El nombre del sacerdote era Günter y les hizo esperar algún tiempo. No obstante, había sido un acólito el que los había recibido en el interior de la inmensa iglesia de San Pablo y San Luis, cobijándolos de la lluvia que entretanto había arreciado.
Gavache fumaba de nuevo, a pesar de las inútiles prohibiciones del acólito, que no acertaba a ordenar a una autoridad que apagara o guardara el objeto abyecto y criminal que era aquella anguila castaña que soltaba ese olor atrayente. Quien hace cumplir la ley está siempre por encima de ella.
Jacopo exhibía una sonrisa sarcástica que todos consideraban idiota aunque nadie lo dijera.
Un Delacroix miraba por encima de ellos en silencio, Cristo en el monte de los Olivos. También podía admirarse una escultura, La Virgen de los Dolores, de un eminente escultor francés. Rafael se sentía dentro de un puzle al que le faltaban piezas, perdido. Estaba acostumbrado a ir un paso por delante, no detrás. Su posición era incómoda.
Jacopo deambulaba por las capillas laterales admirando las obras de arte sacro. Era su mundo. La iluminación era escasa, lo que acentuaba el aire de misterio, amplificado por la lluvia que se escuchaba caer fuera.
—Interesante —farfulló Jacopo con la vista en un altar repleto de reliquias.
—¿Qué es lo interesante? —se entrometió Gavache con el cigarrillo apretado en los labios.
—Esta iglesia. Está totalmente inspirada en la iglesia de Jesús de Roma. Hasta la fachada exterior. Realmente los jesuitas son ejemplares.
—Es una iglesia jesuita, entonces —afirmó Gavache mirando a Rafael—. ¿Cree que se entregarán los unos a los otros?
—Veremos —afirmó el sacerdote, que aprovechó para sentarse en uno de los bancos al lado de Jean Paul—. La idea no es precisamente esa.
—¿Y qué es lo que los jesuitas tienen de especial? —le preguntó Gavache a Jacopo.
—Son extremadamente inteligentes. Saben pensar en la Iglesia. Yo diría que son especialistas en marketing religioso. —Rafael sonrió. Qué absurda afirmación—. Siempre se han dirigido a la predicación. Mientras que los benedictinos, por ejemplo, viven en comunidades y cumplen diariamente con rituales comunitarios pero en privado, los jesuitas piensan más en la sociedad. Convertir a través de la predicación, difundir la palabra del Señor por el mundo. Loyola lo pensó muy bien. —Jacopo alimentaba una auténtica admiración por el tema.
—Hablan mucho de ese tal Loyola —afirmó Gavache.
—Es natural. San Ignacio de Loyola fue el fundador de la Compañía de Jesús. Esta iglesia, como muchas otras, se debe a la obra emprendida por él. Es la mayor orden religiosa católica del mundo. Y todo comenzó aquí, en París.
—Clase de historia ahora no —rogó Rafael, saturado. Sabía lo que iba a decir de principio a fin.
—Disculpe, Rafael, pero me interesa el asunto —le reprendió Gavache, y miró después a Jacopo—. Continúe, por favor.
El historiador se sintió importante al ver que un inspector francés se interesaba por toda su sabiduría sobre los jesuitas.
—Verá. Siempre reconocerá una iglesia jesuita por su símbolo. Hablamos del siglo XVI y ellos ya tenían la noción de marca. —Señaló el altar y las siglas situadas sobre la imagen de Cristo—. IHS. Encontrará las mismas letras en la fachada. Las iglesias jesuitas se reconocen por esas siglas.
—¿IHS?
—Sí. Significa Jesús en griego y los caracteres que lo componen son iota, eta y sigma. La iota y la eta tienen la misma apariencia en griego y en latín. La sigma se transcribió por la s y en otros casos por la c, porque suenan igual. Otra interpretación de esas siglas en latín es Iesus Hominum Salvator, que significa «Jesús Salvador de los Hombres». Si hasta el Concilio de Trento eran los benedictinos los que hacían y deshacían sobre el ritual, después los jesuitas lo revolucionaron todo. ¿Ve aquel púlpito? —Señaló una especie de balcón de mármol rematado por una especie de sombrero labrado pegado a una columna de donde salían ambos.
