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La citación había llegado a la casa parroquial hacía cien días, pero Hans Schmidt ya contaba con ella mucho antes. La Congregación cumplía escrupulosamente con todos los preceptos burocráticos sin fallos, sin retrasos, sin desfallecimientos.

En Viena se vivían los primeros días de frío. Los calefactores encendidos confortaban los corazones, se sacaba la ropa de invierno de los armarios, se compraban abrigos nuevos a la moda. A Hans le gustaba dar sus paseos diarios por la Ringstrasse, ajeno a la lluvia helada y al frío cortante, corrompiendo el aire con vaharadas calientes de aliento. Cerraba los ojos y sentía su respiración durante algunos instantes. Deambulaba sin rumbo fijo, como la vida. Se decía que Freud también los daba y no le resultaba difícil comprender la razón. La vida bullía indiferente. Las sonrisas, los gritos, alguien llamando por su nombre a alguien, las tiendas iluminadas y atrayentes. A veces entraba en el Café Schwartzenberg a tomar un café caliente y en un momento dado se veía obligado a entrar en Thalia a hojear los libros o los periódicos, si todavía no los había leído.

No encontró ninguna mención a su caso. No era de extrañar, la Congregación no hacía publicidad de su trabajo. Toda la atención de que era objeto le llegaba del exterior, desde las aulas de Historia, al igual que los ataques pertinaces de ciertos historiadores que de vez en cuando se acordaban de la matanza, como la llamaban, de las masacres innecesarias, de la limpieza perfectamente planeada. Algunos alzaban la voz exigiendo que se retirase a santo Domingo de la lista oficial de los santos católicos. Desgraciados. No veían el bien que aquel hombre había hecho al mundo, un beneficio todavía vivo en los días presentes y futuros. Demonizar al hombre que había visto más allá y que no había reparado en nada que no fuera mirar por el bienestar de la santa madre Iglesia y repeler las amenazas… Bien que hacía falta en los tiempos que corrían.

Hans no era tan obtuso. «San Pablo, santo Tomás de Aquino, san Agustín, debían retirarlos a todos junto con santo Domingo». Lo pensaba, pero no lo decía en voz alta, aunque dijera otras cosas.

Era por causa de personas así, como santo Domingo, por lo que el padre Hans Schmidt iba a ser juzgado en el Vaticano. A pesar de haberse visto suspendido de sus funciones hacía casi un año, el apelativo correcto todavía era padre. Bien es cierto que a él no le incomodaba que le tratasen de señor Schmidt en lugar de padre Schmidt. La citación llevaba el nombre completo, Hans Matthaus Schmidt, precedido por la mención al cargo. La Congregación no tenía por hábito eliminar los títulos anteriores de los acusados. Inocentes hasta que se demostrara lo contrario. A pesar de no estar oficialmente condenado, se sentía como en el purgatorio y aún no sabía si acabaría en el cielo o el infierno. Sin embargo, sabía que la Congregación ya había decidido. En palabras de algunos historiadores inofensivos, en caso de duda se ordenaba quemar. Y hoy en día había muchas maneras de quemar sin fuego.

Hans Schmidt había sido advertido por familiares y amigos cercanos. «Cuidado con lo que dices o escribes. Puede que tengas que pagarlo».

Naturalmente se fueron alejando poco a poco, como sus consejos, fueron evitando su presencia. Persona non grata tal vez fuese un término demasiado duro, pero ¿cómo llamar a alguien a quien se deja de invitar a los círculos sociales y familiares?

Su madre habría estado de acuerdo con él de haber vivido. Del padre no constaba la historia, al menos en su libro. Creció sin una presencia masculina constante en los alrededores de la capital, en Essling, en plena Segunda Guerra Mundial. Entonces había disculpa para todo. No recordaba aquellos tiempos demasiado bien, pero se acordaba del Landtmann y de cuando le había visto con la mujer y los tres hijos pequeños, un día en que regresaba del seminario, con la guerra ya muy lejos. Qué padre tan delicado. No se dignó dirigir a Hans ni una sola mirada, o bien no le había conocido. Limpiaba la boca de la niña más pequeña con ternura, ignorando al mayor, mirándola a ella, fruto de otra vida distinta. Ya no recordaba cómo había sabido que era él. La madre estaría de acuerdo con lo que Hans dijera y escribiera, aunque fuese profundamente católica y devota del buen papa Juan, que Dios tuviese en su gloria.

