Al-Kuwayk había engalanado su palacio para recibir al emperador Kanku Mussa. Los criados vestían zaragüelles bordados y la luz de las lámparas y lucernas hacían brillar las sedas y las telas de las paredes. En bandejas de plata se servían zumos y té, y una música tenue, que procedía de alguna habitación escondida, alegraba nuestros oídos. El séquito del emperador tampoco se quedó atrás. Los visires del monarca y sus hombres principales aparecieron vestidos con lujosos vestidos al gusto cairota. Excesivos, desde luego, para mi parecer, pero acordes con el animo desbordante de aquella raza. Su piel negra les otorgaba un contraste exótico. Al-Kuwayk, impresionado sin duda por la digna prestancia del rey mandinga, extremó sus genuflexiones al saludarlo.
—Bienvenido a mi humilde morada, señor.
—Gracias por tu invitación. Es Saheli me habló mucho y bien de ti.
—Las palabras de los amigos siempre rebosan generosidad y algo de exageración, señor. Creo que habéis ganado un buen súbdito. Su poesía alegrará vuestro reino e instruirá a sus jóvenes.
—Estoy seguro. Quiero que mi corte brille como foco de cultura y religión.
—Noble deseo, señor, que a buen seguro Alá tendrá a bien concederos.
Nos acomodaron sobre cómodos cojines. El suelo del patio había sido cubierto con alfombras de lana y seda. Su calidad y fineza causaron gran admiración entre los africanos.
—Las alfombras son persas. Las tejen a partir de una lana especial que llaman de cachemira. No existe otra igual en el mundo entero.
Kanku Mussa deseaba encargar de inmediato varios cientos de aquellas alfombras que asombrarían a su país entero. Pero, por vez primera, consiguió refrenarse. Ni su bolsillo le permitía ya aquellos excesos, ni su educación le aconsejaba querer comprar delante de un anfitrión. Hubiera parecido una invitación para que el rico mercader se las regalara, y eso jamás lo habría consentido su orgullo altivo.
—Y las de seda —preguntó el emperador—, ¿de dónde son?
—Es Saheli, responde tú —me invitó amable al-Kuwayk.
—Son de mi tierra, señor. De Granada, las más hermosas y elaboradas del mundo.
—Son suaves como la piel de una mujer joven —comentó Kanku Mussa mientras las acariciaba voluptuosamente.
—Pero dan menor problemas que ellas, señor.
Rieron. Aquellos dos colosos se habían caído bien. Cenamos en abundancia y armonía. Hablamos de La Meca y de mil lugares más. Todos los conocía al-Kuwayk, salvo el África profunda sobre la que reinaba el mandinga.
—Alguna vez me gustaría conocer el misterioso Níger. Dicen que es como una serpiente que se adentra en los desiertos.
—Es nuestro padre. Si el Nilo amamanta a los egipcios, a nosotros nos cría el Níger. A sus orillas edificamos nuestras ciudades, de sus peces nos alimentamos y de sus aguas se sacian nuestros ganados.
—Debe de ser hermoso.
—Es hermoso. Te invito a conocerlo. Visítanos. También podrás hacer buenos negocios. El oro, el marfil y los esclavos abundan como en ningún otro mercado del mundo conocido.
La excitación de un viaje por sendas desconocidas y la promesa de un beneficio abundante alegraron los ánimos de mi amigo mercader.
—Os visitaré sin duda, señor. Ahora, ¡qué comience la fiesta!
Los músicos, sentados en cuclillas, elevaron el tono de su melodía. El ritmo se hizo más rápido y envolvente. Nuestras manos hacían por seguir la música, golpeando al compás las alfombras sobre las que nos sentábamos. Entonces apareció la bailarina. Se contoneó lasciva sobre su vientre y caderas, mientras nos sonreía con descaro.
—Este baile no es muy del agrado de nuestros ulemas, señor. Pero pensé que, como ya habíais cumplido con vuestra peregrinación, os podría divertir el espectáculo.
Kanku Mussa sonrió feliz. Y al-Kuwayk continuó con la justificación de la danzarina.
—«Dejad que las almas se explayen en alguna niñería. Les servirá de ayuda para alcanzar la verdad» dijeron nuestros sabios. «Quien no sepa echar alguna cana al aire, no será buen santo» nos ilustraron otros.
—Sí —se animó el emperador—. ¿Por qué no un rato agradable? El Profeta dijo: «Dejad descansar a las almas, porque si no, toman moho como el hierro». Dejémoslas descansar hoy para que mañana brillen como el mismo sol.
