XCII
al muqaddim, el Que Hace Avanzar

La mezquita se levantaba entre el asombro de las gentes de Gao, que se arremolinaban en sus alrededores para comentar sus avances. Introduje algunas novedades en las fórmulas clásicas de construcción para conseguir elevar la altura de sus muros y techos. Lo más complejo fue acertar con la inclinación de los muros del alminar.

—¡Esa pared no es recta! —advertían los viandantes extrañados.

—¿Acaso lo es la vida? —les respondía.

Dedicaba todas las horas del día a la construcción. Llegaba a casa cansado, pero feliz. Mawa se recostaba sobre mi hombro y yo le hablaba de los avances de la mezquita.

—Gracias a Dios, todo marcha bien.

La barriga de mi mujer aún permanecía lisa. Por las noches, aplicaba el oído a su piel suave y brillante. Todavía era pronto para sentir el primer latido del hijo que gestaba.

—Abu Isaq —mi mujer ya había decidido que sería niño y que llevaría mi nombre— nacerá el mismo día que finalices tu mezquita.

—No —le respondía bromeando—, yo terminaré la mezquita antes de que termines la obra de tu hijo. Soy mejor alarife que tú.

Mawa se adaptó pronto a Gao, una ciudad mucho más tranquila que la bulliciosa Niani. La red infinita de los lazos familiares africanos le sirvió para darse a conocer. A los pocos días de instalarnos comenzó a visitar a parientes de parientes. Yo regresaba tarde a nuestra casa, ofuscado como estaba en los problemas de la obra. Me recibía con una sonrisa, me servía la comida, y me comentaba con pasión sus descubrimientos del día. Así también yo fui conociendo la sociedad de Gao. Pronto fuimos invitados a bodas y participamos en el duelo de los sepelios. Los de Gao nos acogieron con generosidad y nosotros respondimos con agradecimiento.

A las primeras luces del día ya me encontraba al pie del tajo de la obra. Sabía que mi presencia puntual animaría a la de los albañiles y peones. Todos mis hombres se sentían partícipes de un gran proyecto.

—Será la mezquita más hermosa del África —les animaba con frecuencia.

—Si Alá lo quiere —me respondían.

Y desde luego que se afanaban en ello. Todas las horas del día les parecían pocas para dedicarlas a alzar encofrados, compactar el adobe y colocar ladrillos allá donde les indicara el jefe de obra.

Pasaron las semanas, y la mezquita fue tomando forma. La pirámide truncada de mi alminar asombraba a los visitantes, cada día más abundantes. Nunca habían visto nada igual, y se hacían eco de su belleza y osadía. Rompí la severa ortodoxia de las mezquitas de la Arabia. La enriquecí con elementos fálicos y símbolos de fertilidad, en atención a los mitos animistas de la mayoría. Entendí que así se acercarían con mayor naturalidad a la fe verdadera. Esa capacidad de sincretismo totémico la aprendí de los cristianos, que, a imitación de su madre Roma, asimilaban de alguna forma las creencias de los pueblos que evangelizaban. Si ellos lo hicieron y les fue bien, ¿por qué no imitarlos? Era consciente de que la mayoría de los ulemas rechazarían furibundos aquellos adornos paganos y heréticos. Sin embargo, los hice a sabiendas. Para que un estilo arquitectónico cuaje debe casar con el alma de sus gentes.

La barriga de Mawa fue creciendo al ritmo de la obra de la mezquita.

—¿Quién terminará antes? —nos preguntábamos entre risas.

Terminó antes la construcción de la mezquita. El día que rematé el alminar y coloqué la puerta de rica madera labrada, regresé orgulloso a casa.

—Mi obra está acabada. La tuya todavía no.

—La mezquita no estará finalizada del todo hasta que sea bendecida.

Era cierto. Kanku Mussa había anunciado su visita. Quería inaugurar personalmente la mezquita. Al-Mamir pronunciaría desde el almimbar el primer sermón.

—Pues corre, si quieres ganarme. Kanku Mussa llegará en pocos días.

Así fue. Su visita a la ciudad fue solemne. Entró victorioso, una vez pacificada toda la región de Tombuctú. Los soldados formaron a lo largo de las calles principales. La ciudad entera se agolpó a sus espaldas, deseosa de aclamar al emperador. Entró sobre un trono de madera, portado por una docena de esclavos y sentado sobre cojines de piel de leopardo. Los generales y visires que lo acompañaban marchaban a camello. Más de un centenar de guardias imperiales lo custodiaban. Llegó hasta la casa del wali, recibió el agasajo de los principales de Gao, y enseguida pidió verme.

—Vamos, estoy deseando conocer tu mezquita.

—Es humilde pero hermosa, señor. Espero que os guste.

—Me gustará. Mis espías me han ido informando de su marcha. Tienes a casi todos encantados.