La Ringstrasse aquel día le parecía diferente. Repleta de vidas como siempre, pero con matices diferentes. O puede que fuera impresión suya. Pasó frente al Landtmann y se encontró mirando hacia dentro como en aquel lejano día en que había visto a su padre. ¿Quién sabe si no continuaba allí todavía, decrépito, arrugado por los años? Nunca más lo había visto desde su regreso del seminario. Tampoco sería hoy. Las mesas estaban casi todas ocupadas, pero no había nadie parecido. Quizá ya descansara en paz en cualquier cementerio de Viena. A Freud le habría gustado Hans. A Freud le habría gustado analizarlo allí, en una de las mesas del Landtmann, que él frecuentaba.

No tomaría café caliente esta vez, ni hojearía los libros en Thalia, tampoco los periódicos. Se limitaría a andar, a experimentar el nuevo frío que se apoderaba de la ciudad. El sol también se había rendido al crepúsculo y había llegado el momento de que la gente se recogiera en sus hogares y se deshiciera en cenas, sonrisas, llantos, alegres convivencias y paranoicas soledades, sorpresas y depresiones. Viena al final del día, igual a cualquier otra ciudad del mundo y sin embargo con un encanto tan particular. Hans se quedó un poco más a contemplar la Ringstrasse, a mirar los escaparates y las ventanas, las vidas que pasaban, prisioneras de sí mismas y de nadie más.

Le esperaba una difícil batalla en una guerra perdida. No se hacía ilusiones. La edad le había proporcionado sabiduría y perspectiva. No se sentía solo, a pesar de no estar con nadie. Vivía bien y en paz, entregándose a los demás sin mirar a quién, nunca pedía nada a cambio, tal vez por eso sentía tener tanto. Ninguna convocatoria formal, enviada con más de tres meses de antelación, escrita en tono intimidatorio, lo callaría.

A la atención del reverendo padre Hans Mattahus Schmidt:

Que se registre la convocatoria para que el sujeto arriba mencionado comparezca en audiencia ordinaria a fin de esclarecer algunas dudas sobre los volúmenes de su autoría: El hombre que nunca existió y Jesús es Vida, que, según parecer preliminar de la Congregación para la Doctrina de la Fe, contienen proposiciones erróneas y peligrosas.

En Roma, sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a 29 de junio de 2010, día de los mártires san Pedro y san Pablo.

Firma:

William Cardenal Levada,

prefecto

Luis F. Ladaria S.I.,

arzobispo titular de Thibica,

secretario

Tuvo mucho tiempo para leer y releer impasible el texto en aquellos cien días. Y el día escogido para enviarle la misiva tampoco le parecía inocente del todo. Día de San Pedro y San Pablo, el más importante después del de Navidad, día de Nuestro Señor Jesucristo, Señor del Universo. Podría ser un mensaje cifrado o paranoia suya.

Hans sacó un sobre del bolsillo del chaquetón. En la calidad del papel se notaba que no se trataba de la referida citación. Se encontraba ya en su cartera, en la casa parroquial, lista para salir de viaje con él. Este tenía idéntica procedencia, de la Santa Sede, pero en lugar de un formal reconocimiento del remitente, sin gran pompa, lucía un blasón sobre fondo rojo. Una mitra de triple corona, encabezada por una cruz de oro, una estola blanca que bajaba del interior de la corona para unirse, abajo, con dos llaves entrelazadas, una de plata y otra de oro. Las llaves que abrían el reino de los cielos. Los versados en estas cuestiones de armas, blasones y símbolos las reconocían en un abrir y cerrar de ojos, ya que eran las más famosas, a saber, las del mismo sumo pontífice. Se trataba de un sobre de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.

Hans sacó el papel y lo releyó. Lo hacía mucho últimamente. No le llevó demasiado tiempo, era poco extenso, y en cuanto terminó de hacerlo entendió la razón de que la Ringstrasse le pareciera diferente. Dentro de unas horas tomaría el avión para Roma. Al día siguiente no estaría allí admirando el movimiento, la vida, las luces, no tomaría un café caliente en el Schwartzenberg, el más antiguo de Viena, ni iría a hojear los libros a Thalia. No sentiría aquel frío que dejaría de ser una novedad y no corrompería el aire con las vaharadas calientes de su aliento.

Era una despedida. Una partida a lo ignoto, a lo indeterminado, cuyo desenlace ignoraba. Pero ¿quién conocía el motivo de algo? Cuando el hombre planea, Dios sonríe.

Se sentía bien, plácidamente. Y antes de dejar a su espalda la Ringstrasse rompió el sobre con la carta y lo tiró a la papelera.

—¿Qué me cuesta ir antes a ayudar a un amigo? —murmuró mientras se encaminaba hacia la casa parroquial—. Dar sin mirar a quién.

De haber mirado por encima del hombro de Hans Schmidt mientras releía el texto, cosa que nadie hizo, solo se habría podido distinguir unos garabatos escritos a mano con letra apresurada, aunque la firma trémula no engañaba a nadie:

«Tarcisio Bertone, S.D.B.».