LXXXVIII
al kahliq, el Creador

Nos instalamos en Gao. El emperador decidió permanecer allí unas semanas, ocupado en las cuestiones militares de la frontera oriental de su reino. La ciudad no era más que un poblachón de chozas realizadas con arbustos y ramas. También se veían, dispersas, algunas jaimas de lona y pieles, al gusto nómada de tuaregs y peules. Las pocas casas de adobe destacaban por su firmeza, a pesar de la liviandad de su construcción. Me gustaba el barro. A veces, antes de que el calor apretara, me acercaba hasta los alfares y observaba el trabajo de los artesanos. Los más expertos fabricaban grandes tinajas de cerámica, que luego cocían de una curiosa forma. Las enterraban bajo la arena y hacían grandes candelas sobre ella. Más simple era la fabricación de los ladrillos de adobe. Se mezclaba el barro con paja y, con la ayuda de tablones a modo de molde, se daban forma a los bloques. Después, se dejaban secar al sol. Así de simple, y así de efectivo. Se vendían por piezas, que eran llevadas a lomos de los burros hasta la casa en construcción. Esos rudos ladrillos de adobe eran utilizados por los alarifes para levantar muros y paredes. El barro actuaba como un eficaz aislante de los rigores de un clima extremo. Así, cuando el calor resultaba asfixiante, se podía acudir al oasis de frescura de sus penumbras. También, en las madrugadas frías del invierno, las casas de adobe acogían a sus moradores con cálido abrazo. Sólo tenía dos problemas. Costaba construir en altura y, tras el periodo de lluvias, era preciso remozar las fachadas, ya que el agua del cielo lavaba el barro y lo arrastraba de nuevo a la tierra que lo gestó.

Durante varios días, no volví a encontrarme al emperador. Había salido con su séquito para recorrer las aldeas y pueblos de la zona.

—Tenemos que buscarte mujer, Es Saheli.

El general Sosso tenía razón. Debía encontrar mujer. Mi ánimo se mostraba turbado e inquieto en la soledad de la noche. Por el día, las miradas coquetas de las mujeres inflamaban mi deseo y encelaban mis entrañas.

—Pero no de aquí. Mejor en Niani, hija de algunas de las familias principales. Tenemos que casarte bien.

Quise gritarle que me daba igual la nobleza de la sangre. Que necesitaba con urgencia una hembra a la que amar. Recordaba cada día a Layla, a Kolh, a Nana, las mujeres de mi vida. Incluso añoraba los días buenos que Afiya me proporcionó. La soledad cubría el hueco frío que su ausencia dejó en mi lecho. Sosso, que tuvo que intuir mis zozobras, intentó consolarme.

—No tardaremos mucho en partir. Mejor aguanta. Podemos buscarte alguna esclava para aliviarte.

—No te preocupes, esperaré.

Kanku Mussa regresó de su corta gira y me invitó a su fuego. Era una noche serena, refrescada por una ligera brisa. Junto a los principales que ya conocía, asistieron los jefes de las tribus y aldeas vecinas. El emperador volvió a narrar las maravillas —cada vez más acrecentadas— de su peregrinación a La Meca. Era su conversación preferida. La habíamos escuchado varias veces, pero, en el fondo, nos seguía encantando el volver a oírla.

—A todos admiramos por nuestra riqueza y magnanimidad —se ufanaba el gran Kanku Mussa—. Fuimos generosos con los pobres, y astutos con los comerciantes.

Sus súbditos lo seguían fascinados, orgullosos de su emperador. Sin duda habría dejado bien alto el nombre del Mali por aquellas remotas tierras santas. Nada decía de sus carencias económicas, ni del vergonzoso préstamo que tuvimos que solicitar a al-Kuwayk, ni de los engaños que arruinaron nuestra bolsa.

—Shonghy —se dirigió a su visir del Tesoro—. Cuéntales el asombro que causó nuestro oro.

El visir se esforzó en parecer convincente.

—Todos alababan las riquezas de nuestra comitiva. No habían visto nada igual. El propio califa mameluco se inclinó ante nuestro señor para agradecerle la rica limosna que hizo para sus mezquitas. Los principales imanes de La Meca acudían a nuestro emperador para pedirle consejo y apoyo.

—Así es —confirmó orgulloso el gran Kanku Mussa—. Así es. Sigue, cuenta más.

—Engañamos a los comerciantes de El Cairo. Pagamos una miseria por artículos de gran lujo y riqueza.

—Pobres comerciantes —reafirmó el emperador.

