La rueda de prensa en la librería Feltrinelli fue mucho más tranquila de lo que Sarah había imaginado. Francesco había contribuido a ello lanzando preguntas de vez en cuando que requerían de ella una respuesta en tono de broma, sin el peso institucional inherente a todos los asuntos relacionados con la Santa Sede. Aunque pareciese una intervención extemporánea, contribuyó a atenuar la atmósfera de seriedad y a romper el hielo. Sarah se sentía agradecida, más por cuanto que no lo habían planeado: ella no sabía que Francesco iba a participar en la conferencia, pluma y bloc de notas en mano, de pie, recostado en la pared, con una apariencia tranquila y seria, llamando sin querer la atención de la concurrencia femenina y en algún caso masculina. El sector vaticanista no había tenido una presencia relevante, lo que era natural, y había contribuido a apaciguar el ambiente. El libro en cuestión atacaba a algunas personas que habían convivido estrechamente con Juan Pablo II y las responsabilizaba del atentado del que había sido víctima el santo padre el día 13 de mayo de 1981. Quedaban los periodistas más prestigiosos de los diarios y semanarios de mayor tirada —La Repubblica, Corriere, Il Messaggero—, que habían enviado profesionales para que estudiaran e investigaran aquel caso, así como otros ligados al Vaticano desde hacía décadas, y que habían hecho preguntas pertinentes e inteligentes a las que Sarah había respondido con conocimiento de causa.
Ya en la habitación del Grand Hotel Palatino, Sarah se sintió indispuesta. En varias ocasiones le vinieron náuseas, arcadas secas. Estuvo vomitando sentada en el suelo del cuarto de baño, con la cabeza en el borde del retrete. Nada. Francesco asistía impotente.
—¿Quieres que llame a un médico? —preguntó preocupado.
—No. Ya se me pasa —respondió mientras sentía de nuevo ganas de devolver. No le había dicho que no era algo nuevo. Venía sintiendo aquellos síntomas desde Londres.
—Voy a pedirte un té caliente. Te sentará bien. —Descolgó el auricular del teléfono que tenía en el cuarto de baño.
—Sí. Hazlo. Gracias. —Volvieron a darle arcadas secas. Era un dolor hueco, un malestar vacío—. Ay. Estoy harta —se lamentó.
Francesco pidió el té y colgó. Luego se agachó a abrazar a Sarah.
—¿Te ayudo a acostarte? —preguntó cariñosamente.
—Espera a que se me pase. —Sarah sabía que se le pasaba siempre. Le duraba unos minutos y luego era como si no hubiese pasado nada.
El italiano miró fijamente a su amor, tirada sobre el retrete como si hubiera estado bebiendo toda la noche. Sentía una enorme ternura hacia ella, la necesidad de hacerla sentirse bien. La miró muy serio.
—Sarah —dijo temeroso—. Sé que no es el momento más apropiado, pero quizá lo mejor es que fuéramos a una farmacia. —Contempló la reacción de ella.
—¿Por qué? —Las náuseas habían desaparecido.
—Sabes muy bien por qué, querida. —Sonrió—. No hemos sido precisamente castos en los últimos tiempos.
La periodista no quería ni pensar en ello. Un embarazo en aquel momento no entraba en sus planes. No es que tuviese nada en contra de Francesco, nada de eso, sería un padre ejemplar, pero…
—Iré al médico cuando regresemos —propuso ella.
—¿Estás segura? —Francesco la miraba con aire condescendiente.
—Sí, lo estoy. Pasado mañana lo resolvemos. Ayúdame a levantarme, por favor.
El italiano se incorporó levantándola a su vez y la abrazó con fuerza.
—Estoy contigo para lo bueno y para lo malo. No voy a dejarte cuando vaya a comprar tabaco —comentó sonriendo.
Sarah se apretó contra su pecho y cerró los ojos. Una lágrima cayó en la camisa de Francesco. Se sentía perdida y, a pesar de la seguridad del amor de su guapo italiano, sola, sin amparo de nadie… A excepción de Francesco, el dios italiano de Ascoli que había ofrecido su corazón a aquella lusobritánica.
En aquel momento se oyó un golpe leve en la puerta.
—Debe de ser el servicio de habitaciones —dijo él—. ¿Estás bien, querida? —La miró a la cara y le limpió las lágrimas de los ojos. Después la besó en la cabeza.
