LXXXIV
al qayyum, el Sustentador de la Vida

Abandonamos Ghadamés para internarnos en el gran desierto. Cruzamos sobre la superficie cristalina de un antiguo lago salado que parecía un gigantesco espejo. Después marchamos a través de una lengua de dunas inmensas y doradas.

—El extremo del Gran Erg oriental —nos aclaró el guía.

Era la vez primera que intentaba atravesar el vasto vacío del desierto. Todas mis rutas africanas habían transcurrido siempre cercanas a la costa. Estaba preocupado, inquieto ante el riesgo cierto que suponía profanar esas inmensas soledades. De los desiertos de la Arabia apenas si conocí los secarrales que rodean Medina y La Meca, pero estaban tan poblados y provistos de todo lo que el hombre precisa que jamás habíamos tenido sensación de desamparo. En el Sáhara, todo era distinto. Había oído mil historias de viajeros y todos hablaban con respeto de sus yermos infinitos. Durante semanas, nada se veía, a nadie se encontraba. Sólo calor, piedras y cielo. Apenas el ruido de los pasos o el susurro del viento al acariciar las rocas daban vida al alma grande del Sáhara, el jardín más hermoso de Alá, el único lugar donde se puede pasear en paz, porque nada es superfluo y todo resulta esencialmente espiritual.

Durante los primeros días de marcha todavía hablábamos a lomos de nuestros camellos. Después, se hizo el silencio entre nosotros, quizá para entrar en compás con la sintonía silente del Sáhara padre. Tan sólo al amor de las hogueras, las viejas historias y las canciones nos impregnaban de humanidad. Sin que llegásemos a ser plenamente conscientes de ello, las largas travesías, con los ojos perdidos en el mismo horizonte, vaciaban nuestras mentes hasta el punto de confundirnos con el espíritu mineral que nos gobernaba. Resultaba curioso. Pasabas días enteros a camello, sin pronunciar palabra, y no eras capaz de articular un pensamiento completo. Profanabas la quietud del desierto, y te hacías desierto. No pensabas, te convertías en un elemento más del infinito calmo del Sáhara. Hasta el propio al-Mamir dejó de hostigarnos con su celo sagrado cuando, tumbados sobre la arena, cantábamos y recitábamos historias y poemas. Incluso Abdelkrim tuvo su oportunidad y nos amenizó en ocasiones con versos del Nilo. Pero pudo recitar en pocas ocasiones. El emperador y sus notables preferían mi voz y rima.

Las primeras jornadas viajábamos durante el día. Después, cuando el calor apretó, salíamos de madrugada, descansábamos a mediodía, y volvíamos a avanzar cuando el sol menguante concedía una tregua a los calores. En la noche ya cerrada, acampábamos, y así hasta que llegaba el alba siguiente.

No tuvimos ningún problema con los fieros tuaregs de la zona. Al entrar en sus territorios, el visir Shonghy les pagó un impuesto para nuestra protección.

—Espero que no nos pidan más, volvemos a estar sin capital.

Para nuestra fortuna, el resto del viaje continuó sin grandes sobresaltos, hasta que un amanecer, nuestro guía gritó con voz clara y alegre.

—El Aïr. Al fondo.

Recuerdo que el aire fresco que acariciaba nuestros rostros preludiaba alturas. Llevábamos más de veinte días de marcha cuando vislumbramos aquellas inciertas montañas del sur.

—En tres días llegaremos. Allí hay agua, vida, personas.

Nuestra marcha se hizo más alegre y dicharachera a medida que la caprichosa silueta de los montes se agrandaba frente al testuz de nuestros camellos. A la tercera mañana, tal y como nuestro guía había anunciado, la luz del alba nos sorprendió en el interior de la cordillera. Existen pocos lugares tan hermosos como los montes del Air. Los volcanes de la antigüedad conformaron su orografía, y tapizaron de lava negra y roja sus suelos y senderos. El aire es tan transparente, que las distancias se acortan a la vista de las personas y las fieras. Dimos gracias a Alá por la belleza de su creación. Nos sentíamos ligeros. El calor había remitido, vencido por las alturas, y por la noche teníamos que resguardarnos del frío bajo nuestras mantas. La alegría se desbordó cuando alcanzamos Timia, una aldea enclavada en un estrecho valle por el que discurría un río imposible. Nos abalanzamos sobre su cauce en cuanto lo vimos, bebiendo de sus aguas, lavando nuestras caras y brazos, agradeciendo al buen Alá su pródiga generosidad. Los niños de la aldea se acercaron curiosos hasta nosotros. Nos pedían regalos y nos obsequiaban con sonrisas. Nos pareció un negocio justo, y rebuscamos objetos pequeños que pudieran alegrarlos. No nos resultó complicado satisfacerlos. Ante cualquier insignificancia manifestaban gran alegría y gozo. Al poco, llegaron algunos adultos. Venían a conocer quiénes éramos, de dónde veníamos y hacia dónde marchábamos.

—Soy Kanku Mussa, emperador del Mali.

Aquellos hombres lo miraron con espanto. Incrédulos al principio, se postraron ante la simple sospecha de que dijera la verdad. Por vez primera comprobé el temor que inspiraba la figura del emperador.

—Todavía no estamos en mi reino. Pero ya conocen de mi fama y fiereza —proclamó orgulloso.