La audiencia se mostraba orgullosa de la inteligencia mandinga, superior a la de otros pueblos de la tierra.

Sentí vergüenza ajena. Aquellos que habían sido timados como ilusos se jactaban de astucia a su regreso. Habíamos sido objeto de burla. Nunca conoció El Cairo compradores tan ingenuos. Pero callé. ¿A qué vendría aguar la fiesta? Nadie recordaba las penurias por las que habíamos pasado, ni el desprecio de los poderosos cairotas ante la comitiva malí. Pero yo sí me acordaba. ¿Cómo olvidarlo? Sólo mi amigo al-Kuwayk recibió al emperador. Y le hizo un préstamo elevado para regresar hasta su reino. ¿Cómo recobraría su dinero? ¿Viajaría hasta el Níger para cobrarlo? Bajo su manto de comerciante cairota, latía un alma de aventurero. A buen seguro que no le intimidaría la perspectiva de atravesar el gran desierto para llegar hasta el reino de los negros.

Con un gesto, el emperador finalizó la recepción.

—Es Saheli —se dirigió a mí cuando salía—. Deseo que me acompañes a visitar las calles de Gao. Quiero estar cerca de mis súbditos.

Así lo hicimos. Al día siguiente paseamos desde primera hora de la mañana. El emperador saludaba a los jefes de familia, oía sus peticiones y necesidades, y procuraba satisfacerlas en la medida de lo posible. Con el sol en lo alto, hicimos un descanso bajo la sombra de un gran chozo.

—Necesito un palacio, algo que vista mi dignidad y rango. Tenemos que asombrar a nuestros visitantes. Si queremos brillar como corte, precisaremos de edificios acordes con nuestro lustre.

Nadie le contestó. Tenía razón. Después de haber conocido las grandezas de El Cairo, Medina y La Meca, el gran emperador malí no podía alojarse en chozas rústicas y simples. Los invitados pensarían que se trataba del jefe de una tribu de pastores, y no el monarca de un imperio que se extendía hasta el océano, allá por las lejanas costas del Senegal.

—Mis alarifes no son capaces de construir un edificio acorde a mis gustos. Quizá debí traerme también un arquitecto desde Egipto.

Nuestra reducida comitiva guardaba silencio, incapaz de satisfacer las reales demandas. El recuerdo de los palacios andaluces y los templos egipcios enardecieron mi ánimo. Yo soñaba con ser arquitecto y llevar la poesía a las edificaciones. Quizá mi inmortalidad atravesara el futuro a lomos de la caravana de mis construcciones. Pero no me atrevía a expresarlo en público. Era poeta, y como tal resultaba valorado. Nada indicaba que tuviera talento para la arquitectura. Guardé silencio como los demás, mientras mi natural se revelaba contra mi prudencia. Estaba perdiendo mi mejor oportunidad para dar forma a mis sueños.

—Te ve… veo preocupado. ¿Te pasa algo? —me preguntó Jawdar por la tarde.

—Soy un cobarde.

—¿Por… por qué?

—Porque no soy capaz de luchar por lo que deseo.

—Siem… siempre fuiste va… valiente. Se… seguro que lo seguirás siendo.

—No lo sé, Jawdar, no lo sé.

Aquel atardecer paseé solo por las afueras de Gao. Me aposté sobre una orilla del río y dejé que el tiempo pasara tan plácido como la corriente del Níger. ¿Por qué no me había atrevido a expresar mis sueños ante el monarca? Unos peces grandes saltaron en ondas de agua. Las pinazas apenas si eran versos sueltos sobre el papel del río. Las grandes aves, que regresaban a sus dormideros, parecían palabras escritas sobre el recorte de nubes blancas. La tinta derramada en el rojo del poniente inflamaba el cielo del desierto. Y yo allí, solo, sentado en mi propia desazón. Llevaba suficiente camino recorrido como para saber que el caminante debe seguir los impulsos nobles del corazón. Yo deseaba construir desde que los edificios egipcios secuestraron mi vocación. El emperador necesitaba un arquitecto que supiera interpretar sus necesidades de grandeza e inmortalidad. Yo era su hombre. Pero no lo expresé en el momento adecuado. Por miedo, por inseguridad, por pavor al ridículo. Temí tirar por la borda mi prestigio conquistado, arruinar mi posición. Las ranas comenzaron a recitar su salmodia de alabanza. Los últimos rebaños de cabras, saciada su sed, se disponían a guarecerse en sus apriscos de espinos. Y yo allí, solo, rumiando mi impotencia. Cerré los ojos, y escuché la sabiduría que los años de camino sedimentaban en mi corazón. Si tienes un sueño, síguelo. Si deseas alcanzar una meta, lucha por ella. Da igual hasta dónde llegues. Lo importante, como siempre, es el camino que recorras tras tu deseo. Construir —me dije—. Quiero construir. Pero ¿qué podía aportar a la arquitectura? No podía limitarme a seguir lo que otros ya diseñaron. Para ser arquitecto tendría que llegar cargado con nuevas ideas y un estilo propio. No lo tenía. Pero ¿cómo iba a tenerlo si ni siquiera lo había intentado? De nuevo las bifurcaciones del camino me atormentaron. De nuevo, tendría que decidir. ¿Me dejaba llevar por el impulso loco del corazón, o me sosegaba en los terrenos que mi poesía ya había conquistado?