—Lo veo.
—Los jesuitas se dedicaban a predicar en lugar de volverle la espalda al pueblo. No olvide que hablamos de los siglos XVI y XVII. Las misas se celebraban en latín. Los padres jesuitas se propusieron predicar vueltos hacia los fieles, muy próximos a ellos y de manera que los comprendieran. —Jacopo se calló unos instantes. Diferentes sacerdotes habían predicado sus sermones desde aquellos púlpitos. Por no ir más lejos, la misa inaugural fue presidida por el propio cardenal Richelieu. Uno de los más eminentes predicadores jesuitas había sido Louis Bourdaloue, quien lanzara desde uno de aquellos púlpitos palabras enardecidas que encantaban y hacían pensar. La marquesa de Sevigné había sido una atenta espectadora de aquellas prédicas. El propio predicador descansaba en la cripta de la iglesia—. Una de las invenciones más geniales de la Iglesia, la confesión, es creación suya —añadió el historiador.
—¿La confesión? ¿Y eso? —Gavache miraba a Jacopo perplejo.
—Fueron los jesuitas los que inventaron la confesión. Sé que tendemos a pensar que las cosas existen desde siempre, pero no es verdad. Todo tiene un principio.
El inspector se quedó pensándolo.
—El matrimonio… —prosiguió Jacopo.
—¡No me diga que también fue invención suya!
—No. El matrimonio es anterior, pero el ritual tal como lo conocemos procede del siglo XII. Le digo esto para ilustrar que las cosas no son como nos pensamos. Alguien las ideó, alguien las creó… Hombres, no Dios.
El historiador dejó que la idea calase en Gavache. Era una teoría que hacía pensar a la gente, incluso al común de los legos.
—Jacopo es un sensacionalista —le acusó Rafael.
—¿Estoy mintiendo?
—Expones los hechos de una manera muy simple. Como si anduvieran pensando en el modo de volverse hacia los fieles —protestó el sacerdote, sentado al lado de Jean Paul. Günter se estaba demorando demasiado.
—¿Y no es así? ¿La confesión qué fue?
—Dímelo tú.
—Una manera genial de crear la omnipresencia de Dios —zanjó Jacopo ruborizado. El tema le tocaba en lo más hondo.
—Por favor, Jacopo. Eso es absurdo.
—No lo crea —intervino Gavache.
—¿Ves? —aprovechó el historiador italiano—, cualquier persona con sentido común piensa lo mismo. La confesión fue un invento genial para conocer la vida de todo el mundo en todas partes. Aún hoy es un padre jesuita quien confiesa al papa todos los viernes. Me quito el sombrero. Fue ingenioso.
—La confesión obliga al secreto por parte del confesor —aclaró Rafael, harto de aquella conversación.
—¿Y qué importa eso? Desde el momento en que me transmites un secreto tuyo, aunque sea en confesión, paso a tener ascendencia sobre ti porque sé algo que nadie más sabe. Además, el superior podía obligar al confesor a divulgar el contenido de la confesión, lo sabes muy bien. No en vano, al superior general de la Compañía se le llama el papa negro.
—¿Papa negro? —quiso enterarse el inspector.
—Sí, porque el traje de los jesuitas es negro —explicó Jacopo algo intimidado por lo que iba a decir—. Hay quien defiende que el papa negro tiene más poder que el propio papa.
—¡Interesante! —exclamó Gavache visiblemente interesado.
—A pesar de que una de las premisas de la Compañía es servir al sumo pontífice donde él lo desee, sin hacer nunca preguntas, cumpliendo su voluntad, siempre, se dice que quien se mete con la Compañía entabla una guerra que puede acabar muy mal, aunque sea papa. Existen rumores de que algunos papas murieron a manos de la Compañía.
