Isaac tratando de recordar alguna situación en la que estuviera implicado el personaje en cuestión.
—Pocas personas lo conocen. Yo lo conocí sin querer, por casualidad.
—La vida es una casualidad.
—Lo es —corroboró la periodista—. Sea como fuere, el Vaticano lo necesita y su único contacto soy yo.
—¿Por qué lo necesita? —El israelí no comprendía.
—No lo sé. Pero parece que es importante para resolver todo lo que está sucediendo.
—No logro entender lo que ese JC tiene que ver con el secuestro de mi hijo.
—Nada. Con lo que tiene que ver es con la muerte de tres de los Cinco Caballeros.
Ben Isaac se quedó lívido. Sarah y Myriam se asustaron enormemente, porque pensaron que estaba a punto de darle un ataque.
—¿Qué te pasa, Ben? —le preguntó su mujer acongojada. Menuda noche—. Dime.
Le quitaron la chaqueta y le desabrocharon los botones de la camisa. Parecía que le costara respirar. Tosió unas cuantas veces débilmente. Myriam le hizo tomarse el resto del agua con azúcar. Unos minutos después Ben se tranquilizó y volvió en sí, respirando acompasadamente.
Myriam se colocó frente a él y lo miró a los ojos.
—Ben Isaac, desembucha todo lo que tengas ahí dentro. No nos escondas nada ni a mí ni a Sarah. —Le escrutó todavía más fijamente—. Es una orden.
Ben Isaac se humedeció los labios y bajó la mirada. Se sentía destrozado.
—¿Sabe los nombres? —le preguntó a Sarah.
—¿De quién?
—De los que han muerto.
La periodista sacó el bloc de notas del bolsillo de la chaqueta. No malgastaba la memoria con información secundaria.
—Ah… Yaman Zafer, Sigfried Hammal y Ernesto Aragonés.
Cada nombre pronunciado fue como un dardo disparado al pecho de Ben Isaac. Se le escapó una lágrima y rodó por su rostro. Era doloroso.
—Los Cinco Caballeros son… Eran investigadores que certificaron los descubrimientos de 1946 en el valle de Qumrán. En un principio eran solo tres. Después reclutamos a dos más. Hicieron un voto de silencio que nunca fue violado —explicó el israelí—. Ese silencio era fundamental para preservar los descubrimientos y para… —vaciló.
—¿Para qué, Ben? —insistió Myriam, seria.
—Para mantener el Statu quo —confesó.
—¿Y eso qué quiere decir? —Myriam denotaba irritación.
—El Statu quo. Que las cosas se queden como están.
—¿Por qué esos documentos siguen encontrándose en su poder? —preguntó Sarah.
Ben Isaac no respondió de inmediato. Meditó las palabras exactas. No quería soltar imprecisiones. Miró a Myriam temeroso.
—Porque fueron mis equipos los que los encontraron. Quien hace el hallazgo es el propietario.
—Sé que algunos se los cedió a la Iglesia y a otras instituciones. Otros se vendieron. —Sarah no lo decía convencida.
—Porque tenían menos importancia. —Las palabras de Ben Isaac sonaban irritadas. En aquello había algo más.
—Parece extraño que la Iglesia no insistiera. Más cuando uno es el Evangelio de Jesús. —La periodista creyó más conveniente demostrar que sabía de lo que estaban hablando.
—¿El evange…?, ¿el qué? —Myriam no quería creerlo—. No puede ser.
Ben parecía un niño travieso al que hubieran descubierto en una de sus travesuras. Tenía la cabeza gacha y expresión de preocupación. Parecía absorto.
—¿Fue escrito por el propio Jesús? —quiso saber su mujer, temerosa.
Ben asintió en silencio.
—¿Y el otro documento? —le recordó Sarah.
Él dudó.
—¿Hay más? —Myriam parecía intimidada e intrigada al mismo tiempo.
El israelí volvió a asentir en silencio. Le llevó algún tiempo hablar. Cuando lo hizo, la voz le salió ronca.
—El otro sitúa a Yeshua Ben Joseph en Roma, en la era de Claudio.
Sarah y Myriam no consideraron aquello muy extraño, pero lo cierto es que no eran precisamente lo que podía decirse unas expertas en historia.
—¿Y cuál es el problema? ¿Quién es Yeshua Ben Joseph? —preguntó Myriam.
—Jesús, hijo de José —explicó su marido.
—Muy bien. Jesús estuvo en Roma. ¿Y cuál es el problema? —Su esposa seguía sin comprender.
—Jesús estuvo en Roma en el cuarto año de la era de Claudio. —La voz de Ben Isaac empezaba a sonar más firme.
Las mujeres seguían sin comprender dónde estaba el intríngulis de aquello. ¿Qué problema había en que Jesús hubiera estado en Roma en aquella época?
Ben Isaac suspiró. Ellas seguían sin entender.
—El cuarto año de la era de Claudio es el año 45 d. C.
Ambas se miraron. Aquello sí era una revelación sorprendente. ¿Jesús en Roma en el año 45? Eso era tremendo.
—Entonces, ¿la crucifixión? —preguntó Sarah con el corazón acelerado. No estaba segura de querer saber la respuesta.
Esta vez Ben la miró a ella.
—No tuvo lugar —afirmó como si lanzara una bomba.
La periodista ni reparó en que se persignó cuando Ben Isaac dijo aquello.
—¿Cómo?
El hombre la miró con expresión piadosa y de querer pedir disculpas, como lamentando que se hubiera enterado de aquella manera.
Sarah no pudo decir nada más. Aquello era tremendo.
—Eso es muy grave —afirmó Myriam por fin—. Gravísimo.
—Lo sé. No quería, de ninguna manera, que nadie lo supiese. Guardamos el secreto durante más de cincuenta años y quería seguir haciéndolo —explicó Ben Isaac avergonzado.
—¿Y por eso han secuestrado a mi Ben?
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Y quién es esa gente? —preguntó la madre encolerizada.
—No lo sé, Myr. No tengo ni idea. —Se volvió hacia Sarah, que seguía alucinada—. ¿Sabe cómo contactar con ese JC?
Sarah nunca había contactado con él. Desde el principio había sido una relación unilateral. Era él quien contactaba con ella. Sospechaba que el puesto de editora en el periódico podían habérselo dado a dedo por él, pero también pensaba que podía haber sido Rafael. Dado que los éxitos que a lo largo de los dos años que llevaba desempeñando aquel cargo habían sido considerables, prefería pensar que el mérito era todo suyo. Y, en el fondo, lo era. De vez en cuando recibía un dossier en el buzón sobre algún asunto que merecía la pena. Normalmente eran casos muy mediáticos, no todos sobre el Vaticano, de ahí que la comunidad periodística de Londres la tildase de infiltrada, cuando no de amante del papa. Sabía que JC la espiaba, la vigilaba, y en este sentido prefería pensar que solo hasta cierto punto, que solo permanecía atento. Contaba con eso para llamar su atención.
—Sí. —A Sarah no le gustaba mentir. De cualquier forma, sabía que no tendría que contactar con él.
—¿Y qué es lo que los secuestradores dijeron? —preguntó Myriam al recordar la llamada telefónica que Ben Isaac había recibido en el aeropuerto de Ciampino.
En ese preciso instante los reactores del Learjet comenzaron a reducir y el avión empezó a descender. La azafata se acercó a ellos.
—Vamos a aterrizar en Gatwick, doctor. Les agradecería que se abrocharan los cinturones.
Ben Isaac lo hizo inmediatamente, en tanto que Myriam continuaba mirándolo a la espera de una respuesta.
—Dijeron que esperásemos en casa.