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En la lentitud de sus pasos pesaban los años. Podía considerarse bastante bien conservado para su edad, pero a sí mismo no podía ocultarse la torpeza de sus fuerzas, que intentaba esconder a toda costa. Los pasos le habían llevado lejos, muy lejos, a lugares que no había ansiado de joven, la edad imberbe de la cortedad de miras aunque parezcan más largas de lo que son.

La pequeña capilla era para uso particular y para quien él quisiera invitar. Una estatua de Cristo al fondo, en el altar, marcaba contundentemente el espacio. Dos metros de mármol de Carrara al que el escultor —la autoría se atribuía a Miguel Ángel— había despojado del exceso de piedra descubriendo debajo aquel inmenso Cristo. La cabeza colgaba sobre el lado derecho con una mueca de sufrimiento perpetuada desde hacía cuatrocientos años. La crueldad humana. Lo cierto era que él no veía estatua alguna desvelada por escultor alguno, ni siquiera el más renombrado en su género. Era Cristo en persona, en toda su divina figura, a quien veía y a quien oraba cuando entraba en la capilla y se arrodillaba a sus pulidos pies. Lo hacía inexcusablemente cada mañana y cada noche, pero aquel final del día en que se arrastraba por el corredor que conducía a la capilla rezaba una oración especial. Pedía una extraordinaria iluminación, para que con su luz le ayudase en el gobierno de las almas.

Jadeaba de esfuerzo y preocupación. Aquel no era el final de un día como los demás. Nunca eran iguales, pero este llegaba con un peso adicional.

—Eminencia —llamó Trevor, uno de los asistentes más jóvenes, enfundado en su sotana negra a la puerta del gabinete.

Su eminencia levantó la mano con un gesto ríspido y rudo pidiendo silencio y paz y entró por la puerta de la capilla situada enfrente. Se arrodilló a los pies del Cristo angelical, hizo la señal de la cruz y bajó la cabeza en actitud más de clemencia que de reverencia, a no ser que una llevase a la otra. Murmuró una letanía ininteligible durante algunos instantes, hasta reparar en que no estaba solo. No necesitó mirar para saber de quién se trataba.

—¿No se puede rezar en paz? —protestó sin mirar hacia atrás.

—No es hora de rezar, Tarcisio —advirtió el otro, que vestía de modo idéntico: el hábito escarlata de los príncipes de la Iglesia.

—Tal vez no lo sea. Pero ciertamente es algo que hacemos poco —argumentó Tarcisio.

—No hagas lo que yo hago. Haz lo que digo —dijo el otro en tono de consejo.

Tarcisio repitió devotamente la señal de la cruz y se levantó. Se giró hacia quien le había perturbado durante la oración y luego bajó la mirada.

—Esto va a tener consecuencias, William —dijo.

—Hemos de minimizarlas.

—¿A qué precio, William? —alzó la voz enfurecido.

—Al precio que sea —profirió el otro con firmeza—. Hemos de estar preparados para todo, cueste lo que cueste —alertó.

—No sé si tengo fuerzas —confesó Tarcisio.

—Dios nos da el fardo, pero también la fuerza para soportarlo. Has llegado lejos. Mira adónde te ha traído tu fuerza. Mira dónde quiso Dios que le sirvieras. —La voz de William era de ánimo sincero. Creía en la capacidad de Tarcisio. Le puso suavemente una mano en el hombro—. Y tu camino está lejos del final. Él quiere mucho más de ti. Más altura. Lo sabes muy bien.

Tarcisio tosió incomodado.

—No sabemos lo que Él querrá después. —Se tapó el rostro con las manos—. Ni sabemos lo que quiere ahora. —Tarcisio se mostraba desorientado, una oveja perdida en mitad de las demás descarriadas.

William colocó ambas manos sobre los hombros de Tarcisio y lo miró fijamente con expresión dura.

—Mírame a mí. —A Tarcisio le costó obedecer la petición, pues no era una orden, ya que jerárquicamente él era superior a William—. Mírame a mí —repitió con la misma actitud dura. La situación requería acción. Finalmente Tarcisio miró, con aspecto abatido, derrotado—. Estás concentrado en el problema cuando deberíamos pensar en la solución. Las cosas siguen su curso. No podemos detenernos ahora. Pero necesito tu aprobación. Yo mismo trataré en persona de asegurarme de que todo resulte a nuestro favor. —Volvió a taladrar los ojos de Tarcisio—. Estamos haciendo lo correcto.

Tarcisio se soltó de William y se volvió de espaldas. Necesitaba pensar en aquellas palabras. El momento exigía lucidez, eso sabía reconocerlo, pero le costaba trabajo encontrarla. «Ayúdame, Padre. Muéstrame el camino. Guíame por el tranquilo mar de tus brazos», pidió mentalmente. William tenía razón. Cruzarse de brazos y actuar como el avestruz no resolvería nada. Se necesitaba mano firme y determinación. Le cogió la mano.

—Gracias, mi buen amigo. Me has hecho volver en mí.

William sonrió.

—Yo no. —Miró a la imagen sufriente—. Él.

—Eminencia —volvió a llamar Trevor con temor desde la entrada de la capilla. No se atrevía a entrar.

Tarcisio miró al asistente sin mostrar exaltación.

—¿Qué sucede, Trevor?

—Bueno… Dijo que se le avisara cuando llegara el padre Schmidt —aclaró y esperó su reacción.

—Iré enseguida —se limitó a decir—. Puedes volver al trabajo.

El asistente desapareció casi instantáneamente de la entrada de la capilla, no fuera a ser que el diablo estuviera acechando en la esquina.

William se mostraba apremiado.

—¿Qué le vas a decir?

—Nada. Está aquí como amigo mío y hombre de la Iglesia. No he intercedido ni voy a interceder —sentenció. Ya era el Tarcisio de siempre, asumiendo el control y la responsabilidad. El secretario imponente.

—Me parece sabio. —Volvió a la carga con el asunto—. Entonces, ¿me das tu aprobación oficial?

—Puedes contar con ella.

Se dirigió a la puerta de la capilla. Tenía muchas ganas de volver a ver al austriaco. En aquel momento estaba jugando a dos bandas, esperaba hacer lo correcto. Con la ayuda de Cristo.

—Ya tenemos a gente sobre el terreno —informó William mientras lo acompañaba—. Voy a dar las órdenes finales y me acerco a Via Cavour.

—Ten cuidado. ¿Estás seguro de que podemos confiar?

—No tenemos otra opción.

—Echar a un inocente a las fieras… —alegó Tarcisio pensativo. Reminiscencias de la conciencia.

—Otros ya lo han hecho. No te preocupes. Estamos en guerra.

—Lo sé.

—Es una guerra santa, pero hay daños que hemos de soportar. Todo se resolverá con rapidez.

—Dios te oiga —rogó Tarcisio.

—Me oirá —previó William con una sonrisa.

—¿Conseguiste analizar el DVD? ¿Algún indicio? —preguntó con timidez.

—Nada. Limpio. Ahora vete.

Tarcisio salió en dirección a su gabinete, situado enfrente, no sin antes flexionar la pierna derecha y hacer la señal de la cruz, por respeto a la figura colgada en el madero del altar. William hizo lo mismo y ambos salieron hacia sus quehaceres obligados. Cristo quedó solo, clavado en la cruz, con la cabeza colgando sobre el lado derecho, con una mueca de sufrimiento como si se anticipara a tiempos futuros.