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Por más películas mentales posibles e imposibles que podamos hacernos, aunque sean un número infinito, puesto que en la mente de cada cual manda solo uno mismo, o eso creemos, raramente, por no decir nunca, la película sucede en la realidad. La única sala de cine donde acontece es en la cabeza referida y en ningún otro lado.

Francesco rebobinaba una y otra vez la cinta en su cabeza y repasaba la película imaginaria, y en ningún caso podía concebir aquel viaje de dos como de uno solo; y, para colmo, no sabía nada de ella. Iban a ir al día siguiente a Ascoli para presentársela a la madre. Era importante.

«¿Ni una llamada telefónica para decir que estaba bien?», se dijo molesto. ¿Le habría pasado algo?

Con un hombro sujetaba en una oreja el auricular del teléfono del hotel en tanto que en la otra sostenía el móvil que llevaba en la mano. Alguien tendría que saber algo.

—Sarah, dime algo en cuanto oigas este mensaje. Me tienes muy preocupado.

No debía haberla dejado salir sin saber adónde se la llevaban. Desde la ventana la había visto entrar en el imponente Mercedes. Subieron por Via Cavour y los perdió de vista. Desde allí podían haber ido a cualquier lado. No la habían coaccionado. Entró por su propia voluntad. Había intentado ver la matrícula, pero estaba demasiado alto para distinguirla.

Habían pasado unas cinco horas. Cinco horas era mucho tiempo. Podían haber cruzado toda la península. Colgó el móvil y se lo retiró del oído. Cogió el auricular con la mano para dar tregua a su hombro y siguió esperando.

«Piensa, Francesco, piensa». Pero lo único que se le ocurría hacer era lo que estaba haciendo.

Hacía ya mucho tiempo que la operadora le tenía en espera, pero no le iba a dar el gusto de colgar. No podía desistir. Por fin alguien volvió a hablar al otro lado de la línea. No sabían nada. No podían ayudarle. Una mezcla de ira y temor se apoderó inmediatamente de él.

—Escuche bien. Sé que vino a buscarla alguien del Vaticano —mintió—. Vi al sacerdote que la vino a recoger. Tiene una hora —amenazó levantando un dedo—, una hora para darme noticias; de lo contrario su imagen abrirá la sección de internacional de todos los telediarios y les acusaré de haber raptado a una ciudadana inglesa, ¿me entiende? Les echo encima a la opinión pública mundial. Una hora. —Francesco estaba harto.

La operadora continuó con la misma voz serena y autómata, dijo que daría el mensaje a quien fuera pertinente, le deseó buenas noches y colgó.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se contuvo. Se tapó el rostro con las manos y respiró hondo. Estaba cansado. Miró la hora en su reloj. Marcaba las dos y media de la madrugada. Se levantó y fue a la ventana. Descorrió la cortina y observó la calle. Ni rastro del Mercedes ni de Sarah. El pavimento estaba mojado, los coches aparcados a ambos lados de la calle tenían gotas de lluvia, pero no llovía. Miró al otro lado de la calle las escaleras que llevaban a la Facultad de Ingeniería y a la iglesia de San Pietro in Vincoli, donde se guardaban las cadenas que había llevado san Pedro durante su fatídico paso por Roma y la monumental escultura del Moisés tallada por Miguel Ángel. Las escaleras pasaban bajo el palacio de los Borgia, de Rodrigo y Cesar y la bella Lucrecia, que antaño deambularon por aquellos pagos, los amos de Roma, aunque Francesco no pensaba en ello. Lo más seguro era que ignorase a quién pertenecía el edificio que se alzaba al otro lado de la calle y adónde iban a dar las escaleras que arrancaban bajo el palacio y penetraban en un estrecho túnel.

—¿Dónde estás, Sarah? —le preguntó al viento.

Le daban ganas de despertar a todo el mundo y armar un escándalo, pero podía suceder que Sarah entrara en la habitación en cualquier momento, sin mácula, serena, con su compostura de siempre, y le tachara de tonto por haberse montado falsas películas. Se acordó de las náuseas y las arcadas secas y sintió una opresión en el pecho.

Fuera apenas había movimiento. Algún que otro coche subía en dirección a Piazza del Esquilino, un autobús bajaba hacia Via dei Fori Imperiali. Roma dormía el sueño eterno de sus noches, los estratos de tiempo se superponían unos a otros, sin orden ni concierto. Las calles, plazas, callejones y callejas, avenidas, todos los caminos conducían a Roma, y en aquella ciudad milenaria ningún camino terminaba en un callejón sin salida. No había mejor ciudad para desaparecer. Todo estaba comunicado con todo como arterias en un cuerpo humano.

El sonido estridente del móvil sobre la cama asustó tanto a Francesco que dio un respingo. En menos de nada lo cogió y miró la pantalla. Aquella noche no iba a ser nada fácil para él. Inspiró profundamente y contestó.