XCI
al mu'id, el Que Tiene Poder para Crear de Nuevo

Y es cierto que Alá estuvo con nosotros. Fueron días felices. Mawa, con mi hijo en el vientre, se pasaba el día entero ayudando a su prima Tomba a organizar la boda. Llegaba eufórica a casa, y me contaba los pormenores de los preparativos. Yo hacía como si le prestara atención, asintiendo a cuanto me decía. Durante esas dos semanas ultimé los planos y cerré algunos pormenores de la construcción con los visires. Incluso me entrevisté de nuevo con el emperador, al que mostré los detalles de la construcción.

—Estoy seguro, Es Saheli, de que tu mezquita le encantaría a Amín.

La boda fue espléndida.

—Nuestra familia —dijo en voz alta el padre de Tomba— está feliz de emparentar con los andaluces.

Jawdar disfrutó como un niño.

—¿Tam… también podré yo te… tener un hijo?

—Seguro que sí. Se llamará Jawdar, como tú.

Y recordé a mi maestro Jawdar, el notario.

—Y como su abuelo.

Mi amigo levantó la cabeza.

—Ya sé por qué no me di… dijo que era mi pa… padre.

—No pienses más en eso, Jawdar.

—Me en… engendró fuera de su primer ma… matrimonio.

—Tu padre te quería mucho, Jawdar.

—Ya lo sé, tam… también yo a él.

—Hizo todo lo que pudo porque fueras feliz.

—Me hi… hizo feliz.

Las fiestas duraron tres días. No faltó de nada, y llegaron parientes desde zonas muy alejadas del imperio. Mawa saludaba a unos y otros.

—Espero mi primer hijo. Para dentro de ocho meses —repetía a todo el que la quisiera escuchar.

Cuando finalizó la boda, le planteé a Mawa que debía marchar a Gao para comenzar la obra de la mezquita.

—Me voy contigo.

—No podré ofrecerte las mismas comodidades que en Niani.

—El mejor sitio para una mujer es junto a su marido. Ya nos adaptaremos.

Nos mudamos a Gao, llenos de ilusión por la nueva vida que comenzábamos. Las autoridades de la ciudad me recibieron con los brazos abiertos. Querían que la mezquita se levantara cuanto antes. A ello me dispuse con la pasión del enamorado.

Lo primero fue replantearla sobre el terreno. Lo hice cuando ya llevaba unos días en Gao. Antes, había encargado los sencillos materiales que precisaría, apenas ladrillos de adobe, barro y paja, así como vigas de fuerte madera para la techumbre. Seleccioné a un experimentado alarife como jefe de obra. Él apalabró salarios y condiciones con los hombres de su cuadrilla.

Hacía calor aquella mañana en la que nos afanábamos con cuerdas para trazar los ejes sobre la tierra que sustentaría mi primera mezquita. Trazábamos las líneas con cal. Como era preceptivo, la orienté hacia La Meca. Aunque, en un principio, Mahoma ordenó que el muro qibla de las mezquitas debería orientarse hacia Jerusalén, pronto las giró hacia La Meca, el santuario de Abraham. «Vuelve tu rostro hacia la Mezquita sagrada, donde quiera que estéis…» nos dijo. Y hacia los lugares santos del Hiyaz la orienté. Excavé unos cimientos profundos y le otorgué la solidez que conceden las piedras grandes. Después vinieron semanas y semanas de trabajo, levantando muros. Encofrábamos las paredes con tablones de madera, y mezclábamos el barro y la paja directamente en su interior, compactándolo con grandes mazos. Los remates y ajustes finos los hacíamos con ladrillos de adobe. Las vigas de madera que soportarían la techumbre descansarían sobre hileras de pilastras. Cerraba los ojos y soñaba cómo quedarían sus penumbras una vez que hubiéramos concluido. En una esquina comenzamos a levantar el alminar piramidal. Los vecinos no dejaban de interesarse con preguntas.

—Dicen que te has inspirado en los termiteros, ¿es cierto?

