Cuanto menos se sabe, más se cree. Siempre ha sido así y así será hasta el fin de los tiempos. En otras épocas, lo que hoy son fenómenos de la naturaleza comúnmente conocidos y explicados con la ayuda eficaz de la ciencia se identificaban con la ira de Dios en el caso de tempestades o terremotos o el preanuncio del fin del mundo cuando se trataba de eclipses. Lo normal era ver a los creyentes arrodillados en cualquier altar público o privado, clamando a santa Bárbara, san Cristóbal y otros por el estilo para que intercedieran ante el Creador, Dios Nuestro Señor, Alá, Yavé, cada cual que escogiera la oferta que mejor le viniera a la hora de aplacar la ira de Aquel, quienquiera que fuese Él. Y en los tiempos anteriores a los santos, cuando no eran sagrados ni habían nacido como los demás mortales o todavía no eran conocidos como Dios, Alá o Yavé, se intercedía a través de otros santos u otros dioses perdidos en la noche de los tiempos y olvidados para siempre. Y el mundo ha seguido girando siempre, actualmente sabemos que sobre sí mismo y alrededor del Sol, poco interesado en las creencias de quienes lo habitan.
Un mundo que tampoco le importaba al hombre que bajaba veinte escalones aferrándose al pasamanos de ambos lados. La edad no le había perdonado. Las arrugas grabadas en el rostro, profundas, como verdugones de látigo, no permitían que olvidara las amarguras de días pasados. El resto del cuerpo también se encargaba de recordar. Una pierna tullida que se obstinaba en no responder a las órdenes de su dueño, ojos que veían mal, auxiliados por unas gafas de bastante graduación. Defectos de una máquina de la que se ha usado y abusado y no se ha cuidado cuando se debía.
Fue descendiendo paso a paso al subterráneo que había mandado construir a cinco buenos hombres allá por los idus de 1950. Habían hecho un foso de ascensor que había permanecido justamente así hasta entonces, el foso solo sin ascensor. Había considerado más seguro un solo acceso, el mismo para la entrada y la salida, veinte escalones hacia abajo y los mismos hacia arriba. No había tenido en cuenta la vejez ni el tullimiento de las extremidades. Ahora no quería pensar en los veinte escalones que tendría que subir, sobre todo cuando se encontraba a la mitad del descenso. No era un recorrido que hiciese diariamente. Solo de vez en cuando, una vez al año, siempre en la misma fecha, el 8 de noviembre, hitos de la historia de cada cual en los que nadie debe interferir. Asuntos privados.
El subterráneo se hallaba a unos ciento cincuenta metros de la mansión, rodeada de frondosos árboles que ponían de manifiesto lo desapacible del otoño. Tenía la entrada por una caseta de madera que supuestamente los caseros habían utilizado para guardar los aperos de labranza en tiempos pasados. De hecho, parecía abandonada, llena de polvo y telarañas, probablemente habitada por otros bichos que no gustaban de mostrarse a humanos jadeantes de espaldas encorvadas.
Una bancada en el centro de la caseta disimulaba la entrada al subterráneo. Era menos pesada de lo que aparentaba. Tanto que al anciano le resultó más fácil apartarla que bajar las escaleras. Una vez abajo el recorrido era corto. Cerca de veinte metros hasta la puerta de la caja fuerte, una estructura de metal con medio metro de espesor y trancas del tamaño de las piernas de un hombre. Hacía sesenta años había tenido que colocar una llave en un lugar determinado para activar el mecanismo de apertura. Así fue durante algunas décadas, pero con los avances tecnológicos se había instalado una cerradura totalmente electrónica. Se acercó a un teclado alfanumérico y marcó un código de ocho letras. Era su código correspondiente, según decía el visor de la máquina.
