LXXXIX
al musawwir, el Diseñador de Formas

Niani era algo más grande que Gao, pero presentaba su mismo aspecto de aldea de pastores. El palacio del monarca tenía techos de ramas y mimbres trenzados, que se apoyaban sobre largas vigas de madera. Algunas de sus paredes eran de adobe, otras de esteras de fibra vegetal. Era sencillo y hermoso. Las pocas mezquitas que existían eran aún más simples. La mayoría, apenas unos rectángulos trazados con piedras en el suelo y orientados hacia la Meca. Pocos eran todavía, por aquellos años, los que se acercaban a orar. La voz del almuecín apenas se escuchaba durante las horas del salat y eran muy escasos los sabios versados en las leyes del Corán. La mayoría de la población del Mali era animista, y adoraba a infinidad de dioses representados en los seres vivos, en las plantas e incluso en las rocas. Me interesé por su religión, que era primitiva y simple. El propio emperador, aunque musulmán convencido, respetaba las antiguas creencias de sus súbditos. Incluso él mismo adoraba, a su forma, a los espíritus de los antiguos, a los que consideraba presentes y cercanos. Sin embargo, animaba a sus parientes a convertirse al islam.

—Es la religión del mundo —solía decir—, la que nos hermana a los hombres de paz.

En Niani me buscaron mujer. Se llamaba Mawa. Apenas era una niña, no llegaba a los catorce, y era hija de los Bandiara, una de las principales tribus mandingas. Con ellos acordé la dote, que pagué en oro y cauríes, esos valiosos moluscos que los comerciantes traían desde Indonesia. La boda la celebramos por todo lo alto. Hubo banquetes, danzas, vinieron parientes desde los puntos más alejados del reino. Mi nueva familia se mostraba muy orgullosa de que el famoso poeta andaluz fuera uno más de ellos. Porque así funcionan las estirpes africanas. No te casas con una mujer, matrimonias con la familia entera. Adquieres responsabilidades y derechos sobre tu esposa y sobre todos y cada uno de los miembros del clan. Pero no me importaba. Quería mujer, y Mawa me pareció hermosa, inteligente. Era alta y espigada, de bonito rostro y mirada limpia. La desfloré con toda la delicadeza que mis ímpetus reprimidos me concedieron. Después, su cabeza permaneció apoyada sobre mi hombro hasta que los cantos de los pájaros más madrugadores anunciaron la embajada del alba. Se levantó en silencio y salió de la choza. Al poco, regresó con leche de vaca recién ordeñada y pan tostado al amor de la lumbre. Me lo ofreció con una sonrisa. Nos sentamos los dos, en silencio, sobre el suelo, y desayunamos. Acaricié su mejilla antes de darle un beso tierno y sincero. Nos volvimos a amar mientras el sol ya abrasaba el trópico de la sabana.

—Abu Isaq, ¿me querrás para siempre?

—Para siempre, mi niña, para siempre.

—Te cuidaré, nada te faltará. Y tu lecho siempre estará cálido y presto. Te daré los hijos más hermosos.

Y sin responderle, la besaba feliz.

Durante aquellas semanas de desposorio, paseaba con frecuencia por las aldeas vecinas. Después, a la luz de una lucerna, dibujaba posibles esbozos de la mezquita que construiría. Pero uno tras otro, rechazaba todos aquellos diseños burdos. No me satisfacían. Quería hacer algo hermoso y simple, espiritual sin grandilocuencia, como una oración surgida humilde y elevada desde la misma tierra. Sabía lo que quería, pero no lograba darle forma. Desesperaba. A veces, pasaba la noche entera pergeñando volúmenes, proporciones y espacios, que terminaban condenados al suplicio del fuego.

—Abu Isaq, ¿no descansas?

—Enseguida, Mawa. Antes quiero terminar unos planos.

Pero no conseguía plasmar la belleza que perseguía. El emperador me había pedido que le construyera una mezquita en Gao, y las semanas pasaban en Niani sin que pudiese presentarle algo digno del nuevo espíritu que el monarca quería representar.

