XCVIII
al ghaffur, el Perdonador

Y así fue cómo me vi embarcado en la embajada que me llevaría hasta Fez y hasta nuestro desgraciado extravío en el desierto, donde perdí a Layla y a todos mis hombres. Gracias a Alá, pude ser rescatado con vida. Ya lo he narrado en esta Rihla, que he completado durante estos días de descanso en Walata, a la espera de la caravana que me regrese a Tombuctú. Me he desnudado ante mi propia conciencia y ante un hipotético lector del mañana. Necesitaba hacerlo. Ahora me conozco mejor.

Mañana partirá la caravana desde Walata hacia Tombuctú. El wali vino esta mañana a comunicármelo. De paso, me formuló una invitación.

—Esta noche organizaré una cena en tu honor, granadino.

La velada ha resultado agradable. Han participado los principales de Walata, a los que he contado, una vez más, las aventuras de mi desdichada embajada. El relato de la batalla de Tremecén los enardece.

—Cuéntanos de nuevo la batalla, Es Saheli.

Lo hice. Les hablé de los fastos de la corte meriní de Fez y de las zozobras que pasamos en el desierto tras el ataque de los bandidos hassaniyas. Después recité algunos versos. Al despedirnos, me abrazaron como amigos. Escribo estas líneas antes de acostarme a descansar. Nos quedan seis días de camino hasta Tombuctú, donde me aguarda mi familia, Jawdar y el emperador. Ardo en deseos de volver a ver mi mezquita de Djinguereiber.

Llevo varios días en Tombuctú. Jamás pude figurarme la sorpresa que me aguardaba. Pero no adelantemos acontecimientos. Me he prometido trasladar a esta Rihla los hechos según han ido aconteciendo. No padecimos ningún contratiempo especial durante el viaje desde Walata. La última jornada de viaje alargamos la caminata para alcanzar las dunas que rodean la ciudad. Deseaba dormir allí, para poder disfrutar del amanecer sobre Tombuctú. Hizo frío aquella noche. Como habíamos llegado muy tarde, no montamos las tiendas ni apenas ordenamos el campamento. Nos limitamos a tendernos sobre la arena y a enroscarnos bajo las mantas. Los aguijonazos del frío me despertaron. Qué bien olía el amanecer. Me senté sobre la arena, tapado todavía por la manta. Y disfruté del alba sobre la ciudad, que fue tomando forma ante nuestra vista. Entre dos luces todavía, lo descubrí. Allí estaba, espigado y espiritual, el alminar de Djinguereiber. Sentí un escalofrío al reconocerlo. De nuevo estaba en casa. Ya nunca más saldría de ella.

Entré a primera hora a la ciudad. Estábamos a inicios del verano de 1337. He estado fuera de Tombuctú algo menos de seis meses, pero me parece toda una eternidad. Fui directo a casa de Jawdar, y mandé recado de mi presencia a toda mi familia. Enseguida estaría con ellos; deseaba con todas mis fuerzas abrazar a mis mujeres y mis hijos.

Me encontré a Jawdar incorporado. No me esperaba.

—¡A… Abu Isaq!

Corrió a abrazarme.

—¿Cómo estás? Me dijeron que enfermaste. Intenté regresar lo antes posible, pero nos perdimos en el desierto y nos atacaron. Gracias a Alá sobreviví. Fui el único.

—Ya es… estoy bien. Lo he pa… pasado muy mal. Te echaba de me… menos a mi lado. Como en E… Egipto.

—Como en Egipto… ¡Qué tiempos aquellos! Pero ya estoy aquí, de nuevo, para siempre.

—Gra… gracias a Dios. Pro… prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Que ya no te irás más sin mí. Que to… todos los viajes los ha… haremos juntos.

—Prometido.

Regresé a mi casa. Estaban mis cuatro mujeres y una multitud de niños y mozalbetes. Les regalé las golosinas que había podido adquirir en Walata y todo fueron risas y abrazos. La felicidad debe ser algo así como un retorno permanente al hogar. ¿Cómo había podido pensar en abandonarlos? Se horrorizaron con mis relatos. Suavicé las escenas del saqueo de Tremecén, para no escandalizarlos, y obvié la existencia de Layla, para no levantar celos infundados.

—Estuve a punto de morir de sed. Alá me salvó en última instancia.

Mis hijos escuchaban con los ojos abiertos de espanto.

—¿Y no mataste a los bandidos, padre?

Tengo que dejar de escribir en estos momentos. Recuerdo a mis compañeros de la embajada. Todos murieron bajo el sol del desierto. Sus huesos pondrán una nota de blanco en el gris infinito de las arenas. Sus carnes magras habrán servido de alimento a los buitres y las hienas. Tenían familia que los esperaban. Nunca volverán a verlos. Eran padres de los amigos de mis hijos. ¿Cómo explicarles lo sucedido?

—¿Y murieron todos lo de la embajada?

—No lo sé… —les mentí—. Nos perdimos.

—¡Uno de ellos era el padre de Thimbu, mi amigo!

—¡Y el de Haidara!

