XCIII
al ghani, el Que Está Libre de Necesidad

Construí la mezquita de Tombuctú con idéntica pasión, pero con mayor conocimiento. Volví a usar el barro, pero apuré aún más la osadía de mis formas.

—¿Cómo te sale algo tan bello?

—Pues de la misma forma de la oración. Desde adentro. Desde muy adentro.

La mezquita de Djinguereiber fue tomando forma con rapidez. La hice más alta, más amplia, más hermosa. Pero conservé el espíritu simple de la tierra. Por eso, y que Alá perdone mi soberbia, conseguí una obra única. Después hice otras mezquitas y palacios, entre ellos el de Má-Dugu, la casa del rey, pero de ninguna construcción me siento tan orgulloso como de la mezquita de Djinguereiber. Alá me inspiró. Yo, pobre mortal, jamás hubiera podido solo, con mi simple intuición, realizar esa obra perfecta.

Mi hijo Abu Isaq ya caminaba y pronunciaba sus primeras palabras cuando finalicé la obra. La rosa de las mezquitas, Djinguereiber, estaba presta para su inauguración. A la espera de que sus puertas se abrieran para orar, eran muchos los que se acercaban para disfrutarla. Su aroma los atraía como la flor a la mariposa.

—Es de verdad, cosa bella —los oía afirmar.

La sola visión de Djinguereiber hacía más por la propagación del islam que cientos de sermones.

—Qué grande debe de ser la fe que se predica en templos como este.

Yo estaba feliz, ocupado en ultimar los últimos detalles. Me gustaba llevarme conmigo a mi hijo Abu Isaq, al que dejaba a la sombra mientras yo me dedicaba a comprobar la marcha de los trabajos.

—Pa… pá…

Sus palabras me emocionaban.

—Ya habla, ¿habéis visto qué listo es?

No podía evitarlo. Ante el primero que pasara me mostraba orgulloso de mi retoño. Lo miraba con hondo cariño. Su piel oscura no era tan negra como la de la madre. Mi raza la había aclarado. «Pero mis nietos ya serán por siempre negros», pensaba para mis adentros. «Mejor que sea así. De este modo no llamarán la atención en esta África que los verá crecer».

—Estoy embarazada. Vamos a ser padres por segunda vez.

La vida marchaba fluida y placentera. Besé a Mawa. Deseaba ese segundo hijo. Ya tenía una familia por la que luchar, y un lugar en el que asentar mi vida para el resto.

—Vamos a construir nuestra casa en Tombuctú. Ninguna ciudad mejor que esta.

—Lo que tú digas, cariño. Aquí estaremos más tranquilos que en Niani.

—Vamos a hacer de Tombuctú la ciudad más hermosa.

Jawdar y su mujer se trasladaron para el gran acontecimiento. Se alojaron en una dependencia de mi casa.

—¿Cómo te va el matrimonio, Jawdar?

—Mu… muy bien —y se tocaba la panza mientras sonreía.

Como ya ocurriera en Gao, la inauguración de la mezquita fue un gran acontecimiento.

Tuvieron que quedarse cientos de fieles en el patio exterior y en los alrededores. El interior estaba completamente abarrotado. Predicó al-Mamir. Su sermón fue vehemente, como siempre. Pero advertí un deje de tristeza en sus ojos. En esta ocasión ya no atacó a la mezquita. Por el contrario, le dedicó grandes alabanzas.

—La humildad nos hace grandes. Esta mezquita de barro y amor es la más querida por Alá el Omnisciente.

No podía creer que las palabras que escuchaba fueran sinceras. Pero así se lo parecieron a los fieles que asentían a cada una de sus frases.

Tras la oración, vinieron las felicitaciones. Quedé abrumado de tantas y tan elogiosas. No las recojo en esta Rihla para no pecar de inmodestia.

Aquella mañana me sentí el hombre más importante del mundo. Era poeta, arquitecto, tenía una familia a la que amaba, el monarca confiaba en mí, ganaba más oro del que me era posible gastar. ¿Qué más podía pedirle a la vida?

Aquella noche el emperador organizó una cena. Me sentí su protagonista.

—Tombuctú será la perla del desierto —habló Kanku Mussa—, y la gran mezquita su corazón. Recordaremos este año de 1328 como el del nacimiento de una obra inmortal.

Aplaudimos con ganas. Las principales familias de la región se encontraban allí representadas, integradas con naturalidad en el imperio del Mali.

—Y ahora —continuó el emperador—, quiero daros una noticia. Nuestro fiel al-Mamir, que tanto ha luchado por propagar la fe verdadera por estas latitudes, iniciará en breves fechas su retorno al Mediterráneo.

Me enderecé. No esperaba esa nueva. ¿Qué habría ocurrido?

—Siempre cumplo mi palabra. Cuando conocí a al-Mamir en Ghadamés, a mi regreso de la peregrinación a La Meca, me pidió que le ayudara a armar un ejército para luchar contra el infiel. Me comprometí con él, pero antes le rogué que nos acompañara hasta estas tierras en las que era precisa su doctrina y su conocimiento del Corán.

Así fue. Yo fui testigo.

—Pues la hora ha llegado. Le he recompensado generosamente sus servicios, y ahora desea marchar.

—Sí —intervino al-Mamir—. En unas semanas regresaré a Ghadamés e impulsaré la guerra santa.

Los ojos le brillaban como a un loco. Que se fuera, deseé. Que se fuera para siempre.

Cuando nos retirábamos, el emperador me llamó a su lado.

—Al-Mamir terminó aquí su mandato. El tuyo, todavía no. Te quedan muchos palacios y mezquitas por construir.

—Sí, señor.

—¿Lo echarás de menos? —me preguntó con malicia.

—No —me sinceré—. Es demasiado rigorista para mí.

—Para mí también —me guiñó un ojo—. Afortunadamente, el corazón cae fuera del dominio del alfaquí.

Aquella noche tardé en dormirme.

—¿Qué te ocurre? —me preguntó Mawa—. ¿Estas preocupado?

—No —le mentí—. Son las emociones.

No eran las emociones. Era la duda la que me corroía. Al-Mamir regresaba a su hogar. ¿Podría hacerlo yo algún día? Mi casa y mi futuro estaban en Tombuctú. ¿Por qué añoraba entonces tanto Granada? Mire a Mawa, que dormía a mi lado. La amaba. ¿Acaso sería capaz de abandonarla?

Las primeras luces del alba me sorprendieron con los ojos todavía abiertos. ¿Sería capaz de abandonarla?