XCVI
al tawwab, el Que Acepta el Arrepentimiento

Mis pesadillas fueron preludio de la tragedia. La muerte visitó mi casa aquella noche, llevándose consigo la vida de al-Kuwayk.

—¡Mi padre no habla, no respira! ¡Está muerto!

Los gritos de Faruk despertaron a la casa entera. Corrimos para ver qué había ocurrido.

Descubrimos al hijo tumbado sobre el pecho del padre.

—¡No! ¡No te puedes morir!

Mandé llamar a un médico. Con suavidad aparté a Faruk y tomé el brazo de al-Kuwayk. Estaba frío y sin pulso. Debía llevar un buen rato muerto.

Quedamos espantados. ¿Cómo podía haber muerto? ¿Qué había pasado?

—¿Qué comió anoche? —preguntó el doctor tras reconocerlo.

—Carne de cabra.

—¿La comió alguien más?

—Todos nosotros.

—¿Ningún otro presenta síntomas de malestar?

—No, creo que no.

Me preocupé vivamente. ¿Albergaría sospechas de envenenamiento, o eran preguntas rutinarias para descubrir una intoxicación?

—¿Qué le ha pasado, doctor?

—No lo sé. Se trata de una muerte súbita.

Repasamos todo lo que comimos e hicimos la noche anterior. No encontramos nada sospechoso.

—Visitó la mezquita por la mañana. Salió muy silencioso. Durmió la siesta y apenas habló durante la tarde y la cena. Por la noche pidió regresar para contemplar Djinguereiber bajo la luna. Lo acompañaron dos guardias. Los hemos interrogado y no observaron nada sospechoso. Durante un buen rato permaneció bajo el alminar, sentado sobre la arena. No pronuncio palabra. Cuando regreso a casa, nosotros ya dormíamos.

La noticia se extendió por Tombuctú con la celeridad de una tormenta. Y tras la sorpresa, apareció el fantasma de la sospecha. Las veladas acusaciones aparecieron en muchas conversaciones.

—El mismo día de su llegada. Qué muerte más extraña, ¿no?

—Dicen que riñó con Es Saheli.

—No, no, a mí me han dicho que el granadino le debía dinero.

—¡Pero si se rumorea que le debía dinero el propio emperador!

—¡Qué tontería, nuestro monarca es inmensamente rico!

—¿Habrá sido por alguna mujer del pasado? Tú sabes, esas historias que nunca se olvidan.

Jawdar, alarmado, me contaba las maledicencias que circulaban con escándalo.

—Al… algunos dicen que lo has ma… matado tú. O… tros creen que ha sido el pro… propio emperador.

—No les hagas caso. Son malvados. Alá ha llamado a su seno a al-Kuwayk. Debemos rezar por su alma.

Al-Mamir ordenó que el cadáver fuese velado en la propia mezquita.

—Me gustaría que lo enterrasen allí, en el patio —me atreví a insinuar—. Dijo que aquí encontró la paz.

—En la mezquita sólo se entierran imanes y hombres santos —al-Mamir me respondió tajante—. Que sepamos, el egipcio no lo fue. Lo enterraremos en el cementerio, como cualquier otro.

Agaché la cabeza. Tenía razón, esa era la ley. Pero era injusta. Al menos con al-Kuwayk. Aún tenía en la memoria su expresión fascinada ante Djinguereiber. Algo mágico, sagrado, vio en ella. Nos habló sobre el sentido de la vida, como si ya predijera que la propia se le acababa. ¿Qué habría sentido la noche que pasó junto a ella? Nunca podríamos saberlo, pero presentí que supo de alguna forma que allí terminaba su camino.

El funeral, apenas una semana después de su inauguración, volvió a reunir a una multitud de fieles en el seno generoso de Djinguereiber. El silencio fúnebre envolvió la ceremonia. Estuve en primera fila, junto al emperador y Faruk, el hijo de al-Kuwayk.

—Que Alá lo reciba en su seno.

Las últimas palabras de al-Mamir dieron lugar a un largo pésame. Todos querían expresar sus condolencias al hijo del fallecido y saludar de paso al emperador y a su famoso arquitecto. Lo pase mal, muy mal. Notaba en las miradas de apariencia compungida una velada acusación: «Tú lo asesinaste, tendrás que pagar por ello». La sensación de culpabilidad se acentuó en el entierro. Debía hacer algo antes de que todos emitieran su sentencia. Quise gritar que era inocente, pero el recato y el sentido común me lo impidieron. Si lo hubiese hecho, habría sido interpretado como un reconocimiento implícito de culpa.