—¡Seguro que han muerto! —algunos de ellos rompieron a llorar—. ¡Me dan mucha pena!

—¡Venga! —los animé—. ¡Qué hoy es día de alegría! ¡Nadie conoce los designios de Alá!

Esta tarde he visitado la mezquita. He vuelto a sentir la emoción del primer día. Alá vive en ella. También el espíritu de la tierra se esconde en su fresca penumbra. He dado gracias a Dios por permitirme retornar. Y le pido un favor. Que me ayude a encontrar un nuevo por qué a mi existencia. Tengo alma de viajero, necesito de emociones para sentirme vivo. Pero ya no quiero volver al camino. Necesito metas que pueda alcanzar desde Tombuctú. La mano del destino me alejó de Granada. Asumo que no volveré a disfrutar del azul de sus cielos. Pero no quiero enfermar de melancolía. Quiero gozar de la alegría del mañana. Sólo eso me concederá fuerzas para el futuro.

Mi primera noche la pasé con Mawa.

—Creía que no volverías.

—¿Por qué dices eso? Te dije que regresaría.

—Tuve sueños. Mi intuición me decía que ansiabas regresar a tu tierra.

—Mi tierra es esta, Mawa.

—También —y bajó los ojos al decírmelo—, pensé que te casarías con una andaluza, para que te diera hijos blancos como tú.

—Tengo los hijos más guapos del mundo.

La besé con cariño.

—No te atormentes más, amor. Estoy aquí para siempre.

Aquella noche recordé a Kolh, y a mi otro hijo negro que ya jamás alcanzaría a conocer. Hace diez días que regrese a Tombuctú. Los acontecimientos se han precipitado. Primero fue una carta desde Al Ándalus. La enviaba mi hermano Omar. Mis padres habían fallecido, con pocas semanas de diferencia. Sentí un fuerte dolor en mi corazón. Quizá su agonía fue la que reclamó mi presencia con ellos. Si hubiese llegado hasta Granada, habría podido acompañarlos durante sus últimos días. Le escribí una larga carta de pésame. Enviaba recuerdos a toda la familia. Me fui a rezar a la mezquita. En Djinguereiber encontraría algún consuelo a mi dolor. Por mi mente pasaron de nuevo mis vivencias en Granada. Lloré e imploré al buen Alá que algún día me permitiera reunirme con ellos en el cielo.

Un secretario real me esperaba a la salida de la mezquita.

—El emperador quiere verte con urgencia.

Llevaba días esperando poder visitarlo. Tenía que informarle del resultado de mi embajada, pero me advirtieron que se encontraba de campaña. Por fin había regresado.

El palacio estaba sumido en un profundo silencio. Me extrañó. Normalmente, la corte era un hervidero de personas que iban y venían comentando asuntos en voz alta. Apenas me encontré a nadie en los pasillos y las salas.

—Por aquí.

Los secretarios pasaron de largo la sala del trono. También la divanía en la que despachaba los asuntos más cotidianos. ¿Dónde me recibiría el emperador?

—Pase.

Entré en su dormitorio. Kanku Mussa se encontraba acostado, y apenas era una sombra de lo que fue. Su rostro afilado ya anunciaba la muerte que se aprestaba a recogerlo.

—Señor, ¿qué os pasa?

—Que me muero, Es Saheli, que me muero.

—No. Es fuerte como un león. Pronto os recuperaréis, y volveréis a cabalgar por los vastos confines de vuestro imperio.

—¿Cómo fue tu embajada?

—Bien.

Me aprestaba a narrarle los pormenores del accidentado viaje, cuando me hizo callar con un gesto.

—No hables mucho. Me queda poco tiempo. ¿Están seguras nuestras caravanas?

—Sí. Los meriníes lo garantizan. Derrotamos a los bandidos zayyadíes.

Apenas me escuchaba. Tenía la mirada perdida y sudaba copiosamente por la frente. Las fiebres lo estaban devorando.

—El sultán Abu l-Hasán os hizo ricos regalos. Pero los perdimos en el desierto.

—Es Saheli, ¿quién piensa en riquezas ahora?

—Lo siento, señor.

—No te preocupes. Estoy poniendo mis cosas en orden antes de marchar. Quiero gozar el paraíso del buen Alá.

—Así será, señor.

—Me arrepiento de mis muchos errores y excesos, e intento valorar los aciertos que tuve.

Le costaba hablar. Recordé la agonía de mi maestro Jawdar.

—Es Saheli, tú eres uno de esos aciertos.

—Sólo soy vuestro humilde siervo, señor.

—Has hecho mucho por nosotros. Tus construcciones nos trascenderán. Seremos recordados por siempre gracias a tu genialidad.

—Me limité a trasladar el espíritu de la tierra.

