XCVII
al muta'ali, el Más Ensalzado

Pasaron los años, fértiles y placenteros para mí. Construí mezquitas, palacios, casas y plazas en Tombuctú, Niani, Gao y Djenné. Miraba hacia atrás con satisfacción. Era valorado y reconocido, y no tenía enemigos de consideración. El pobre al-Mamir apenas era un mal recuerdo para la débil memoria del reino.

—¿Qué fue de él? —pregunté un día al emperador.

—Regresó hasta Ghadamés con mi dinero, pero nadie le hizo caso. Parece que recorre, enloquecido, los caminos vaticinando el fin del mundo.

—Nunca fue feliz, el pobre.

—Menos mal que se marchó —me respondió sonriendo—. Si llega a seguir, también nos habría amargado a nosotros.

Requerían mis servicios desde otras ciudades, pero yo no quise ir más allá. Prefería estar cerca de mi familia que crecía. Recordé a mi padre el día que decidí tomar nuevas esposas. Era casi una obligación social. Así emparentaba con otros clanes, y evitaba que quedaran mujeres solteras. Los hombres morían en guerras y cacerías, y era preciso dar hogar a las mujeres desamparadas. Las africanas lo aceptaban con una naturalidad pasmosa. Nada tenía que ver con el dolor que suponía la bigamia en las familias granadinas de mi infancia.

—Mawa, quiero tener otra esposa.

—Es tu derecho. Pero con una condición. Que la traigas aquí. Nuestra casa es grande. Prefiero compartir techo con otra a que te ausentes tú de por días.

Mi reputación era tal que desde regiones muy lejanas acudían hasta Tombuctú para apreciar mi obra y aprender de mi técnica y estilo. Comenzó a conocerse como arte sudanés lo que en verdad era pura imitación de mis construcciones.

—Te lo debo todo, Es Saheli —me halagaba el emperador en las ocasiones en las que coincidíamos—. Mi reino es conocido, sobre todo, por tus obras.

De vez en cuando aún recitaba. Mi poesía seguía siendo hermosa, aún más trabada y cultivada si cabe. Pero adolecía del rapto pasional de mi juventud. Por eso no me prodigaba en recitales públicos. Tan sólo lo hacía en familia o con amigos. Yo, que en Granada y El Cairo era conocido como poeta, me había hecho célebre en África como arquitecto.

Mi fama llegó hasta Granada. Así lo pude comprobar la vez primera que una caravana me trajo un correo de mi familia. Lo firmaban mis padres, que todavía gozaban de buena salud. Y, entre otras muchas cosas, me decían:

Ya sabemos, hijo mío, que triunfas en el país de los negros. Hablan maravillas de tus obras. Nos sentimos muy orgullosos de ti. Pronto habrá pasado el tiempo de condena de tu exilio y podrás regresar para acompañarnos en los últimos años de nuestra vida.

Regresar a Granada. Sabía que, tarde o temprano, tendría que enfrentarme a ese deseo soterrado. Pero no me atrevía a dar el paso. Estaba cómodo, asentado. Amaba a mi familia. Había conseguido las metas de mi camino, y me disponía a apurar los años de mi madurez en las circunstancias dulces del éxito.

Finalizaba 1334 cuando unos mercaderes me trajeron noticias frescas de Granada. Su situación política era mala. Muhammad IV había caído muerto hacía tan sólo unos meses. Tenía dieciocho años de edad. Regresaba victorioso a Granada, después de recuperar las plazas de Gibraltar y Algeciras que los meriníes le habían arrebatado. En el estrecho paso de Las Angosturas su suerte se truncó. Los usurpadores le habían preparado una emboscada y murió asesinado. Su cadáver fue ultrajado y abandonado a su suerte en el descampado, para que fuese pasto de las fieras. Esa fue la venganza de los meriníes derrotados en los puertos del estrecho de Gibraltar. La corte de Granada tomó buena nota y decidió coronar a un rey que se llevara bien con sus vecinos del sur. Yusuf I es el nuevo monarca.

Quedé apenado, como cada vez que recibía noticias de mi tierra. La percibía lejana, pero sentía su dolor como si estuviese a las mismas orillas del Níger. Y sentía en mi alma la mezcolanza de mi amor por África con el vacío de la añoranza por Granada.

El tiempo transcurría sin sobresaltos y mi familia crecía conjuntamente con mi reputación y patrimonio. Tenía dieciséis hijos de cuatro mujeres. Nada les faltaba a ninguna. Procuraba ser ecuánime con ellas, y me proporcionaban felicidad y armonía. Y pasaban los años y maduraba en respeto y sabiduría. Corrían los primeros meses de 1337 cuando el emperador me hizo llamar a su presencia. Acababa de regresar de una de sus incursiones militares en las fronteras de Guinea. Lo noté cansado.

