LXXXIII
al wajul, el Absolutamente Perfecto

Los dinares obtenidos por el préstamo obraron la maravilla de la normalidad. Kanku Mussa volvió a ser el gran emperador, espléndido y generoso, que a todos sorprendía por su calidez y cercanía. Abandonamos El Cairo y, tras unas semanas de ruta, llegamos hasta los desiertos líbicos. Habíamos avanzado cerca de la costa mediterránea, por territorios poblados, hasta alcanzar la gran ciudad caravanera de Ghadamés, origen de la ruta central que atravesaba el Sáhara siguiendo el rastro de los oasis inesperados. Estos puntos de aguada eran los únicos que podían saciar la sed de los viajeros de las grandes soledades. Ghadamés se asentaba sobre uno de ellos. Unas murallas la protegían de los ataques de los nómadas feroces que aparecían y desaparecían sin dejar rastro alguno en el vacío del desierto. Sus casas de adobe estaban encaladas, lo que le confería un tono blanco azulado. La luz, al reflejarse, dañaba los ojos y otorgaba una hermosa luminosidad a su caserío.

—Me recuerda a los pueblos de Al Ándalus —suspiré.

—¿Aún deseas regresar a tu casa?

—Ahora quiero llegar al reino del Mali. Allí estará mi casa y labraré mi futuro, si Dios quiere.

Kanku Mussa, en su afán de enriquecer el pulso cultural de su corte de Niani, la capital del reino del Mali, había intentado reclutar a numerosos intelectuales y artistas. Pero apenas consiguió otros que mi modesta persona y un oscuro poeta egipcio llamado Abdelkrim. Por eso me presentaba con todos los honores, exagerando incluso mis méritos para reforzar su propio prestigio.

—Se llama Es Saheli —me presentaba a quien quisiera oírlo— y es un poeta principal de Al Ándalus, la tierra de la poesía. Viene conmigo a Mali.

—¿Llevas más poetas o intelectuales contigo, gran señor?

—¿Más poetas? ¡Ah, sí! Aquel de allí. Se llama Abdelkrim.

Ya tenía yo, por aquel entonces, suficiente experiencia como para saber que el despecho anidaría en las entrañas del poeta preferido. Procuraba yo suavizar nuestra relación, dándole un sitio que el emperador le negaba. Todos me mimaban, mientras que a él lo ignoraban.

—¡Es Saheli, recítanos algo del amor! —me pedían en la noche, bajo las estrellas.

Y yo les recitaba los versos que manaban del venero de mi corazón. Que un poeta no tiene otro secreto que el de la sinceridad. La poesía no engaña. No se puede recitar lo que no se siente. Los espíritus advertidos siempre detectan al defraudador. Así, una y otra vez. De vez en cuando, era yo el que daba entrada a Abdelkrim.

—Recita lo de noches de El Cairo, que es tan hermoso.

—¡De El Cairo no queremos oír más! ¡Sigue tú, granadino!

La estima de Abdelkrim se hundía más y más. Era despreciado por aquellos mandingas que rogaban por mis versos mientras rehuían los suyos.

En varias ocasiones pensé que el egipcio abandonaría la comitiva. Una noche, fue él mismo quien se ofreció a recitar unos versos que había compuesto en el camino.

—¡Déjalo, egipcio! Otro día nos los recitas. ¡Es Saheli, canta a las bellezas del desierto, por favor!

Sin embargo, aquel pobre hombre aguantaba los despechos y desplantes de los señores mandingas. Con la cabeza baja, tragaba sus humillaciones con aparente naturalidad. Por dentro ardería el volcán del odio y los complejos que suelen amargar a los poetas mediocres con aspiraciones de divos.

Como siempre hacíamos cuando recalábamos en una nueva ciudad, fuimos a la mezquita para las oraciones de la mañana. La más antigua mezquita de Ghadamés se llamaba Omran al-Aatik, y se encontraba deteriorada. Por eso, sus fieles construían una nueva a la que se referían como Nabi Younes. Las obras se hacían cerca de la fuente de Al-Kadus, donde proyectaban construir un reloj de agua para indicar las horas de la oración.