—Mawa, a lo mejor no valgo.

—¿No vales para qué?

—Para alarife.

—Mi señor será el mejor alarife del África entera. Los demás reinos envidiarán tu obra.

—No puedo, no me sale. Sé que lo tengo dentro, pero se niega a aflorar. Mi talento es como una serpiente atemorizada que se esconde en el agujero más profundo.

—El espíritu de la serpiente siempre surge de la oquedad que la cobija. Cuando menos se espera.

—¿Aún crees en los espíritus?

—Creo en el Alá que me enseñan los nuevos ulemas, pero no lo veo. A los espíritus, los siento. Mis padres y abuelos me enseñaron a hablar con ellos.

—¿Y qué te dicen?

—Que la serpiente de tu talento saldrá, de improviso, cualquier día de estos.

Paseaba mi ansiedad por poblados y descampados. Observaba las construcciones de las gentes del campo y admiraba su cándida sencillez. Pero no me bastaban. Tenía que ir mucho más allá. Sabía que el emperador regresaría a Niani y que querría conocer los planos de la obra que me había encargado. No podía defraudarle. Una y otra vez, volvía a los esbozos y bocetos. A veces era el arte magno de los antiguos egipcios el que afloraba bajo mi trazo, en otros, lo ostentoso del arte mameluco. Aunque me impresionaban, no los quería. Deseaba encontrar una nueva forma de expresión, cálida y cercana a la naturaleza que nos amparaba.

—Mawa, que no me sale. El emperador regresa, y no tendré nada que mostrarle.

—Harás algo grande, seguro.

—Ya…

—Por cierto, te querría decir algo.

—¿Qué?

—Es acerca de tu amigo Jawdar.

—¿Algún problema?

—No. Es sólo que debe casarse.

—¿Jawdar? ¿Casarse?

—Claro, ¿por qué no?

Mi mujer tenía razón. Claro, ¿por qué no? Seguía tratando a Jawdar como si fuese un niño. Mawa parecía tenerlo todo más claro.

—Tengo una prima muy guapa que lo mira con buenos ojos. Se llama Tomba.

—Hablaré con él.

Me dilaté unos días en hacerlo, obsesionado en mis cábalas y pesadumbres. Ni La Meca ni Bagdad me inspiraron en absoluto. Mi espíritu se encontraba muy lejano de sus formas y expresiones. Recordaba los palacios y mezquitas de Damasco, pero me parecieron demasiado pesadas, antiguas. Sólo me quedaban los recuerdos de Al Ándalus, pero el blanco de su cal cegaría en este reino del sol tropical.

—¿Por qué no consultas con el viejo hechicero?

—Mawa, soy un buen musulmán. El Corán condena todas esas supercherías.

—No son supercherías. Los magos saben interpretar el aliento de los espíritus, tienen un don especial. Al igual que tú compones poesía, ellos conocen lo que existe más allá de la realidad.

—Sólo Alá está por encima de la realidad.

—No pierdes nada por intentarlo. Has dicho muchas veces que quieres reflejar el alma de esta tierra en tu arquitectura. Los magos saben de eso, entienden a los espíritus que la conforman.

Dudé. Recordaba la sabiduría de Ramsés, pero no creía que pudiera encontrar algo similar en el África profunda. Mawa insistía. Pensé que podía tener razón. Nada perdería con ello. La sabiduría de mi joven esposa me asombraba cada día. Ya leía y recitaba algunas suras del Corán. Durante las últimas semanas, a la caída dulce de la tarde, le enseñaba letras y gramática. Veía en sus ojos la avidez por aprender. Todo lo preguntaba, todo le interesaba.

—Ibn Arabí escribió que Dios está en todas partes, y que el fiel puede descubrir su belleza en el amor a las personas, en la docilidad de los animales, en lo efímero de la flor. Eso mismo dicen nuestros magos, que todas las cosas tienen espíritu, y que debemos respetarlas.