Identidad reconocida
Ben Isaac
8 NOV 2010 21h13m04s
Acceso permitido
El mecanismo inició la operación de apertura y, a pesar de tratarse de una secuencia lógica con una serie de fechas, a Ben Isaac simplemente le sonaba a ruidos inconexos procedentes del interior de la estructura. Las dos manivelas exteriores no giraron hasta el final del proceso y solo entonces la pesada puerta se abrió hacia fuera con un resorte, como si de un organismo vivo se tratara. En el mismo instante, también automáticamente se fueron encendiendo las luces fluorescentes, una tras otra, iluminando el interior de la caja fuerte. Cien metros cuadrados de paredes de piedra de ochenta centímetros de espesor. La altura en el interior era de dos metros y medio, suficiente para albergar a cualquier persona en posición vertical.
Las luces emitían un brillo blanco uniforme por todo el espacio, de modo que nada quedara en sombra. Para oscuridad ya bastaba con la del lugar en sí unos metros más arriba, aquella caseta abandonada en mitad de la espesura a ciento cincuenta metros de la mansión.
Las paredes mostraban el granito frío y duro, que aportaba algo de frescor a la sala cerrada. El suelo era de ladrillo albarizo, como las luces, lo que en conjunto le daba al ambiente un aire diáfano. Arrimado a las paredes no había nada. Estaban desnudas. Únicamente, tres muebles oscuros en el centro de la sala. Expositores. Cerrados con cristales para que no entrara oxígeno en su interior. En la esquina inferior izquierda de cada una de estas vitrinas un visor indicaba 20ºC de temperatura. En dos de ellas un solo documento, en otra dos. Dos pergaminos y dos oficios más recientes, de izquierda a derecha.
Ben Isaac se dirigió al mueble situado más a la izquierda, que guardaba un pergamino, y se quedó mirándolo. El tiempo había sido más benévolo con los restos de aquel hallazgo que con los de su viejo cuerpo…, o eso pensaba el hombre con amargura. Pero ¿qué sabía él de las vicisitudes de aquel documento? ¿Por qué manos habría pasado?, ¿en qué covachas habría entrado?, ¿cómo lo habrían tratado a lo largo de los años, de los siglos, de los milenios, hasta aquel día 8 de noviembre de 1946 en que su expedición lo había encontrado junto a tantas otras cosas en Qumrán? ¿Qué sabía él, salvo que se encontraba en su poder desde hacía más de sesenta años, cincuenta y dos de ellos en aquel preciso lugar? Databa del siglo I d. C., según los más avanzados métodos científicos de datación que el dinero podía comprar, y en ese terreno Ben Isaac no se podía quejar. Su dinero podía comprar todo lo que tuviese un precio. Era de menor tamaño comparado con el resto de documentos de los otros expositores. Estaba roído por los lados y chamuscado en el lado superior derecho. Puede que estuviera cerca del fuego una noche heladora o que alguien lo arrimara a la lumbre con pérfidas intenciones. Lo cierto es que, independientemente de la razón, las brasas no habían logrado dañar el texto que Ben Isaac conocía de memoria y citaba algunas veces para sí mismo en la lengua en que había sido escrito, muerta para casi todos, en las noches de insomnio, que no eran pocas.
Roma, año cuarto de la era de Claudio, Yeshua Ben Joseph, natural de Galilea, anteriormente juzgado y absuelto por Poncio Pilatos, que confirma ser el propietario de una parcela de tierra extramuros de la ciudad.
No podía dejar de emocionarse cada vez que veía el trozo de pergamino con aquellas líneas escritas por la mano de algún escribano romano sobre un hombre que había cambiado el curso de la historia de miles de millones de personas a lo largo de los siglos. Jesús en persona, hijo de José, nieto de Jacob, heredero del gran David, del sabio Salomón, del patriarca Abraham, hasta donde él conocía según fuentes históricas antiguas y modernas donde se mencionaba a gente de su estirpe.
Apretó un pequeño botón verde bajo el cristal, sonó un bip y el vidrio se deslizó eliminando todo obstáculo entre Ben Isaac y el documento. Lo tomó con mucho cuidado, como si de un recién nacido se tratase, y lo miró de cerca. Qué emoción. Tocar un objeto que podría haber tocado el mismo Jesús dos milenios antes. No había palabras. Desde luego, Ben Isaac era un privilegiado. Podía hacerlo siempre que así lo considerara, con solo desearlo. De haber logrado algún papa poner las manos sobre aquel documento, cualquiera que fuera, de inmediato lo habrían acusado de sacrilegio. No lo permitiría. Jamás. Había comprobado que era auténtico, sabía que era verdadero.