—Eso es un ultraje —se oyó retumbar. Era Günter, que avanzaba por la nave desde el altar con paso seguro—. Los jesuitas solo responden ante el papa y ejecutan lo que su santidad desea y donde él lo desee, sin hacer preguntas. Predicamos la palabra del Señor en todo el mundo, los buenos sentimientos, el amor, la comprensión, la tolerancia, ayudamos a la sociedad a progresar por el buen camino. Jamás pondríamos en riesgo una vida humana —añadió—. Disculpen que les haya hecho esperar. Mi nombre es Günter —se presentó, tendiendo la mano a Gavache. Cuando le llegó el turno a Rafael, le dio un abrazo. Dos amigos alejados por la distancia. No saludó a Jacopo. Günter era un hombre de unos cuarenta años que aparentaba estar en muy buena forma. Irradiaba energía por todos los poros—. ¿A qué se debe esta visita a una hora tan intempestiva para un siervo de Dios? —inquirió.
—Lamento lo inoportuno de la hora, padre Günter, pero hay unos siervos que fueron asesinados y otros necesitan de su ayuda —dijo Gavache con su voz gangosa, sin importarle parecer sarcástico o irónico. Gavache era Gavache, ¿quién iba a censurarlo?
—No sé si le comprendo.
—Necesitamos tu ayuda, Günter. Muéstrele la grabación, inspector —rogó Rafael.
Iba a resultar más fácil si ponían a Günter al corriente de los acontecimientos cuanto antes. Le explicaron todo, o casi todo, y le mostraron la grabación. Günter se quedó pensativo. La frase proferida le bailaba en la cabeza. Ad maiorem Dei gloriam. San Ignacio había pronunciado aquellas mismas palabras en el siglo XVI, en aquella misma ciudad, en Montmartre, donde había fundado la Compañía con Pedro Fabro, Francisco Xavier, Alfonso Salmerón, Diego Laynez, Nicolau Bobedilla y Simão Rodrigues el 15 de agosto de 1534. Era una de las reglas por las que la Compañía se regía. A mayor gloria de Dios. En el fondo, para Loyola eso era lo que más importaba. Günter escuchó y vio todo en silencio y después se quedó pensativo.
—¿Conocía al arqueólogo y al teólogo? —le preguntó Gavache. Había que comenzar a unir las piezas del puzle.
—No creo.
—Jean Paul, muestra las fotografías de las víctimas al señor padre —ordenó el inspector.
Inmediatamente, el ayudante le tendió las fotografías que llevaba consigo. Günter examinó los rostros, pero no le pareció recordarlos.
—No reconozco a ninguno. Lo lamento, inspector.
—¿Cree que puede haber sido obra de un sacerdote jesuita? —continuó Gavache.
—No me parece verosímil que los sacerdotes, jesuitas o no, anden por ahí matando personas. Predicamos el amor, el camino del Señor, la bondad. Dicho esto, todo es posible.
—Supongamos que estos señores —Gavache señaló las fotografías con las imágenes de Yaman Zafer y Sigfried Hammal— fueran enemigos de la Iglesia. No importa la razón. Imagine que conocieran un secreto que amenazara a la Iglesia. ¿Sería a ustedes a quienes habría que buscar para resolver el problema?
Günter soltó una carcajada.
—Por el amor de Dios, inspector. La Iglesia no hace esas cosas, y los jesuitas mucho menos.
—Patrañas —murmuró Jacopo.
Günter no replicó.
—Resumiendo, no hemos conseguido nada viniendo aquí, Jean Paul —masculló Gavache al tiempo que daba la espalda a la conversación.
—Pues no, inspector.
—En París nada, en Marsella nada. No tenemos nada. —Gavache paseaba pensativo, hablando—. ¿Y por dónde empezamos, Jean Paul?
—Por el principio, inspector. Siempre por el principio.
Rafael aprovechó para aproximarse a Günter de modo que nadie más los viese.
—¿Tienes algo que decirme? Al inspector puedes engañarlo, pero yo sé que fue un sacerdote jesuita. Quiero saber quién fue y quién dio la orden.
—¿Tú estás loco? —susurró el alemán—. Venir con un policía… ¿Dónde está tu sentido común?
—Mi sentido común se acabó cuando Zafer murió a manos de un sacerdote jesuita —advirtió el sacerdote italiano en tono frío y seco.