Rodeado de altas montañas, tan secas y grises como el rostro mismo del desierto, el valle era un serpenteante oasis. Palmeras, frutales y campos de cultivos escribían en verde reluciente el salmo de la vida. Cabras, ovejas, asnos y vacas pastaban orondos en satisfecha indiferencia. Y un sinfín de aves voladeras bordaba el cielo con pespuntes de hilo invisible.

—Es el paraíso.

—Tú lo has dicho, es el paraíso.

Quien no haya pasado muchos días a la deriva en océanos de arenas ardientes, no podrá jamás comprender la metáfora que encierran los oasis. Donde antes reinaba la desolación, explota la vida; lo que era reino mineral, gris y monocorde, se transforma por ensalmo en república de plantas y árboles verdes y susurrantes; de páramos estáticos arañados por el viento, al gozo de vergeles en los que los animales y las aves ponen movimiento a la música alegre del vivir. Y el ánimo humano sufre una mutación similar. El desierto serena el espíritu, el oasis lo altera. En las largas travesías sólo se quiere caminar, avanzar. En los poblados del oasis ya ansia uno el hacer. El tiempo adquiere otra dimensión. En todas las fábulas de nuestros mayores, el paraíso se representa por un oasis de agua generosa y vida exultante. Ninguna otra figura más acertada. Alá creó a Adán y Eva en uno de estos oasis. Esta fue la perdición del hombre. Sucumbió ante la sensualidad del paraíso, reino fácil del capricho y la tentación. Si hubiesen sido creados en el desierto, el diablo se habría encontrado con sus voluntades endurecidas ante las sugerencias del pecado. Ni la manzana ni la frivolidad habrían podido contra sus ánimos recios.

Durante dos días descansamos en Timia. Los habitantes del lugar nos agasajaron al límite de sus posibilidades.

—Les haremos un buen presente. Quiero que los de Timia guarden un gran recuerdo de nosotros. Quizás algún día lleguemos hasta aquí con nuestros ejércitos para pedirles que se incorporen a nuestro reino. Ojalá nos reciban con las mismas muestras de cariño que hoy nos regalan.

Timia tenía unas famosas cascadas al sur. Si en cualquier país es motivo de gozo la contemplación de las caídas de agua, descubrirlas en el desierto se convierte en una experiencia mística. La catarata caía sobre un pequeño lago al pie de la gran cortadura de piedra. Nos tumbamos sobre la arena de la orilla, y dejamos pasar casi la mañana entera contemplando la excentricidad de las aguas. Es la clepsidra de Alá —pensé—. Sólo mide el tiempo infinito.

Entre otros, me acompañaron a la excursión al-Mamir y el poeta Abdelkrim. Habían trabado amistad y hablaban entre ellos de forma continua. No me agradaban. El primero por fanático, y el segundo por destilar el resentimiento de los que sueñan con volar más alto de lo que sus mediocres alas le permiten.

—Jawdar, tráenos el odre de agua.

—Jawdar, dile al guía que venga.

—Jawdar, lleva esta manta hasta los camellos.

No cesaban de darle órdenes a mi amigo, como si fuera su criado.

—Jawdar, espabila, que tardas mucho.

—Per… perdonad.

Fue más de lo que pude aguantar. Me dirigí hacia ellos irritado.

—¡Dejadlo en paz! ¡No es vuestro sirviente!

Jawdar me miró con ojos agradecidos. No le gustaba ser humillado delante de todos, aunque su buen carácter le impedía enfrentarse con quien lo vejaba.

—Es Saheli —me respondió malicioso Abdelkrim—. Tú lo tratas como a un sirviente. Vive a tu sombra satisfaciendo todos tus deseos. ¿Por qué nos recriminas a nosotros lo que en ti no ves como falta?

—No es mi sirviente. Es mi amigo. Como tal lo trato.

—No te ves en el espejo de tus actos, Es Saheli —lo apoyó el imán—. Sólo te reflejas en los de los demás. Sé humilde, como nosotros.

Y dirigiéndose a Jawdar, se excusó.

—Disculpa Jawdar. No quisimos molestarte. Eres nuestro amigo, y como tal te trataremos a partir de ahora.

La hipócrita humildad del religioso y del poeta agradó a los que con nosotros venían. Ambos quedaron como hombres justos, mientras que yo, de alguna forma, como déspota irritable.

—¡Jawdar, vámonos!

No supe reaccionar de otro modo. Y ante los ojos de los demás vino a ser buena la acusación de tratar a mi amigo como un sirviente. Mientras regresábamos en solitario hasta Timia, hice mi propio examen de conciencia. ¿Trataba a Jawdar como un criado? No, no podía ser. En todo caso lo trataría como a un hermano pequeño, o como a un hijo.

—Jawdar, ¿te trato mal?

—Me tra… tratas como si fue… fueras mi pa… padre.

—¿Y eso te gusta o te disgusta?

—Me gus… gusta… ¡Mucho!

Y pegó su camello al mío para darme un abrazo fuerte y sincero. Cuando nos separamos, vi que dos lágrimas surcaban sus mejillas. Aquellos malvados lo habían hecho sufrir. También a mí, que desde aquel día me cuidé mucho de dar órdenes en voz alta a Jawdar.

Por la noche, en el campamento, Abdelkrim recitó por vez primera a petición de los cortesanos mandingas. Y nadie reclamó mis versos. Algo de mi reputación se había quebrado en la cascada de Timia, batida por sus aguas silentes de reproche.