Durante un buen rato jaleamos a la bailarina. Sus contorsiones rítmicas enardecían nuestras pasiones. Su ombligo se convirtió en el centro del mundo. Todos, artista y público, giramos en torno a la ventana cerrada de sus entrañas. Tan excitado llegó a estar el monarca que temí que se arrojara sobre ella. Pero no. No lo hizo. Mantuvo su compostura de león tumbado. Al terminar el baile, el mercader y el monarca se acercaron a saludar a la mujer. Shonghy aprovechó la ocasión para susurrarme.
—Al-Kuwayk es muy rico, ¿verdad?
—Sí, lo es.
—Querría pedirte un favor, Es Saheli.
—Dime, visir.
—Necesitamos un préstamo. ¿Podríamos pedírselo a él? Lo reintegraremos en cuanto regresemos a nuestro país.
—¿Se molestará el emperador?
—No lo creo, ya me autorizó a solicitarlo. En todo caso, no tenemos otra alternativa.
—Se lo pediré entonces. Mañana vendré a verlo.
—Mañana no, Es Saheli. Mejor hoy. Lo tenemos de buen humor.
—Está bien. Se lo pediré ahora. ¿Cuánto necesitas?
—Al menos cincuenta mil dinares.
Era una auténtica fortuna. Dudaba que ni el mismo al-Kuwayk pudiera acumular un capital tan elevado. Aproveché un instante en el que se encontraba solo para plantearle la situación.
—¿Cincuenta mil dinares de oro? —me respondió con asombro mi amigo mercader—. Es muchísimo dinero.
—Lo sé. Pero largo es el camino y muchos los gastos.
Pareció dudar mientras realizaba mentalmente sus cálculos.
—Se los prestaré. Dile al responsable del Tesoro que venga.
No tardaron en llegar al acuerdo. Al-Kuwayk prestaría esos dinares, que les serían devueltos durante un viaje que él mismo realizaría al Níger pasados unos meses. No exigiría intereses, proscritos como estaban por el Corán.
—Pero a cambio —le respondió agradecido Shonghy —abriremos a tu nombre un puesto de oro. Triplicarás en poco tiempo lo que nos prestas.
El visir del Tesoro corrió a contarle a su emperador el trato que acababa de cerrar. Kanku Mussa se acercó hasta al-Kuwayk y le regaló el mayor abrazo de agradecimiento y camaradería.
—Has ganado un amigo de por vida. Estoy deseando agasajarte en mi tierra, que a partir de hoy también es la tuya.
—Allí nos veremos, emperador.
La velada había finalizado. Con grandes muestras de afecto, el séquito mandinga se despidió del anfitrión cairota. Quedé a solas con al-Kuwayk.
—Muchas gracias. Por la recepción, por el préstamo, por tu generosidad.
—También es negocio, Es Saheli. África me ha abierto una puerta que haré muy rentable.
—Sé que es más que negocio.
—Puede ser, puede ser. A pesar de mis años, todavía me excita la perspectiva de un nuevo viaje, de pisar caminos para mí desconocidos.
Me admiraba aquel hombre incombustible. Seguía amando la aventura del viaje más que el remanso de la riqueza.
—¡Qué lejos quedan mis años de vigor, Es Saheli! Pero aún me ilusiono ante las tierras que desconozco.
—Tienes vigor de sobra.
—No me conociste en mi buena época. Viajaba, mercadeaba, amaba. Era capaz de disfrutar del camino y de las mujeres. Más de una al día. Recuerdo que cuando gocé por vez primera a Kolh, aquella esclava negra que te regalé…
No. No podía soportar aquello. ¿Por qué me hablaba de Kolh? Al igual que el aire reaviva las brasas que parecen apagadas, la sola mención de su nombre removió el recuerdo de la gacela perdida. Corté la conversación apenas iniciada.
—Al-Kuwayk, perdona. Tengo que salir ahora, quiero alcanzar al séquito del emperador.
—Adiós, amigo. Veo que te aburro con mis historias.
No, pensé al salir a la oscuridad de la noche. No me has aburrido con tus historias. Has despertado el recuerdo del amor. Y también algo más grave. Lo que eran brasas dormidas se han transformado en ascuas al rojo vivo de celos. Y queman. Vaya que si queman. Sentí en aquellos momentos un odio extraño hacia el hombre generoso que me permitió comer de su mano. Lo debía amar, pero el rencor aún no se había extinguido.
¿Habría germinado mi simiente en el vientre de Kolh? Si así fuera, pariría mi hijo en pocas fechas. Experimenté un deseo irrefrenable de abandonarlo todo para dirigirme a su encuentro. Pero no. No podía hacerlo. Ella no me querría a su lado, dedicada en cuerpo y alma a su sacerdocio. Quizá más adelante pudiera regresar a Luxor, la ciudad de los templos que serviría de escuela para mi hijo.