—No te puedo ayudar, Rafael.
—Ese Loyola —mencionó Gavache todavía con expresión inquisitiva.
—¿Quién? —preguntaron Günter y Rafael a un tiempo.
—El Loyola del que el historiador acaba de hablar.
—San Ignacio —explicó Jacopo.
—Sí, ¿y qué? —preguntó Günter.
—¿Qué es lo que pretendía?
Rafael y Günter se miraron.
—No le comprendo —respondió el bávaro confundido.
—¿Qué quería? ¿Por qué fundó la Compañía de Jesús? ¿Con qué objetivo? ¿Hay que hacer estudios especiales para ingresar en la orden? ¿Basta con conocer a alguien? Nadie hace nada gratis, ¿no es así, Jean Paul?
—Nadie, inspector.
—¿Qué quería? —insistió Gavache.
Günter no sabía qué responder. Era una pregunta de lo más extraña.
—San Ignacio era español y… —empezó Jacopo, dispuesto a brindar una disertación de historia.
—Por favor, don Jacopo —le interrumpió Gavache mientras encendía otro cigarrillo y exhalaba el humo en el ambiente sagrado de la iglesia—. Aquí tenemos a un jesuita. Prefiero información directa, si no le importa.
—A modo de resumen —dijo el padre Günter—, Ignacio había nacido en 1491 en la localidad guipuzcoana de Loyola, cerca de San Sebastián. Se hizo militar y fue gravemente herido en el asedio de Pamplona, durante las guerras de Italia que enfrentaron a Francisco I de Francia y Carlos I de España, cuando se disputaban el Sacro Imperio Romano Germánico. Esto sucedía en 1521. Su convalecencia dura meses y es entonces cuando empieza a leer libros sobre Jesús y los santos, entre otros La vida de Cristo. Aquellas lecturas le influyen decisivamente.
—Los libros siempre han sido una mala influencia —le censuró Gavache lanzando una nube de humo al aire.
—Después de recuperar la salud, parte en secreto de la casa de su padre y consagra su vida a Dios. Primero en el monasterio de Montserrat, donde se confiesa durante tres días. Después cuelga las vestiduras militares y decide consagrarse a la vida mendicante en el monasterio de Manresa. No se hace monje, sino que ocupa una de las celdas como invitado. Vive de la limosna, no come carne y no bebe vino, visita el hospital y lleva la comida a los enfermos. Se somete a distintas pruebas, visiones y experiencias espirituales. En 1523 decide pedir autorización al papa para ir a Tierra Santa a convertir infieles. Obtiene el pasaporte del pontífice y, una vez en Venecia, embarca para Jerusalén. Decide quedarse a vivir en Tierra Santa conforme a sus planes, pero los franciscanos no se lo permiten, por lo que regresa a Europa, a Barcelona.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Gavache.
—En 1524.
—Para alguien tan decidido como para pedir el pasaporte al papa y trasladarse a vivir a Tierra Santa, se dejó convencer para regresar demasiado pronto.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Lo que digo. Decide irse a vivir para siempre a un lugar y vuelve unos meses después solo porque unos patanes no lo querían allí… —Dejó que su observación quedara flotando en el ambiente—. Un relato mal contado.
—Es su opinión.
—¿Por qué no lo querían allí los franciscanos?
—No lo sabemos.
—¿Lo ve?
—Ingresó en la Universidad de Alcalá, en las proximidades de Madrid, fundada por el cardenal Cisneros en el siglo XVI, hoy conocida como Universidad Complutense de Madrid. Estudió latín, pero sus predicaciones y su modo de vida mendicante llamaron la atención de la Santa Inquisición.
Gavache sonrió ante la mención de Santa Inquisición.