—¿Casi todos?

—El barro no es del agrado de al-Mamir.

—Pero sí lo sería de vuestro maestro Amín.

—Sí. Él lo aprobaría.

Fuimos hasta la mezquita, que se llenó por completo. Cientos de personas tuvieron que quedarse fuera. Los comentarios que me llegaban eran de gran satisfacción y asombro.

—Es bellísima —decían los unos.

—Nunca había visto nada igual —afirmaban los otros.

Al-Mamir pronunció su sermón habitual. Otra vez anunció las catástrofes que se abatirían sobre el islam si no regresaban a la pureza de los primeros tiempos. Exhortó a los fieles a combatir la apostasía, y se dedicó por un buen rato a condenar el animismo, «aquella religión primitiva y salvaje más propia de animales que de personas». De la nueva mezquita apenas si dijo otra cosa que las palabras rituales de bendición. Ni un halago, ni felicitación alguna, salieron de su boca.

Yo estaba detrás, entre la muchedumbre que se agolpaba para escuchar las palabras del imán. El sonido reverberaba a lo largo de las hileras de pilares. Llegaba claro y alto hasta la última esquina. Estaba satisfecho con mi obra. En las siguientes, aún mejoraría.

Un niño llegó entonces en mi busca. Me tiró de la ropa y me hizo gestos para que saliera. Tanto insistió que le seguí. Afortunadamente, nadie reparó en mi salida.

—Tu mujer está de parto.

—Dile que enseguida voy.

Así que habíamos empatado, me regocijé feliz por la noticia. ¿Nacería sano? Estaba deseando coger a mi hijo en mis brazos.

Regresé al interior de la mezquita. Al-Mamir ya había terminado las oraciones. Nadie quería salir todavía. Esperaban a que lo hiciera el emperador.

Fue entonces cuando advertí a un anciano sentado en una esquina. Parecía que oraba. Debía tener más de noventa años. Tan delgado estaba que los huesos se le marcaban bajo la piel. Éramos los únicos de piel clara. Me acerqué hasta él para ayudarlo a incorporarse.

—Gracias. Eres el arquitecto, ¿verdad?

—Sí. ¿Le gusta la mezquita?

—Que me guste a mí no tiene mayor trascendencia. Lo importante es que sea del agrado de Alá.

—He orado mucho para que así sea —le respondí.

—Pues lo has conseguido. Yo he vivido muchos años en descampado, pues no me hallaba entre los hombres. En la soledad de la naturaleza se encuentra mejor a Dios. No lo conseguía en las construcciones de los hombres. Ni siquiera en las mezquitas de La Meca o El Cairo.

—¿Las conoce?

—Sí. Pero no encontré a Alá en ellas. Aquí, sin embargo, lo he sentido. El barro me hablaba de la tierra, las formas de tu construcción de su aliento. Es humilde en sus materiales, pero grande como casa de Dios.

—Eso es exactamente lo que pretendía.

—Te voy a pedir un favor. Dile al emperador que ha venido a visitarlo un viejo conocido.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Amín.

Abrí los ojos con gran sorpresa. Debía haberlo sospechado. Sólo un santo podía irradiar aquella bondad y sabiduría.

—Pues le aseguro que Kanku Mussa estará feliz de volverlo a encontrar.

No hizo falta que fuese en busca del emperador. Él se acercó hasta mí a la salida.

—¡Enhorabuena, Es Saheli!

Me abrazó, fiel a su estilo cálido y cercano.

—Has conseguido la mezquita de mis sueños.

Emocionado, haciendo un esfuerzo para que las lágrimas no regaran mis mejillas, logré responderle.

—Gracias señor. Pues tengo aún otra buena noticia que daros. Mirad allí.

Kanku Mussa descubrió al anciano famélico y desarrapado. Lo reconoció al instante.

—¡Amín! ¡Tú, aquí!

Y corrió a postrarse a sus pies. Los presentes se escandalizaron cuando vieron a su monarca reclinado ante un viejo pobre. ¿Quién sería?

El maestro y su discípulo se fundieron en un gran abrazo. Con gran emoción, Kanku Mussa gritó a los asistentes.

—¡Es un santo! ¡Gracias a él me convertí al islam!

Todos los presentes se giraron para observarlo. El anciano se dirigió en voz baja al emperador.

—Un día me prometiste que, si algún día eras rey, mandarías construir una mezquita rica y hermosa.

—Sí, te lo prometí. Pero temí que nunca llegaras a verla.

—Quiero que sepas, que has construido la mejor de las mezquitas que conozco. Alá está más cerca dentro de sus muros.

—Me haces el más feliz de los hombres, maestro.

—Ahora sigue atendiendo a tus súbditos. Yo me quedaré aquí en la esquina, orando.

El gentío salió tras el emperador.