No me esperaba ese argumento en su boca. Mawa acababa de encontrar un lazo entre el animismo africano y el sufismo musulmán.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo leí en uno de tus libros.

—¿Qué?

—Por las mañanas —me sonrió orgullosa—, practico lo que me enseñas por las tardes. Leo tus libros, y me gustan.

No me lo podía creer. Mi dulce Mawa, analfabeta hasta nuestra boda, se estaba convirtiendo en una erudita delante de mis mismas narices. No volvería a subestimarla.

—Te propongo un trato —me dijo con picardía—. Vayamos a visitar al mago. Si no sales contento, seré yo la que hable con Jawdar los asuntos de su boda. Si, por el contrario, la visita te es útil, serás tú el que debas plantearle el asunto.

La boda de Jawdar. Me costaba hablar con él. El trato de Mawa sería una excusa perfecta para que fuera ella la que arreglara el desposorio.

—De acuerdo, Mawa. Iremos a ver a tu mago.

—Vayamos ahora mismo, vive en las afueras de Niani en una choza muy humilde.

La seguí en silencio. Mientras recorríamos las calles de Niani, rogaba al buen Alá que me perdonase por la herejía que iba a cometer. Era impropia de quien ya había realizado su peregrinación. La reflexión de Mawa me había conmovido. ¿Podría, de verdad, su mago interpretar el lenguaje de los espíritus?

Tardamos un buen rato en atravesar la ciudad. Apenas recorríamos unos pasos cuando nos encontrábamos a unos amigos o a algunos familiares. Nadie tiene prisa en Niani, y los saludos son lentos y exasperantes. Encontrar a un pariente significa recordar a todos y cada uno de los familiares comunes, interesándonos por su salud y su vida. Así funciona lo que se conoce como el tán-tán africano. Las noticias vuelan de boca en boca, y, en pocas semanas, lo acontecido en un extremo del continente puede llegar a oídos del que habita en el lugar más apartado. La cadena de cortesías de los unos con los otros me recordaba el curioso comportamiento de las hormigas. A cada momento, se detenían a intercambiar información. Las que regresaban les contaban a las que salían las nuevas a través de un extraño juego con sus antenas. Igual ocurría en el África. Sus gentes, en su incesante ir y venir, parloteaban vidas y milagros de conocidos y familiares. Las gestas y los mitos quedaban para las largas horas de la noche al amor de las candelas. La luz para el cotidiano y cercano; la oscuridad para la historia y la leyenda.

—Esa es.

La choza del mago Bontiakara se encontraba sobre una elevación cubierta por someras acacias. Algunas cabras, enjutas como una soga de esparto, mordisqueaban por aquí y por allá, con más esperanza que posibilidades.

—Llámalo tú —animé a Mawa—, yo no lo conozco de nada.

El hechicero nos respondió, invitándonos a entrar.

—Hace mucho calor fuera —se justificó una vez que nos acomodamos en su penumbra.

Durante un rato, Mawa se interesó por la salud de su familia. Cuando consideró que habían repasado la vida de suficiente parentela, Bontiakara inició la conversación.

—Mawa, ¿qué deseas? A buen seguro que no has venido hasta mi casa acompañado por tu noble esposo simplemente para saludarme.

—Es Saheli quiere hablar contigo.

No supe qué decirle. Balbuceé hasta decirle.

—Quiero construir la más hermosa mezquita para el emperador.

—¿Y?

—Quiero que refleje el alma de esta tierra. Pero no sé cómo hacerlo.

—Nuestra geografía tiene muchas almas, casi tantas como animales y plantas la habitan. ¿Cuál de ellas buscas?

—No lo sé.

—¿Cómo quieres que se vea tu obra?

—Quiero que mis construcciones parezcan que emanan de la tierra misma.

Bontiakara calló, mientras dibujaba signos sobre la arena de la choza. Finalmente, sentenció.