Las orillas se ocultaban con las últimas luces del día, y yo seguía allí sentado, incapaz de tomar una decisión que sabía importante. Jugaba con la arena mojada de la orilla. Cogía puñados y la dejaba escapar poco a poco por la parte inferior de mi puño cerrado. Las gotas caían una sobre otra, creando caprichosas pirámides. Hice unas cuantas. Cada una de ellas era diferente a la vecina. Cuando la arena se secara, el viento borraría para siempre el equilibrio efímero que le había concedido. Me entretuve haciendo caminos entre ellas. Algunas, incluso, las fortifiqué. De repente volví a la realidad. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía perder el tiempo en juegos infantiles? «No has perdido el tiempo —me dije para mis adentros—. Acabas de decidir que quieres ser arquitecto. Un verdadero caminante jamás traiciona los dictados de su corazón». Me incorporé. Dejaba atrás mis miedos y temores. De nuevo, volvería a jugarme el todo por el todo.

Ya era noche cerrada y no era prudente caminar por el despoblado. Las fieras eran feroces en aquella parte del África y mis fuerzas frágiles ante su ataque. Entré en Gao y me dirigí directamente hacia el lugar donde el emperador se alojaba. Pedí verlo, y la guardia me llevó de inmediato ante su presencia. Pensaba darle la sorpresa más grande de su vida.

—Señor —le dije tras el saludo respetuoso—. Quiero construiros los palacios más hermosos. Deseo ser vuestro arquitecto.

Kanku Mussa compuso una expresión de sorpresa. Pensé que me había precipitado al postularme como arquitecto. Acababa de perder parte del prestigio que tanto esfuerzo me había costado ganar.

—Vaya, vaya… ¿Así que quieres ser arquitecto?

—Yo…, bueno…

—Poeta, ¿estás seguro de que quieres ser arquitecto?

Quizá todavía estuviera a tiempo de retractarme de mi osadía. Pero no. Ya había decidido y debía ser coherente con mis sueños.

—Sí, señor. Quiero ser su arquitecto. Conozco las construcciones de Al Ándalus, Egipto y Damasco y creo que puedo hacer algo grande y hermoso en su reino.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro, señor.

Se levantó con una sonrisa. Parecía feliz con mi decisión.

—Querido Es Saheli, esperaba esa respuesta. La estaba deseando. Tardabas en ofrecerte como alarife y me hacías sufrir. Estoy seguro de que tu genio llevará tu poesía a las edificaciones. Cuando quieras puedes comenzar.

Asombrado, tardé en responderle. No podía creer que el monarca intuyera mis inquietudes. Y mucho menos que confiara en mis posibilidades como constructor.

—Antes, señor, me gustaría recorrer el reino. Deseo impregnarme del estilo de la tierra.

—Una vez más has hablado con sabiduría. Mañana partiremos hacia Niani, nuestra capital. Visitaremos aldeas y pueblos. Verás cómo construyeron nuestros padres y abuelos. Deseo que tu talento moldee esas formas, para mejorarlas. Después regresarás a Gao. Quiero que sea aquí donde construyas tu primera mezquita. La llamaremos del mihrab, la bien orientada.

Al salir miré las estrellas. El firmamento entero escribía la oración feliz de mi alma. Era poeta, sería arquitecto. Tuve un sueño y lo había seguido hasta conseguirlo. Sus puertas se abrían ahora ante mí. Había soñado en grande, hacia lo alto. Ese es el secreto que anima a los caminantes. Y recordé entonces a Kolh. Estaría acunando a mi hijo bajo las ruinas del templo en el que decidí ser arquitecto.

La senda de la vida se jalona en extrañas jornadas. No se entiende su significado sin la clarividencia de la intuición y sin el esfuerzo por perseguir los sueños que albergamos.