—Quiero pedirte un favor… Un hijo mío gobernará a mi muerte. Ayúdale. Sigue construyendo. Nunca lo abandones…

No pudo seguir. Un acceso de tos lo convulsionó. Abandoné la sala convencido de que sería la última vez que lo vería con vida. Así fue. Esa misma noche falleció. Anteayer fueron los funerales en Tombuctú. Su cuerpo ha sido trasladado a Niani, donde recibirá sepultura junto a su familia. La ciudad y el reino entero están desolados, huérfanos sin el rey colosal que todo lo llenaba. También yo siento que esta semana pasada he muerto un poco. Mis padres en Granada, y mi valedor Kanku Mussa abandonaron el reino de los vivos en este año fatídico de 1337. Hoy estarán con Alá. Intento pensar en las cosas hermosas que aún me puede proporcionar la vida. No quiero despeñarme a los abismos de la melancolía.

Acabo de regresar de Niani. Junto a otros principales de Tombuctú hemos asistido a la coronación del nuevo monarca, Maghan I. Es el hijo mayor del difunto Kanku Mussa. La fiesta de la investidura real duró una semana entera. Pude saludar al nuevo monarca por un instante.

—Quiero, Es Saheli, que sigas construyendo —me dijo el heredero—. Necesitamos más palacios y mezquitas para enriquecer el reino.

—Podéis contar con mi lealtad y entrega, señor.

Esta noche he cenado con algunos de mis hijos. Me asaetearon con preguntas sobre las ceremonias. Las respondí, exagerando los detalles. Una de mis hijas quiso saber algo más complicado de responder.

—¿Será Maghan tan fuerte y valiente como su padre?

Cambié de tema para no responderle. Yo mismo me había hecho esa pregunta sin respuesta. Creo que no. Ni es tan fuerte, ni tan generoso, ni tan osado. Y me preocupa. Muchos son los enemigos del reino y muy astuto debe ser su gobernante si quiere conseguir mantenerlo en paz.

Mis temores se hicieron realidad. Todavía no ha finalizado 1337 y los pueblos rivales ya han comenzado a atacar el reino. Maghan tuvo que marchar con lo mejor de su ejército a contener una rebelión en el oeste. Quedamos desprotegidos, circunstancia que aprovecharon los nómadas mossi para saquear algunas ciudades. Tombuctú no se ha librado de su pillaje. Han ocupado durante una semana la ciudad, robando cuanto de valor encontraron en ella. Las mujeres y los niños se encerraron en las casas, y los hombres entregamos las armas. Afortunadamente, no hicieron ninguna matanza. Se han limitado a entrar en las casas y robar sus riquezas. Un horror que jamás habría ocurrido de estar Kanku Mussa con vida. Su furia los habría amedrentado. Pero nadie parece temer al joven Maghan I.

Ayer golpearon a la puerta de mi casa. Venían a robarnos.

—Abrid las puertas —ordené—. Y que nadie ofrezca resistencia. Así se irán sin hacernos daño.

Mis sirvientes obedecieron mis órdenes, y aquellos salvajes entraron con avidez. Su olfato anticipaba riquezas en una casa tan principal. Ni siquiera nos dirigieron la palabra. Se limitaron a apilar cuantos objetos consideraron que podían tener algún valor. Estaban metiéndolos en grandes sacos, cuando oímos una voz autoritaria que llegaba desde la puerta.

—Pero ¿qué hacéis, insensatos?

Los asaltantes se asustaron. Sin duda alguna, el recién llegado debía ser uno de sus jefes.

—¡Deteneos inmediatamente! ¿Es que no sabéis de quién es esta casa?

Los asaltantes me miraron con desconcierto. No. No sabían de quién era la casa que saqueaban. Detuvieron su pillaje y se quedaron quietos, a la espera de órdenes. El jefe mossi entró con dignidad en la sala y se dirigió con la cara bien alta hacia mí.

—Debes de ser Es Saheli.

—Sí. Soy Es Saheli. Gracias por detener el saqueo. Mi familia está muy asustada.

—Disculpe a estos salvajes. Tenían permiso para recaudar un botín mesurado, sin hacer daño ni a las personas ni a sus hogares.

—Estáis arruinando a muchas familias honradas.

—Cosas de la guerra. Tombuctú es rica, nosotros pobres. Volveremos a nuestras sabanas y los de aquí recuperaréis pronto vuestras riquezas. Los márgenes del comercio son generosos.

El jefe mossi se giró para dar órdenes a sus hombres.

—¡Salid de aquí! ¡Que nadie se lleve nada!

Los guerreros parecían desconcertados. No entendían por qué hacían una excepción en aquella casa tan rica y próspera.

—¡Os he dicho que salgáis! ¡Nadie debe perjudicar el hogar de Es Saheli, el mayor de los genios del África!

Uno de los asaltante pareció entonces recordar mi nombre.

—¿Es Saheli? ¿El arquitecto de Djinguereiber?

—Él mismo —le respondió su jefe—. Merece todo nuestro respeto.

Agacharon la cabeza, sumisos. Y entonces ocurrió lo inesperado. Uno a uno se acercaron a besarme las manos en señal de reverencia.

—Estamos impresionados. Nunca hemos visto algo tan hermoso.

Cuando se marcharon, mis esposas e hijos me rodearon con admiración y orgullo. La fama de Es Saheli trascendía pueblos y razas. Este es mi patrimonio, y así quiero escribirlo en esta Rihla en la que me sincero.

Que Alá perdone mi soberbia.