—Pues mira a la tierra y obsérvala. Ella misma y sus espíritus te hablarán.

Su mujer, cargada de niños, entró en aquel momento. Supimos que debíamos salir. No existía nada más urgente que satisfacer el apetito de la chiquillería hambrienta. Bontiakara se levantó para despedirse.

—Recuerda. En la tierra encontrarás la respuesta.

Salí decepcionado. Nada me había aclarado. Mawa debió percatarse de mi desencanto y nada me dijo. Su receta para mi inspiración había fallado.

—Vamos a dar una vuelta —le indiqué a mi esposa, incapaz de regresar humillado a mi casa.

Mawa se pegó a mí, mientras caminábamos.

—Pues ya sabes —le dije—. Has perdido. Te toca a ti hablar con Jawdar.

—Espera. Todavía no has cumplido con el hechicero.

—No me dijo nada.

—Debes observar a la tierra. Eso te dijo. Los espíritus que habitan en ella te hablarán.

—¡Qué tontería!

Nos adentramos en los campos áridos que rodeaban la ciudad. Las acacias resistían con sus espinas a la voracidad de las cabras y a los ímpetus del viento secante.

—Miro a la tierra y no veo sino cabras, acacias y termiteros.

Era cierto. Era lo único que mis ojos apreciaban en la vasta llanura que se nos extendía por delante. Nos sentamos. Me encontraba cansado de errar tras una imagen fugitiva que no lograba capturar. Mawa se levantó.

—Espérame aquí, voy a dar una vueltecita.

La inspiración, que tan pródiga me resultaba en materia de rimas y versos, se me mostraba esquiva y huidiza cuando de dar forma a una mezquita se trataba. ¿No tendría talento para ello? ¿Me habría empeñado en una tarea imposible para mis entendederas?

Mawa regresó de su corto paseo. Al pasar junto al gran termitero que tenía enfrente de mí, me sonrió con cariño. Parecía decirme que me quería, a pesar de que mi cabeza estuviera tan seca como el mismo desierto del Sáhara. Yo también la quería. Mawa había conquistado mi corazón. Me gustaba su vivacidad, esa inteligencia que yo moldeaba como si se tratase del barro del gran termitero. ¡Un momento! ¡El termitero! Las termitas lo construían con barro y llegaban hasta una altura de varios metros, retando las leyes de la tierra, de la estática y los arrecios de los temporales de agua y viento. Aguantaban los fríos del invierno y el horno del verano. El material más humilde, el barro, se convertía en el más resistente. ¡Eso era! Construiría mi mezquita con la exudación más generosa de la tierra, su barro arcilloso. Una frenética agitación se apoderó de mi mente. Ya tenía el material. Me faltaba la forma. Y el termitero me la proporcionó. Tenía razón el hechicero, para conocer el alma de la tierra había que saber mirarla. Durante semanas había tenido delante de mis narices la forma más simple y hermosa de orar al buen Alá. Construiría su mezquita con barro y bajo las formas redondeadas y piramidales de los termiteros. Era una idea absolutamente original, nueva. Aunque había visto miles de construcciones de adobe, siempre adoptaban formas rectangulares. Huiría de esa arquitectura convencional para dejarme acariciar por el lenguaje de la tierra. Y recordé, entonces, mientras Mawa llegaba hasta mí sonriente, las montañitas que hice con la arena mojada de las orillas del Níger, cuando dejé que el lodo escurriera de mi puño cerrado. Aquellas pequeñas pirámides me recordaron a los termiteros. Tuve esa forma ante mis ojos sin que supiera verla.

—¿Qué te ocurre, Es Saheli? Pareces feliz.

—Creo que seré yo quien tenga que plantear a Jawdar lo de su boda.

—Pero…

—Tu hechicero tenía razón, Mawa. Ya sé cómo construiré las mezquitas. Serán las más hermosas del África entera. El espíritu de la tierra me ha hablado. Creo que lo he comprendido.