Regresé abatido a casa. Me senté sobre la alfombra y pedí un té. Faruk me acompañó.

—No sé qué hacer ahora —se sinceró—. Mi padre lo llenaba todo. Yo me limito a seguir su estela.

—Te toca ahora andar tu camino —intenté consolarlo—. Has aprendido mucho de él, también podrás ser un buen mercader.

—No lo sé…

El té estaba demasiado dulce. Tendría que advertírselo a Mawa.

—Es Saheli, verás, como sabes veníamos a cobrar nuestro préstamo.

—Sí, sí, lo suponía.

—¿Me ayudarás?

—Pues claro. Hablaré con Shonghy, el visir del Tesoro.

—Gracias. Para nosotros era muy importante.

La situación se volvía cada vez más comprometedora. Faruk dejó la taza sobre la bandeja para mirarme fijamente.

—Los negocios nos fueron mal en los últimos tiempos. Por eso iniciamos este largo viaje. Precisábamos recuperar ese dinero para pagar deudas y poder comenzar de nuevo.

Bebí un sorbo largo. Ya no aprecié la dulzura del té. Quería medir muy bien mis palabras.

—Lo siento. Pero seguro que con tu valía logras recomponer la fortuna.

—Quiero recuperar mi dinero cuanto antes. Debo regresar a El Cairo para atender unos pagos urgentes. ¿Cuándo hablarás con el visir?

—Enseguida.

—Muchas gracias.

—¿Has contemplado otras posibilidades? El comercio aquí es muy rico. El emperador os está muy agradecido, y os prometió un puesto en el mercado de oro.

—Ya lo he pensado. Pero quiero regresar. Mi país es Egipto.

—Ya…

—Necesito el dinero. Cuanto antes.

—Debes descansar antes de emprender el regreso. Tómate unas semanas.

—Sólo descansaré cuando haya recuperado la deuda y pueda partir.

Saboreamos dos tazas más en silencio. Iba a levantarme, cuando Targui se presentó en mi casa. Era un hombre pequeño y delgado, de mirada afilada y malvada. Me inquietó su presencia. Era el responsable de la seguridad interior del reino.

—Hola, Es Saheli. ¿Podemos hablar?

—Por supuesto. Pasa y siéntate con nosotros.

Lo hizo. No sabía cómo acometer el asunto que le había llevado hasta allí.

—El emperador está muy afligido por la muerte de al-Kuwayk. Era su amigo y su invitado. Me pide que te traslade de nuevo todo su apoyo, Faruk.

—Agradéceselo de mi parte —respondió el joven.

—También está preocupado. Ha muerto de forma extraña y…

—¿Qué quieres decir? —lo interrumpí.

—Bueno…, para evitar suspicacias debemos realizar una investigación.

—¿Una investigación? ¿Es qué sospecháis algo?

—No he dicho que haya sospechosos. Sólo que debemos averiguar lo que ocurrió. Ya circulan rumores que apuntan a…

—Ya sé lo que dicen los rumores. ¿Desde cuándo el emperador y su justicia se dejan guiar por ellos?

—Tenemos que acallarlos.

—¿Cómo? ¿Tratándome como sospechoso? Lo mejor es ignorarlos.

—No te he dicho que seas sospechoso. Sólo que debemos investigar. Si eres inocente, nada tienes que temer.

No me pude contener.

—¿Cómo que si soy inocente? ¿Es qué estás loco?

—Tranquilízate, Es Saheli, no empeores tu situación.

Faruk asistía atónito a la conversación. Intenté tranquilizarme. Nada conseguiría con gritos y aspavientos. Recapitulé. Así que era sospechoso. Debía actuar con suma astucia. Al menor fallo, podría resultar culpable. La reminiscencia del horror de mis procesos en Granada afloró a mi conciencia. La rueda del infortunio volvía a girar de nuevo. La situación era realmente delicada. ¿A quién podía interesarle mi condena? Me malicié lo peor. Si yo era condenado, el emperador habría resuelto una muerte embarazosa, al tiempo que se ahorraba un dinero del que en aquellos momentos no disponía. Pensé en el atribulado Shonghy. Estaría aliviado: le resultaría más fácil negociar con Faruk que con su padre al-Kuwayk. Sacudí la cabeza. No. Aquello no podía ser verdad. El emperador me apreciaba, nunca urdiría una trama para acabar conmigo. Intenté fingir serenidad.

