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El profesor miró seriamente a los alumnos con los brazos cruzados sobre el pecho. Las mujeres le consideraban atractivo, los hombres le respetaban. Aparentaba cuarenta años, forma física envidiable, enérgico según la opinión femenina. Nunca sonreía ni alteraba el tono de voz. Siempre seguro. Les hacía pensar, los desafiaba, y es que esa era su función como titular de la cátedra de Filosofía de la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma. Respondía a las dudas con nuevas preguntas, otros puntos de vista. No facilitaba la solución. La reflexión, el raciocinio eran la mejor arma de supervivencia en el mundo moderno. No los libraría de la muerte, pero los llevaría lejos.

—La Iglesia siempre da la solución en las Sagradas Escrituras. En ellas está todo. Nadie debería andar perdido. Sí, porque la Biblia es también un libro filosófico —explicó.

«¡Qué desperdicio! —pensaba el sector femenino—. Tan buen material entregado a la Iglesia, un discípulo de Jesucristo Nuestro Señor, un hombre de Dios».

Las malas lenguas, y entiéndase la expresión como fuentes de origen desconocido y por lo tanto no dignas de crédito, decían que se encontraba muy próximo al papa Ratzinger. Se desconocía la veracidad de tal afirmación por considerarse solo un rumor, por el momento.

—Y también erótico. Y pornográfico —se oyó a una voz masculina que procedía de la puerta y que resultó ser un hombre más viejo, con barba, bigote y cabello blanco. Aparentaba la edad que tenía, si bien le acompañaba un brillo de jovialidad. Tenía la sonrisa de un niño rebelde que hubiera cometido una picardía.

—Jacopo, no cambias —le recriminó el profesor sin alterar el tono de voz.

—¿Estoy diciendo alguna mentira, Rafael? —Miró al grupo de modo provocador—. La Biblia es el primer libro histórico, fantástico, de ciencia ficción, evangelio, thriller, novela de todos los tiempos.

—Jacopo, ¿necesitas algo? —preguntó Rafael con firmeza—. Estoy en plena clase.

—Pido humildemente perdón por venir a poner sensatez en estas cabezas y no lo que tú les pones… O lo que quiera que sea —bromeó—. ¿Saben que después de siglos y milenios nada de lo que hay en la Biblia se ha podido verificar arqueológicamente? Nada. ¿Y que muchos de los «personajes» —dibujó unas comillas en el aire al decir la palabra— y localidades que aparecen citados en ese libro tan importante para tanta gente no se mencionan en ningún otro lado? Solo la Biblia los menciona, pero como es la Biblia… —Se interrumpió y adoptó un tono serio—. Tengo que darte un recado.

—¿No puede esperar?

—Es obvio que no. —Y salió fuera del aula.

Rafael pidió disculpas al grupo y prometió que no sería más que un minuto.

—¿Qué ocurre? —preguntó este tras salir y cerrar la puerta—. ¿Qué es eso que no puede esperar?

—Yaman Zafer —soltó Jacopo.

Rafael abrió los ojos de par en par. Había logrado captar toda su atención.

—¿Yaman Zafer?

—Sí —asintió el más viejo.

Rafael le volvió la espalda y suspiró. Jacopo no lo vio cerrar los ojos. Si hubiese podido habría llorado, pero ya no sabía cómo. La vida, a veces, seca los ojos a algunas personas, haciéndoles llorar por dentro y no por fuera lágrimas de sangre.

Jacopo no era el tipo de hombre que pudiera tildarse de sensible frente a las emociones humanas. Sesenta y un años de vida le habían ido depositando una capa de racionalidad sobre los sentimientos, como un escudo. O eso le gustaba creer. Rafael no podía hacerlo, era sacerdote, aun así el cabrón más frío que conocía.

—¿Tienes más información? —preguntó Rafael al tiempo que se volvía otra vez hacia él y afrontaba su mirada con ojos serios y malvados.

—Alguien lo llamó en mitad de la noche para hablarle de un pergamino. Eso fue lo que dijo Irene. Cogió un vuelo de madrugada y… —Dejó que el resto lo supusiera.

—¿Dónde? —quiso saber el padre.

—En París. En un antiguo almacén-frigorífico, en Saint-Ouen.

Rafael lo volvió a mirar fríamente y se alejó dirigiéndose hacia la puerta.

—Habrá que ir a París.