—Las termitas, como los hombres —les respondía—, nos inspiramos en el espíritu de la tierra, que siempre es el canto más hermoso a Alá.

Un día, me llevaron a conocer algo asombroso.

—Léelo.

De inmediato reconocí la escritura de la epigrafía. Estaba escrito en el árabe aljamiado característico de Al Ándalus. Las palabras estaban grabadas sobre una piedra blanca finamente pulida. Sólo después de terminar su lectura supe que era mármol de Macael, una población de las sierras de Almería. El texto era una oración en la que se invocaba el nombre del gran califa cordobés Abderramán III. ¿Cómo había podido llegar hasta un lugar tan remoto?

—La influencia del califato de Córdoba se dejó sentir por estas tierras. Existen otras epigrafías similares. Fueron traídas a lomos de camellos.

Aquel descubrimiento no fue el único que me habló de mi patria primera. Una visita inesperada me trajo el aroma de Granada hasta el Gao que habitaba. Unos mercaderes de Pechina, la ciudad de los marineros de Almería, llegaron acompañando a la gran caravana de la temporada. Vinieron a buscarme, en cuanto se enteraron de la presencia de un granadino en un lugar tan apartado. Estábamos a mediados de 1325 y hacía más de tres años que había tenido que exiliarme. Los invité a cenar en mi casa. Ansiaba conocer las noticias que portaban. Para mi decepción, nada conocían ni de mi obra poética ni de mi persona. Mi nombre les era desconocido por completo.

—Nadie nos contó tu historia. Tu vida de aventura es digna de ser narrada.

Mi memoria ya comenzaba a borrarse. ¿Quién me recordaría cuando el tiempo sedimentara? Nadie. Y yo no quería desaparecer del recuerdo de los hombres. Me agarré a la imagen de la mezquita que progresaba. Ella sería el ancla que evitaría la zozobra de mi historia.

Les conté mi peripecia, obviando algunas de las razones que precipitaron mi exilio. Aún no había terminado mi relato, cuando el mayor de los almerienses me interrumpió.

—¿Sabes quién es el nuevo rey de Granada?

Comprendí hasta qué punto me encontraba lejos de mi patria. Con tanto deambular por los desiertos ni me había enterado de la trascendente noticia.

—¿Quién es el rey ahora?

—Muhammad IV. Fue coronado hace unos meses.

No podía creérmelo. ¿Cómo habrían quedado mis amigos en la corte?

—Y el anterior sultán, Ismail I, ¿murió?

—Fue asesinado.

—¿Cómo?

—Una daga le cortó la vena del cuello. Murió delante de toda la corte, revolviéndose en el suelo.

Otro nazarita asesinado, pensé. La maldición parecía perseguir a esa estirpe de reyes farsantes. Pero ni la venganza consumada contra el rey que me expulsó alivió mi dolor patrio. Granada no necesitaba más enemigos que sus propias gentes, que terminarían empujándola hasta los pies del castellano.

—Alá lo castigó por sus pecados —continuó el almeriense—. El rey parecía tener un ogro en la entrepierna. Era insaciable. Nunca le bastaron ni esposas, ni concubinas ni las esclavas de su harén. Perseguía vírgenes por todo el reino, y se encaprichaba de la primera desgraciada que le resultara de su gusto.

La herida del pasado me supuró con su veneno de áspid africano. Recordé mis últimos meses en Granada. Los celos, el dolor, la desesperación, mi propio hundimiento en los delirios del anacardo habían tenido como escenario el reinado de Ismail I, que parecía todopoderoso. Hoy ya no era nada.

—Hermano, te has quedado traspuesto. ¿No sabías que el sultán era un sátiro?

¿Cómo no saberlo? Pero ningún cortesano, en aquellos tiempos, se habría atrevido a realizar tan peligroso comentario con el rey en vida.

—Algo había oído. Continúa, por favor.

—Siento haber sido mensajero de tan mala noticia para ti. Pareces afectado. ¿Amabas mucho al monarca?

—¿Quién es el usurpador que lo ordenó asesinar?