—¿El agua puede medir el tiempo? —preguntó uno de los mandingas.

—El peso del agua mueve unos mecanismos de forma regular —le respondí—. El giro de estos artilugios marca el paso del tiempo. Estos relojes de agua se llaman clepsidras. Las mejores del mundo fueron construidas en Córdoba, sobre el Guadalquivir, por Abbás Firnás de Ronda, el mismo que diseñó una máquina para volar.

—Añoras Al Ándalus, ¿verdad?

Me volvían a poner a prueba. Debía tranquilizarles con mi lealtad.

—No. Deseo llegar al reino del Mali. Allí seré yo el que asombre con mis creaciones.

La mezquita de Omran al-Aatik era angosta y oscura. Kanku Mussa oraba con fe, mientras seguía con interés las palabras del imán. Yo participaba en las oraciones, más atento a la llamada de mi propio corazón que a las exhortaciones del predicador.

Pero aquella mañana fue diferente. Dirigía la oración de la mezquita principal de Ghadamés un hombre moreno, enjuto y alto que se llamaba al-Mamir. Sus palabras brotaban enérgicas y claras de la garganta prodigiosa. Su discurso era simple y radical. Lo había oído mil veces y otras tantas me había generado idéntico rechazo. Al-Mamir hablaba de la necesidad de retornar a la pureza del islam, de aplicar con rigor la sharía contra la disipación de la moral que padecían los hombres del siglo. Lo de siempre, pensé. Sin embargo, y para mi sorpresa, aquel discurso calaba hondo en las mentes puras de los fieles que allí se encontraban. Y, sobre todo, en las de los mandingas, más interesados que nadie en demostrar lo auténtico de su reciente conversión.

—Necesitamos guerreros de la fe, que lleven el islam más allá de las cabalgaduras de los caballos, de las travesías de los camellos y de las singladuras de los navíos.

Mientras lo oía, pensaba lo lejos que me quedaba aquel discurso fiero. Yo aspiraba, por aquel entonces, a obtener una simple alferecía en el ejército del amor de Ibn Arabí.

—La yihad no sólo es del espíritu —exhortaba al-Mamir—. También es la guerra santa contra el infiel. Lo que no puedan convencer nuestros sermones, que lo conquisten nuestras espadas.

Eran desvaríos de fanático. Recordé al Yusuf de mi juventud, y a otros tantos que amargaron la pacífica existencia de ese islam hermoso y generoso en el que la mayoría militábamos. Kanku Mussa quedó vivamente impresionado por las palabras del imán.

—Tiene razón —nos repetía—. Los rezos no valen. Si el islam es la única religión verdadera, nosotros estamos obligados a extenderlo.

—Señor —me atreví a opinar—. El Corán no quiere ser impuesto. Quiere ser amado y respetado. Y eso no se consigne con la espada, si no con el ejemplo y la virtud.

Kanku Mussa no me contestó. Se quedó meditabundo el resto del día, rumiando alguna nueva idea. Al atardecer regresamos a la mezquita. El emperador deseaba hablar con el imán al-Mamir.

—Quiero que te vengas con nosotros al reino del Mali. Las necesidades espirituales de nuestro pueblo son muchas, y los infieles y politeístas, abundantes. La mayoría del pueblo todavía no goza del favor de las enseñanzas del Profeta.

Al-Mamir era descendiente de Ibn Tumert, el fundador del gran imperio almohade. En todo Ghadamés se tenía un gran respeto por su figura, aunque la mayoría de su población lo querría ausente de allí. Estos predicadores severos terminaban siempre creando gran dolor entre la gente sencilla. La inteligencia del común suele preferir tenerlos lejos. La salvación con fuego y sangre que prometen siempre termina en tragedia.

Kanku Mussa se dirigió con palabras solemnes al imán Al-Mamir.

—Estoy reuniendo lo más granado de las artes y la cultura para enriquecer mi corte. Viene conmigo Es Saheli, la gloria de los poetas andaluces.