—Durante mes y medio permaneció preso, aunque no encontraron mal alguno ni en sus escritos ni en sus predicaciones. Le dejan en libertad, con la condición de no predicar y de vestir mejor. Se queja ante el arzobispo de Toledo. Este mantiene la prohibición, pero le hace ingresar en la Universidad de Salamanca. De nuevo es apresado por la Inquisición. Decide marchar a París, donde asimismo ingresa en la actual Universidad de La Sorbona, en 1528. Estudia teología y literatura y a partir de 1533 comienza su labor docente. En 1534 funda con seis de sus seguidores la Compañía de Jesús. La idea era ir a Jerusalén, pero antes necesitaban la aprobación del papa. Pablo III autoriza el viaje y accede a que sean ordenados sacerdotes. La guerra que estalla entre los Estados Vaticanos, Venecia y los turcos no aconseja el viaje a Tierra Santa, de modo que Ignacio permanece en Roma. Pablo III, necesitado de misioneros en las Américas y en Oriente, aprueba verbalmente la constitución de la nueva orden el 3 de septiembre de 1539 y un año después lo confirma mediante la bula Regimini militantes Ecclesiae, en la que figuran los estatutos de la Compañía de Jesús. De este modo nace oficialmente.
—¿Y qué le ocurrió al santo?
—Fue nombrado primer superior general de la Compañía de Jesús. Su obra perdura. Creó el Collegio Romano, solo con donaciones; pretendía que fuese un establecimiento de enseñanza gratuita. Pablo IV les hizo la vida un poco difícil y tuvieron que afrontar problemas económicos, pero Gregorio XIII, veinticinco años después de la muerte de Ignacio, mantuvo y apoyó el proyecto, de ahí que hoy el antiguo Collegio Romano reciba el nombre de Universidad Pontificia Gregoriana. Ignacio falleció en Roma el 31 de julio de 1556. Dejó mil jesuitas en ciento diez lugares, además de treinta y cinco colegios. En 1622 Gregorio XV lo canonizó.
Günter parecía un alumno recitando la lección nervioso por temor a equivocarse. Gavache se quedó en silencio, mirando al suelo.
—Esa es la historia oficial. ¿Y los trapos sucios? —quiso saber el inspector francés.
—¿Perdón?
—Los trapos sucios. La historia que no se cuenta a nadie, la que se guarda en secreto.
—Le aseguro que esta es la historia de san Ignacio. No hay secretos y estamos hablando de un santo del siglo XVI. ¡No iba a ser él quien cometiera los crímenes de Zafer y Hammal! —bromeó Günter manteniendo su aspecto serio.
Gavache no pareció entender el sarcasmo. En realidad, lo ignoró por completo.
—Ya son un montón de nacionalidades.
Günter se encogió de hombros. ¿Qué quería decir el francés con aquello?
—Alguien ha matado a un turco, un alemán y quién sabe si a un español. El Vaticano me envía a dos italianos que me presentan a un alemán en territorio francés para que me entere de si el asesino pertenece a la orden de otro español que vivió en el siglo XVI. Menudo follón.
—Si me lo permite, inspector —le interrumpió Günter—, no me parece que tengamos nada que ver con eso.
Gavache lanzó una bocanada de humo al aire.
—Faltan muchas piezas en este puzle. Hay que averiguar si Zafer y Hammal se conocían. Si habían trabajado juntos. Si alguna vez los dos se habían visto las caras. —Se volvió hacia Rafael—. Le necesito a usted en ese tema.
El cura italiano asintió. Había algo en Gavache que le incitaba a querer ayudarlo. Tal vez su voluntad férrea de querer atrapar al asesino de su amigo.
En aquel momento sonó un móvil. Era el de Gavache, que se apartó para atender la llamada. Escuchó y dijo unas cuantas frases rápidas en francés con voz ronca y firme. Después de colgar los miró a todos con los ojos muy abiertos.
—El laboratorio ha conseguido descifrar una parte de la grabación. Es un nombre. —Observó a todos al mismo tiempo como queriendo ver todas las reacciones simultáneamente—. ¿Les dice algo Ben Issac?
Günter cayó al suelo de la iglesia. Rafael no manifestó reacción alguna. Jacopo miró a Gavache boquiabierto.
—¡Dios nos valga! —exclamó el historiador mientras se sentaba en el banco más próximo.
—Nunca es tarde para empezar a creer —lanzó Gavache irónicamente.