—Es Saheli —se dirigió a mí Kanku Mussa—. Enhorabuena. Sabré recompensarte. Vente con nosotros a almorzar. Después regresaré para hablar con mi maestro.

—Señor, nada me gustaría más. Pero debo pedir su dispensa. Mi mujer está de parto.

—Pues corre a tu casa, no existe inauguración más importante que la de un nuevo hijo.

Lo encontré sobre los brazos de su madre. Mawa sonreía feliz mientras lo miraba con ternura.

—Nuestro hijo.

—Nuestro hijo, amor.

—Cógelo.

—Me da miedo. Se puede caer.

—Cógelo, no seas tonto.

Nunca había experimentado nada igual. Tenía a mi hijo entre los brazos. Minúsculo, ya llenaba nuestras vidas. Hizo una mueca con la boca, movió sus piernecillas y me hizo el hombre más feliz del planeta.

—Qué bien lo haces. Serás un buen padre.

—¿Sabes qué te digo? Que me gusta más la obra de nuestro hijo que la de la propia mezquita. Lo has hecho perfecto.

—Lo he hecho con amor. Como tú.

Pasé un buen rato con ella y con mi hijo. Le ponía mi dedo entre sus manitas, para sentir cómo se aferraba a él. ¡Cuantas sensaciones me embargaron en aquellos momentos! A media tarde, la comadrona me urgió a salir.

—Señor, tenemos que hacer una cura. Cosas de mujeres, ya sabe.

Aproveché mi salida para acercarme hasta la mezquita. Quería ver cómo había quedado tras la muchedumbre que había albergado en su inauguración. Caminé con la cara bien alta. Amaba a mi hijo. Amaba la mezquita. ¿A quién quería más?, me pregunté inconsciente. Pues al hijo recién nacido, me respondí. Era la obra perfecta.

El bullicio había abandonado la mezquita. La miré con cariño. Allí estaba erguida, llamando a la oración con su humildad y sus nuevas formas. Con el material de siempre, el barro, la había engendrado única, distinta. Abrí el portón de entrada. Un aire fresco me llegó desde el interior de su penumbra. Recordé la emoción del monarca al orar, la sorpresa al encontrarse con Amín. ¿Por qué habría asistido el maestro sufí a la inauguración? Era un asceta, llevaba años apartado del mundo y sus glorias. ¿Por qué, entonces, se confundía con tantos en un acto multitudinario?

Mis ojos se habituaron pronto a las sombras de la mezquita. Caminé en silencio entre sus pasillos. No tardé en descubrirlo. ¿Qué era aquel bulto que se distinguía sobre la misma esquina donde había conocido a Amín? Me acerqué nervioso. Era una persona tendida. No se movía. Me temí lo peor, y lo peor se confirmó. El cuerpo estaba rígido y frío. Era Amín. Estaba muerto. Levanté su cara, en un intento inútil de que el aire volviera a ser aspirado por sus pulmones. Sonreía. Su rostro irradiaba felicidad. Pero estaba muerto. Y comprendí. Aquel hombre santo había llegado para morir. Y lo hizo feliz, cuando pudo comprobar que el muchacho al que convirtió había sabido cumplir su promesa. Había construido la mezquita donde pudo orar hasta encontrarse de frente con el gran Alá. Besé con respeto su frente y corrí en busca del emperador.

Amín fue enterrado en el pequeño patio lateral de la mezquita, en una ceremonia emotiva e íntima. El gran Kanku Mussa lloró como un niño mientras repetía sin cesar:

—En verdad que era santo. Este hombre venerable vino a morir a mi mezquita. Cuando la vio, supo que podía marcharse de este mundo.

Más tarde, lo oímos hablar para sus adentros.

—He cumplido mi promesa, he cumplido mi promesa.

Cuando ya salíamos, el monarca se me acercó.

—Es Saheli, estoy en deuda contigo. ¿Qué quieres?

—Construir más. Aún debo hacerlo mejor.

—Pues prepárate para viajar. Quiero comenzar una gran mezquita y un palacio en Tombuctú.

Quedé solo en aquel patio de arena. Apenas unos trozos de tinajas rotas marcaban el lugar donde acabábamos de enterrar al santo. El islam no gusta de epitafios ni ricas sepulturas. Humildes somos al nacer, sin pompa hemos de abandonar el mundo. Por un buen rato permanecí sentado. Miraba las cerámicas y pensaba en las cosas buenas que Alá creó para los hombres. Y de entre todas ellas, la más hermosa. La capacidad de soñar. Era poeta y soñé ser arquitecto. Gracias a Dios, lo había conseguido. Comenzaba a trascender. Me levanté. Ese día había sido padre, estaba deseando volver a estar con Mawa y la criatura. Ellos sí que me habían garantizado la continuidad de mi memoria.