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De todas las profesiones que a diario se ejercen con mayor o menor competencia sobre la corteza del globo terrestre, ninguna es tan peculiar como la de Ursino.

Hacía cuarenta años que desempeñaba su ilustre oficio, de lunes a viernes, a veces los sábados, pero nunca en el día de descanso de Nuestro Señor, pues si hasta Él había descansado el séptimo día, ¿quién era Ursino para obrar de otro modo?

Le agradecía al papa Montini, que había pasado a los anales de la historia como Pablo VI, haberlo designado para tan prestigiosa y pintoresca tarea.

Tenía el privilegio de trabajar en el palacio apostólico, en la planta baja, en la que llamaban sala de las reliquias. Albergaba millares de huesos reconocidos y celebrados por la santa madre Iglesia como de santos, huesos que después se enviaban a las nuevas iglesias edificadas cada año en todo el mundo. Aquellas reliquias, que Ursino enviaba diligentemente en pequeñas dosis, eran lo que daba santidad al nuevo lugar, que sin huesos, sin misterio o algo usado o tocado por un santo, no habría sido más que un lugar sin carácter divino, un templo en el que no se habría podido rogar en el nombre del Señor, al menos no de la Iglesia católica apostólica romana, o de invocarlo lo habrían hecho en vano.

Siempre que le era posible, Ursino tenía la delicadeza de enviar una reliquia del santo que el nuevo lugar de culto quería celebrar. Un pedazo de tibia de san Andrés si la iglesia estaba dedicada a él y si existía en los millares de cajones archivadores que llenaban los armarios gigantes de muy diversas reliquias… Era cierto que de san Andrés en aquel archivo sacratísimo solo quedaban un dedo, parte del cráneo y pedazos de la cruz donde había sido torturado, pero todo aquello había sido enviado a Patras, de donde él era patrono, hacía muchas décadas.

Pese a su diligencia, el milanés Ursino tenía mal genio. No era muy sociable, tal vez porque pasaba mucho tiempo solo cuidando de las reliquias, atendiendo solicitudes, nuevos huesos sagrados que cada vez llegaban con menos frecuencia por haber cada vez menos santos. El protocolo se había vuelto exigente hasta tal punto que hoy en día resultaba extremadamente difícil pasar del nivel de pecador en el juego de las santidades.

Aunque lo negaba en caso de que le preguntaran, a no ser que la mencionada pregunta procediera de un superior jerárquico, las solicitudes de reliquias eran cada vez menos usuales de año en año. Hacía cuarenta años tenía que enviar más de una reliquia al día: un pedazo del radio de san Jerónimo, un trocito de la rótula de santa Margarita, el metatarso de san Nicolás —en los tiempos en que había sido santo, pues dejó de serlo con Pablo VI—. Si un sumo pontífice podía hacer un santo, también podía deshacerlo y con un simple chasquido de dedos convertirlo en mero mortal. En los tiempos que corrían Ursino pasaba semanas solo organizando el ya de por sí inmaculado archivo de las reliquias, a fin de conocer lo que ya sabía de memoria que había en la inmensidad de armarios que guardaban tan sagrado contenido.

En los primeros tiempos, el horario de envíos era corto para la cantidad de trabajo que tenía. Fue necesario emplear mucha disciplina, orden y organización para atender todos los pedidos y santificar los millares de templos católicos en el mundo entero. Ahora podía permitirse el lujo de contemplar las estanterías de aquellas cuatro paredes y de inventarse cosas en que ocupar el tiempo para no dejarse vencer por el tedio.

El retrato del papa Benedicto XVI dominaba la pared en la que se apoyaba la escribanía de roble oscuro. Trabajar de cara a la pared hacía que a menudo su mirada se dirigiera hacia él. Era una figura austera, infeliz, sin alegría, sin carisma, pero un buen hombre. Había tenido cierto trato con él a lo largo de los últimos veinte años y había que reconocer que el santo padre era un hombre educadísimo, inteligente, que solo deseaba lo mejor para la Iglesia.

—¿No es muy tarde para un viejo impertinente? —oyó Ursino que decía una voz afable.

El milanés no se volvió, siguió ensartando unos anillos de la columna de santa Ifigenia, contemporánea de Jesús o Cristo, en unos pequeños sacos de lino.

—Lo mismo pregunto yo. ¿Austrian Eis viene a verme?