—Está bien, Targui. Pregunta lo que desees.

Agaché la cabeza, resignado. No sabía lo que podía ocurrir a partir de ese momento.

—Cuéntame de dónde arranca tu amistad con el fallecido.

Me disponía a remontarme hasta la recomendación de Ibn Yayyab de Granada, cuando saltó la sorpresa.

—¡Alto! ¿Es qué estáis locos?

Era Faruk. Con los ojos muy abiertos y presa de gran nerviosismo se levantó para pasear de un lado a otro de la habitación mientras gritaba.

—¡No puedo soportarlo! ¡Con el cuerpo de mi padre aún caliente, os dedicáis a ensuciar su memoria!

Targui se percató de que la acusación iba contra él.

—Tranquilo, Faruk. Lo respetamos, sólo se trata de una pequeña comprobación…

—¿Que lo respetáis, me dices? ¿Y por eso te dispones a interrogar a su mejor amigo? ¿No te das cuenta de que es lo último que mi padre hubiera deseado?

—Faruk…

—¡Déjame hablar, Targui! ¡Es Saheli es inocente, completamente inocente! Amaba a mi padre, le estaba agradecido, ¿por qué habría de hacerle daño? Todos cenamos lo mismo. Yo comí de igual bandeja que mi padre. Nadie pudo haberlo envenenado, hubiéramos fallecido los dos. Anoche lo sentí regresar de su visita nocturna a la mezquita. Sus pasos sonaron firmes. Se acostó en la habitación que hay al final del pasillo. La mía era la anterior. Nadie más pasó por allí. No he dormido bien y lo hubiera oído. Mi padre ha muerto de causa natural. Alá en su gloria lo llamó al paraíso. Esa es la verdad; dolorosa, pero la única verdad. ¡Estoy dispuesto a declararlo ante el mismo emperador si no lo dejas tranquilo de una vez!

Sentí un vivo deseo de abrazarlo. Logré contenerme, y me limité a sonreírle agradecido.

—Creo que tu declaración es suficiente —declaró Targui—. La inocencia de Es Saheli queda demostrada. Así lo haré saber, no hace falta que eleves tu voz hasta el emperador.

Abandonó la casa cariacontecido. Quería haber encontrado un culpable donde en verdad habitaba un inocente. Si el propio hijo así lo declaraba, nadie se atrevería a testimoniar contra mí.

—¡Además —le gritó antes de que abandonara mi casa—, mi padre murió feliz. La mezquita le habló de la salvación de su alma!

Targui cerró con un portazo. Faruk volvió a sentarse. Yo tardé en hablar.

—Muchas gracias, Faruk.

—Es lo mínimo que te mereces.

—Fue muy bonito lo que dijiste de la mezquita.

—Supo leer el mensaje de tu arquitectura.

—Gracias también por defenderme. Ese cretino venía a por mí.

—Es sorprendente. Creía que aquí no me encontraría con las intrigas de El Cairo y resulta que es aún peor.

—No te preocupes. Se ha tratado de un malentendido. Kanku Mussa es un emperador justo.

—Ya se verá. Me tiene que devolver mi dinero.

Afortunadamente, se lo devolvieron. Rascando de aquí y allí, Shonghy logró reunir, en apenas dos semanas, la cuantía que habíamos recibido en El Cairo. Como la ley islámica impedía el interés, le fueron entregados a Faruk presentes en oro, marfil y esclavos. Regresaría rico a Egipto, con capital suficiente para enderezar sus negocios.

El emperador nos llamó el día antes de su despedida.

—Adiós, Faruk. Quiero que sepas que aquí siempre tendrás una segunda casa. Por siempre le estaré agradecido a tu padre.

Tras el abrazo, Kanku Mussa se dirigió a mí.

—Es Saheli, eres el más grande de los arquitectos. Continúa tu obra, para asombro de futuras generaciones.

Tardé en dormirme, aquella noche. ¿Habría llegado el emperador a sospechar de mí? Aquella duda me laceraba las entretelas del alma. Me negaba a aceptarlo. Yo seguía siendo uno de sus favoritos.

Faruk partiría al amanecer. Abdelkrim, el poeta fracasado, lo acompañaría. Ya me había despedido de ellos. Otros que regresaban a su hogar. ¿Y el mío, dónde se encontraba? Mawa, a mi lado, dormía plácidamente con mi segundo hijo formándose en sus entrañas.

«Continúa con tu obra, para asombro de futuras generaciones», me había pedido el emperador. ¿Es que temía que me marchase con Faruk?