—Su asesinato no sólo fue una cuestión política, ya te lo dijimos antes. También fue la venganza de un cornudo, el arráez de Algeciras.

Así que aún quedaban cornudos valientes, no sólo mansos consentidos.

—En un viaje a Algeciras, el monarca fue recibido con todos los honores por el gobernador de la provincia. En el palacio del walid se organizó una fiesta en su honor. El sultán se fijó en una de las sirvientas que atendieron el agasajo. Se interesó por ella, y el gobernador, apurado, le advirtió con educación que era una esclava cristiana recién adquirida por el arráez militar de Algeciras, que parecía muy encaprichado con ella. A medida que más impedimentos le interponía el gobernador, más se encendía el deseo del rey por poseerla. Al final de la cena ordenó que la subieran a sus aposentos. Al fin y al cabo, el arráez debía considerar un honor que el mismísimo rey de Granada se hubiera interesado por su esclava. Se le recompensaría el favor con un destino más cercano a la capital. El caso es que gozó a la esclava del arráez y que una vez saciada su lascivia, la expulsó de la estancia diciéndole que hasta aquella noche no había tenido un buen maestro de las artes del amor. Humillado en público, el arráez transformó su rencor en un vivo deseo de venganza. Desde aquella aciaga noche supo que tenía que matar al monarca. Pactó con algunas de las facciones meriníes enemigas del rey, y consiguió ser invitado a una de las grandes recepciones que el sultán concedía en la Alhambra. Rodeado de sus cómplices, aguardó pacientemente la cola del besamanos. Parece que, en principio, el monarca no lo reconoció. Dicen que se plantó delante del rey y que lo miró fijamente a los ojos. El sultán debió entonces percatarse de que algo iba mal. Hizo amago de girarse, pero su destino de muerte ya estaba escrito. No le dio tiempo a otra cosa más que a gritar y llevarse las manos a la garganta cercenada por la afilada daga que el arráez escondía entre sus ropajes. Cayó al suelo desangrándose entre aspavientos y exhalaciones de su respiración interrumpida. Nada pudieron hacer los médicos reales. El monarca murió en la misma sala.

No quise saber más. Preferí contarles cosas del África y sus gentes. Hablar de la Granada que tanto amaba y sufrir, parecía ser la misma cosa. ¿Y mi padre? ¿Y mis hermanos? ¿Qué sería de todos ellos?

—Os querría pedir un favor.

—El que desees, hermano.

—Os ruego que, de regreso, llevéis varias cartas. Son para mi familia. Viven allí.

—Nos encargaremos de que les lleguen a todos ellos.

Aquella noche, a la luz de la lucerna, redacté varias cartas que abrieron las compuertas de la melancolía. Era feliz en Gao, pero me desangraba por Granada en cada línea que escribía.

—¿No te acuestas?

—Todavía no, Mawa. Tengo cosas que terminar.

Y le escribí a mis padres, a mi hermano Osmán, a Ibn Yayyab, a mi amigo Abdelahi e incluso a Afiya. Rompí esa carta antes de finalizarla. Quizá se hubiera vuelto a casar, y no resultaría conveniente mi intromisión en su nuevo hogar. Consumí gran parte de la noche en recuerdos y añoranzas. Les conté lo que de bueno me había deparado el camino, y obvié el dolor que también hube de soportar. Terminaba todas ellas afirmando:

Si Alá quiere, algún día regresaré a Granada.

A la mañana siguiente les entregué las cartas a los de Almería.

—Hermano, ¿tanto has escrito? Pues sí que tenías cosas que contar.

—A todos nos gusta que la familia sepa de las vicisitudes de nuestro camino. ¿No es cierto?

—Pues sí. Es cierto.

—Decidle que me respondan. Que busquen a cualquiera que tenga relaciones con las caravanas del África.

Los mercaderes almerienses se marcharon con mis cartas. Eran parte de mi vida. A partir de ese día, cada vez que una caravana arribaba a Tombuctú, me acercaba hasta ella con la esperanza de que alguien me dijera: «Es Saheli, traemos unas cartas desde Granada para ti».