—Son muchas guerras. En muchos lugares. Es difícil mantener la paz.

—Nadie osa enfrentarse con vuestros ejércitos abiertamente, señor. Es el más poderoso.

—Atacan como las hienas, a traición. Por eso te he hecho llamar. Quisiera pedirte un gran favor.

—El que gustéis mandar.

—Los bandidos tuareg están hostigando abiertamente a nuestras caravanas. Esos ataques hacen un gran daño a nuestra economía.

—Lo sé, señor.

—Tenemos que acabar con esa situación. No nos resultará tan fácil como pudiera parecer. Tengo buena información. Los zayyadíes de Tremecén apoyan a los tuaregs para desestabilizar el comercio meriní. Desean quedarse con el monopolio de las caravanas.

Kanku Mussa parecía conceder gran importancia a aquellas palabras que pronunciaba.

—Debemos reunimos con el sultán meriní de Fez para acordar medidas de protección. Sólo con la unión de nuestras fuerzas podremos atajar los ataques tuaregs.

—Me parece una medida inteligente, señor.

—Creo que lo es. Por eso debo enviar como embajador a mi hombre más capaz. ¿Sabes en quién he pensado?

—No, señor.

—Pues en ti.

—¿En mí?

—Serás un gran embajador. Tu fama se ha extendido por toda el África, eres culto y, además, granadino. El reino de Granada es aliado de Fez. Nadie como tú podría culminar con éxito tan importante misión.

Me miró con intensidad.

—¿Aceptas?

—Por supuesto que sí, señor.

—Muchas gracias. Daré orden para que lo preparen todo. En una semana debes partir para Fez. Despacharemos antes de tu salida para ultimar los detalles.

Dediqué mis últimos días en Tombuctú a poner en orden los temas familiares. Supuse, con acierto, que la embajada a Fez podría durar varios meses, y no deseaba que sufrieran ninguna necesidad.

Por las noches me subía a la azotea. Dejaba que mi mente volara bajo el techo de estrellas. Y pensaba más en el retorno a Al Ándalus que en mi misión ante el sultán Abu l-Hasán de los meriníes. Mi embajada me llevaría hasta las mismas puertas del reino de Granada. Podría hacer un viaje corto de tan sólo unas semanas para saludar a mi familia o… podría volver para quedarme para siempre.

No podía hacerle eso a mi familia de Tombuctú. No se lo merecían. Pero el ansia del viajante, que siempre quiere nuevos caminos por recorrer, ya golpeaba mi voluntad. «No te resignes a morir. Aún tienes cosas por hacer».

La última noche, antes de partir, reuní a mis amigos. Fue una velada agradable, sencilla. Contamos historias y recitamos algunos versos. Yo me atreví con los que había compuesto para la ocasión.

Al humilde lo rebaja su complacencia con la vida sencilla,

pues la fuente de la fama oscila entre partir y retornar;

Elevé la voz para los versos finales. Eran los que de más hondo me salían.

y mi época me ha confesado, siempre es sincera en lo que dice,

que sólo se gana la fama en la vida errante.

Aplaudieron. Al final, Jawdar se acercó hasta mí.

—Es Sa… Saheli. Me qui… quiero ir contigo.

—No. Quédate mejor con tu familia. Quizá tenga que ayudar a la mía.

—Si… siempre hemos via… viajado juntos.

—Y volveremos a hacerlo. Pero no en esta ocasión.

—Re… regresarás… ¿verdad?

—¡Pues claro! ¡Aquí dejo todo lo que amo! ¡A mi familia, a ti!

—A ve… veces me acuerdo de Gra… Granada.

—A mí también me pasa, Jawdar. Pero Tombuctú es nuestra casa, no lo olvides.

—¿Me ju… juras que volverás?

—Por supuesto. Volveré.

Esa última noche dormí con Mawa. Para eso era la primera entre mis mujeres. Aunque había engordado, la seguía encontrando apetecible. Y la amaba.

—Escuché tus versos, Abu Isaq.

—Hacía tiempo que no recitaba.

—Sí. Y hoy dijiste que sólo se gana la fama con la vida errante.

—Es una figura poética. ¿No te ha gustado?

—¿Volverás con nosotros, o marchas para siempre?

—Volveré, por supuesto.

—Siempre tuve el temor de que retornaras al camino y nos abandonases. Creo que ese día ha llegado.

—No digas tonterías, Mawa. Por supuesto que regresaré.

Inshallah. Los ojos de las mujeres hace siglos que aprendieron a ver más allá de las palabras de los hombres.