—También nos acompaña Abdelkrim, el poeta egipcio —quise apuntillar.

—¡Ah, sí! También nos acompaña ese. Nuestro reino es rico, pero todavía nuestras gentes sufren de pobreza espiritual, anclados en sus antiguas creencias animistas. Preciso de hombres santos, al-Mamir. Por eso nos gustaría que nos acompañases. De nada te faltará, y podrás predicar y extender el islam por lugares donde la palabra sagrada no ha sido escuchada jamás.

—Mejor aquí que allá, señor. Los politeístas cristianos acosan a nuestros hermanos de Al Ándalus. Por eso os pediría, noble señor, que ayudarais con vuestra fortuna a organizar un ejército de creyentes. Escogeríamos a los más santos y fuertes para enviarlos como mártires a la guerra santa. Volveríamos a las gloriosas cabalgadas de los almohades, que llevaron el escudo de la media luna hasta los mismos Pirineos.

Aquel al-Mamir estaba loco. Kanku Mussa no debía financiar sus ínfulas guerreras.

—Tu deseo de lucha es noble, imán —respondió Kanku Mussa con una sonrisa serena—. Y estoy dispuesto a ayudarte.

Al-Mamir levanto la cabeza, con sorpresa. La gloria llamaba por fin a su puerta después de tantos años de súplicas. En ese instante se vio al frente de los ejércitos de Alá, traspasando reinos y fronteras. Se creyó Mahdi, elegido. Pero el fulgor se apagó en cuanto nuestro emperador puso sus condiciones.

—Te ayudaré, al-Mamir, si te vienes con nosotros y pasas unos años formando a nuestros alfaquíes. Después te daré el dinero que precisas para formar tu ejército de la fe. Muchos nobles mandingas se alistarán entre los que guiarás a la victoria o al paraíso.

—Lo habéis dicho, emperador —el imán insistía—. O la victoria o el paraíso. Un fiel no tiene término medio. O conquista, o muere. Y si muere luchando por la fe gozará de las huríes del paraíso. La yihad es la mejor puerta del cielo de Alá.

No pude seguir escuchando sus desvaríos. Intervine para aguar el veneno de sus palabras. No podía consentir que Kanku Mussa hiciera suya aquella versión extrema de la yihad.

—Según los sabios, la auténtica yihad es la que se libra en el interior de cada persona, en el camino de la purificación del alma.

El fuego de sus ojos habría derretido mi ánimo si no estuviese ya acostumbrado a la polémica con los fanáticos.

—Te equivocas, poeta. El Corán lo dice claro. Todos los musulmanes están obligados a participar en la yihad, excepto las mujeres, los menores de edad, los enfermos y el mejor alfaquí de cada ciudad.

—Pero esa guerra sólo está autorizada para defender el islam si es atacado, jamás para conquistar a otros pueblos.

—¡Basta! —nos interrumpió el emperador—. La discusión es interesante, pero estéril. Si así lo desea, al-Mamir vendrá a nuestro reino para dirigir los rezos y enseñar. Después, recibirá una fuerte suma de oro. Que haga con ella lo que desee. Que lo done en limosna o que arme un ejército de fieles. Tan sólo el Altísimo conoce el futuro. No nos adelantemos a Él.

Fue mi primera confrontación con aquel imán furibundo. ¿Por qué abundarían tanto? ¿Por qué serían tan extraños los predicadores del amor y la paz, más cercanos al espíritu del Corán? A medida que avanzaba en mi camino, más lejos me sentía del Alá furioso que predicaban los hombres y más cerca del Alá justo y hermoso que habitaba oculto en nuestros corazones.

Descansamos en Ghadamés mientras adquiríamos lo que precisábamos para la larga travesía. Al amanecer del tercer día, nuestra caravana partió hacia el sur. Nos adentramos en el padre de todos los desiertos, el Sahara. Para mi desgracia y para fortuna del diablo, al-Mamir se vino con nosotros.