Volvió a colocar el pergamino en su lugar y ordenó al cristal que retornara a su posición protectora. Fue hasta el expositor central, que custodiaba un pergamino bastante mayor que el anterior, deteriorado en algunas partes, de modo que no se veían bien los caracteres escritos. Pero lo esencial podía leerse, el mensaje principal, que todos los días recordaba con un escalofrío en la espina dorsal y no tenía valor para repetir en voz alta. Aquel no había querido tocarlo nunca. Era algunos años anterior al otro, más importante. No se trataba de una simple autorización legal, sino de un evangelio cuya existencia muy pocos conocían; solamente él y no más de cinco estudiosos a los que había tenido que acudir para interpretarlo, bajo un estricto contrato que incluía un pacto de silencio. En eso Ben Isaac era un águila. No cedía un milímetro.
La última vitrina albergaba dos documentos de papel timbrado, con las armas pontificias en la parte superior de la hoja, en el centro. Ambos textos estaban en inglés y podían leerse fácilmente.
A 8 de noviembre de 1960, en Ciudad del Vaticano
Resuelvo otorgar a Ben Issac, natural de Israel, residente en la ciudad de Londres, la cesión de los pergaminos encontrados en el valle de Qumrán por un periodo de veinticinco años. Durante la vigencia de este acuerdo, ninguna de las partes hará públicos los referidos hallazgos. La Santa Sede no intentará, por vía alguna, recuperar el espolio que considera suyo por derecho.
Finalizado el plazo establecido, corresponderá a mi sucesor o a los sucesores de Ben Isaac alcanzar un nuevo acuerdo.
Que Dios nos acompañe.
Johannes P.P. XXIII
Ben Isaac
(Y tres firmas más ilegibles)
El siguiente era parecido, con un blasón diferente y el texto más corto.
A 8 de noviembre de 1985, en Ciudad del Vaticano
Determino la prórroga del acuerdo suscrito el 8 de noviembre de 1960, por un periodo idéntico, finalizado el cual se establecerán nuevos conciertos con los herederos.
Johanes Paulus P.P. II
Ben Isaac
(Y cinco firmas más ilegibles)
Ben Isaac leyó y releyó los textos. Rememoró las negociaciones. Los cardenales, los prelados, los nuncios apostólicos, los simples curas que durante dos años iban y venían con recomendaciones, oblatas, conminaciones, vituperios… Los Cinco Caballeros. Nunca conoció a Juan XXIII ni a Juan Pablo II, a pesar de que ambos firmaron el documento. Tal vez ese hubiese sido el error. Demasiados enviados especiales, cuando habría sido más sencillo sentarse a la misma mesa y hablarlo. Un nuncio llegó a ofrecerle diez millones de dólares por los documentos, antes del primer acuerdo. Dudaba de que Juan XXIII hubiese ofrecido tal montante. Lo cierto es que después de firmar el acuerdo nunca más lo volvieron a molestar. Tantos errores cometidos a lo largo del tiempo… Aquello nada tenía que ver con la religión. Pensó en Magda y se le llenaron los ojos de lágrimas, luego se le vino a la mente Myriam. El pasado, siempre el pasado, le había llevado al hallazgo de cosas inimaginables. Objetos que ningún dinero podía comprar. Si el mundo supiese… Tal vez tuviera que saberlo pronto. Por Magda.
Ben Isaac echó una última mirada a los pergaminos y suspiró. Consultó el reloj. Era la hora. Dio media vuelta y salió de la caja fuerte en dirección a las escaleras. Estaba demasiado viejo para la guerra, pero la afrontaría. La vida era guerra…, nada más.
Se había acabado el tiempo. El acuerdo había llegado a su fin.