—He tenido una reunión hasta muy tarde y me retiraba a descansar —explicó Hans Schmidt.

Ursino se incorporó, se acercó al austriaco y le dio un abrazo.

—Cuánto tiempo, bobo. —Le mostró el saco de lino—. Estoy esperando una llamada.

—Tardía, por lo visto.

Ursino empujó un banco e indicó a Schmidt que se sentase.

—¿Todavía andas con ideas tontas en la cabeza?

—¿A qué llamas idea tonta? —preguntó Hans.

—Leí tus escritos. Un poco avant-garde para mí. La idea del observador sobre el pensador me saca de quicio.

Ursino se sentó en su silla y suspiró.

—Son ideas —se limitó a decir Schmidt sin más detalles.

El milanés sorbió y se metió el dedo en la nariz escarbando lo que allí hubiere. Maneras perdonables para quien vivía en soledad desde hacía décadas, y seguro que ante Dios Nuestro Señor aquello no sería pecado.

—La idea de que mi pensamiento no es mío me supera. No consigo entenderlo.

Hans sonrió.

—¿Alguna vez has hecho algo contra la voluntad de tu voz interior?

Ursino dudó unos instantes al tiempo que se acariciaba el cebado vientre.

—Alguna vez.

—Tu voz interior es el pensador. El que no cumplió la voluntad de la voz es el observador, o sea…, tú.

—¿No tengo suficiente trabajo con uno solo para que ahora me digas que soy dos? —se burló el milanés con malos modos y risa bronca.

—No, Ursino. Nosotros somos solo el observador, pero creemos que somos el pensador y somos prisioneros de nuestros pensamientos, cuando el fin del pensamiento es simplemente el raciocinio y ayudarnos desde el punto de vista práctico —le explicó Schmidt.

—¿Tú controlas a ese pensador?

—Totalmente.

Durante unos momentos guardaron silencio. Ursino meditaba sobre lo que su amigo le había dicho mordiéndose las uñas.

—No hablemos más de eso; si no mañana me invitarán a hacerte compañía en la audiencia. —Su intención era bromear, aunque no consiguió sonreír. En cuanto hubo proferido la última palabra se dio cuenta de que había sido una observación de mal gusto—. ¿Estás preparado?

—¿Para qué? —preguntó Hans.

—Para la audiencia de mañana.

—Mañana es mañana. Ahora simplemente estoy aquí contigo. —Miraba al milanés a los ojos, con mucha atención y una calma muy honda.

Ursino sorbió de nuevo y suspiró.

—Ya puedes ir saliendo, no quiero que me contagies con tus ideas.

—Encantado de verte —dijo Schmidt, y se levantó.

En ese preciso instante sonó el estridente teléfono. Ursino descolgó el auricular y contestó.

Pronto, Ursino.

Lo que fuera que le dijeran al otro lado de la línea lo trastornó de tal modo que enrojeció y se sintió mal. Cuando colgó el auricular, se llevó la mano al pecho; sentía tales palpitaciones que parecía que le fueran a arrancar el corazón.

Hans le miró preocupado, y trató de ayudarlo.

—¿Qué ocurre, amigo?

Ursino sentía que desfallecía, le costaba respirar, una amalgama de sensaciones le recorrían la espina dorsal, tenía escalofríos.

—¿Qué ocurre, Ursino? —La voz de Schmidt se hizo más firme.

—Ellos saben lo de los huesos —balbució el milanés.

—¿Qué huesos?

Ursino se detuvo de repente, como si se hubiera curado milagrosamente. Ya no jadeaba ni sentía palpitaciones. Empezó a caminar de un lado para otro, cavilando.

—Llama al secretario de Estado, por favor —rogó el conservador de reliquias.

Schmidt, con resolución, descolgó el auricular y marcó una extensión que se sabía de memoria. Trevor tardó algún tiempo en contestar y se le pidió que llamara con urgencia a Tarcisio.

La voz somnolienta del asistente aseguró que lo haría enseguida.

—Ya han ido a despertar a Tarcisio. ¿Vas a decirme lo que pasa? ¿Quiénes son ellos? ¿De qué huesos hablas?

Ursino no hacía más que pensar y pensar hasta que se detuvo y miró muy seriamente a Hans Schmidt.

—De los huesos de Cristo.