Sarah se miró en el espejo, se soltó del abrazo de Francesco y apoyó ambas manos sobre el lavabo, deteniéndose en las imperfecciones, la rojez de los ojos y la lividez del rostro.
—Estoy bien, Francesco. ¿Abres, por favor? Voy a lavarme la cara —le rogó sin dejar de evaluarse en el espejo.
—Claro.
Tras asentir, el dios italiano fue a abrir la puerta, ya que habían vuelto a llamar, esta vez algo más fuerte.
—¡Ya va! —gritó en italiano todavía desde el cuarto de baño.
Sarah se masajeó los ojos con los dedos esperando que, al abrirlos de nuevo, frente a ella hubiera otra mujer. Otro aspecto. Nueva disposición. Voluntad de seguir hacia delante. Aquella voluntad férrea que la acompañó cuando dejó a Rafael en el bar hacía seis meses. Pero resultaba que esa furia y esa rabia se habían esfumado. Él había dejado que siguiera su camino. No había vuelto a llamarla, ni a buscarla. La protección que Rafael le brindaba se había desvanecido. Tenía nostalgia de él, hasta de sus prolongados silencios. Miraba por la ventana y no lo veía, pero sentía que andaba por ahí, como un ángel de la guarda. Todo eso se había terminado hacía seis meses, tras su conversación unilateral en el Walker’s Wine and Ale Bar. ¿Estaría en Roma o en alguna misión peligrosa en algún lugar del mundo? A veces le ocurría que se acordaba de él. Le apetecía llamarle. Saber cómo estaba. Si todo le iba bien en la parroquia, cómo se le daban las clases en la universidad. Y después caía en la cuenta… En lo ridículo de la situación. «Hola, Rafael. Quería saber si estás bien. ¿Qué tal los niños de la parroquia? ¿Y tus alumnos? Verás, todavía te quiero».
Toda aquella diarrea mental cesó cuando la voz de Francesco llegó hasta el cuarto de baño.
—Será mejor que vengas, Sarah.
Esta se mojó la cara y se secó con la toalla. Al salir del cuarto de baño vio a Francesco en la puerta.
—¿Qué pasa?
Se acercó a él y vio a un prelado joven, con sotana negra, tez negra y expresión circunspecta.
—Te buscan —explicó Francesco.
—Buenas noches —saludó Sarah.
—Buenas noches, señorita Sarah. Me han pedido que venga a buscarla.
—¿Le han pedido? ¿Quién se lo ha pedido?
Era algo muy extraño.
—No estoy autorizado a revelarlo. Lo lamento —se disculpó el joven clérigo.
La curiosidad de la periodista fue más fuerte que el temor. Se calzó y se puso el chaquetón.
—Ahora vuelvo.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó solícito el dios italiano.
Sarah miró fijamente al joven clérigo y durante unos instantes lo consideró.
—No. Está bien.
Bajaron en el ascensor hasta la planta de recepción. Era de noche. Miró alrededor y no vio a nadie. Ni en la recepción, donde acostumbraba siempre a haber alguien tras el mostrador dispuesto a atender al huésped más incauto o curioso. Parecía un hotel despojado de vida. Como si el mundo se hubiera detenido por unos instantes y estuviera vacío de gente.
Sarah y el clérigo no intercambiaron una palabra. Ella lo prefería así y a su escolta le hacía un favor, pues también agradecía el silencio. Cumplía órdenes escrupulosamente y no deseaba ser interrogado sobre cosas que no debía o no podía mencionar. Salieron fuera. Hacía frío, pero no era desagradable. Se soportaba. Pensaba en Rafael. ¿Sería él quien la requería? No podía ser nadie más. Por esa razón iba tan despreocupada. No era lo suficientemente importante como para despertar el interés de jóvenes clérigos mudos. Había un coche frente al hotel, al final de las escaleras. Un Mercedes de cristales tintados.
El joven sacerdote abrió la puerta del vehículo y Sarah miró en su interior. Se quedó boquiabierta. Dentro, confortablemente sentado, deleitándose con un puro, había un hombre de hábito escarlata con una cruz de oro sobre el pecho, en cuyo regazo aferraba el solideo cardenalicio.
—Buenas noches, Sarah Monteiro —saludó—. ¿Vamos a dar una vuelta?