Estuvimos dos días más en La Meca. Me despedí de mis compañeros de peregrinación para incorporarme al campamento del emperador. Aún recuerdo la cara de asombro que pusieron cuando les conté mi decisión.
—Pero ¿estás seguro?
—Nunca se sabe si un camino es seguro hasta que se recorre —les respondí.
—Ese emperador está loco. Regala su dinero sin medida.
—Es rico y generoso. Quiere hacer una corte culta.
—¡Tú sabrás lo que haces!
—Sé lo que hago. Sigo mi destino.
Jawdar aceptó, como siempre, de buen grado, la nueva ruta de nuestra vida.
—Don… donde tú vayas, Es Saheli, yo te se… seguiré —me respondió sin titubear cuando le consulté mi decisión.
—¿No lo ves una locura, Jawdar?
—Tú me di… dijiste que cada uno tenía su ca… camino. Nosotros debemos se… seguir el nuestro.
Mi amigo solía llevar razón. Sus argumentos eran sencillos, pero contundentes. Nuestro destino nos había marcado la senda del Níger.
Cuando abandonamos La Meca, para dirigirnos de nuevo hacia El Cairo, Jawdar y yo nos incorporamos como uno más al séquito del estrafalario emperador Kanku Mussa. El rey me introdujo en su círculo más cercano. Estaba orgulloso de lucir un poeta andaluz en su corte, y a todos me mostraba como la pieza más valiosa de su colección. Yo me prestaba a ello, sorprendido por las costumbres —a veces primitivas, a veces sofisticadas— de aquellos nobles mandingas.
Durante el camino, hice amistad con el visir del Tesoro, Shonghy. Se mostraba cada vez más esquivo y huraño con los demás. Cuando adquirí suficiente confianza con él, me explicó el motivo de sus tormentos.
—A ningún otro se lo puedo contar, Es Saheli. Tenemos un gran problema. No nos quedan dinares. Los hemos gastado todos.
No me lo pude creer. El emperador del oro y el despilfarro no podía haberse arruinado. Sin embargo, así era. Fui testigo del sufrimiento del visir cada vez que un mercader se le acercaba para reclamarle el pago de las adquisiciones del emperador y de sus más allegados. Shonghy retrasaba los pagos con excusas cada vez más inverosímiles. Sin embargo, y ante los ojos de todos los fieles, la fiesta continuaba. El emperador hacía donaciones y dádivas de tal valor que serían recordadas por generaciones. Su aparente riqueza se haría legendaria. Si los faraones se hicieron inmortales por lo colosal de sus pirámides, Kanku Mussa lo conseguiría con sus descomunales estipendios.
—Cada vez tenemos menos dinero. Si esto continúa así, tendremos problemas para pagar. Apenas nos quedan esclavos que vender.
Tenía razón. Nuestra comitiva se aligeraba de manera proporcional a nuestros gastos.
—Todos pensábamos —me sinceré una noche con Shonghy —que el emperador poseía riquezas sin fin.
—Es muy rico. Pero en este viaje hemos gastado fortunas inconmensurables. En el Mali tenemos oro de sobra, pero está a muchas jornadas de viaje. ¿Qué haremos mientras?
El emperador no se daba por enterado. El visir me contó la historia de su desolación. Los primeros problemas se presentaron en La Meca, en el día del Sacrificio. Kanku Mussa ordenó entonces sacrificar, a su costa, diez becerros y cien corderos para dar de comer a todos los peregrinos pobres. Pero los comerciantes de ganado les pidieron el pago por anticipado. «Es la costumbre —se justificaron—, porque los peregrinos vienen y se marchan. Si no pagan en el momento, no tenemos garantías de que cobraremos después». Yo no tenía dinero para pagarles —Shonghy continuó su relato con cara de angustia—, y el emperador me urgía el ganado. No sabía qué hacer. Al final, tuve que contarle el problema a Kanku Mussa. No se creyó nuestra falta de dinero. Montó en cólera contra aquellos desconfiados mercaderes. «¡Son unos bastardos sin piedad ni fe! ¡No le importan ni los creyentes ni los peregrinos, sólo adoran el oro que acumulan!».
Paseaba de aquí para allá, con la rabia contenida de una fiera enjaulada. No llegaba a comprender cómo unos simples comerciantes le podían negar el crédito a él, el emperador del oro y de los esclavos. «Tan solo con los beneficios de un día de nuestro mercado de oro, podría comprar todo el ganado de los beduinos del Hiyaz. ¿Cómo osan desconfiar de mis riquezas?». «No desconfían de sus riquezas, señor —Shonghy intentó serenarlo—. Saben de su fortuna y generosidad. Trabajan con peregrinos, que vienen y van. No aceptan promesas, sólo dinares contantes y sonantes». «¡Está bien, está bien! ¡Pagadles a esos malnacidos el dinero que nos piden! ¡Y tiradle otro tanto como propina al suelo! ¡Veréis cómo se arrastran ante vuestra dignidad!». No le supe responder. El emperador no se daba por enterado de nuestra ruina. Mi silencio, prolongado y espeso, no refrenó su exceso. «¡Alá quiere nuestra limosna! ¡Somos buenos musulmanes y somos ricos! ¡Que todos los peregrinos necesitados sepan de nuestra generosidad con ellos!».
—Ponte en mi lugar, Es Saheli —me dijo el visir—. ¿Qué hacer en aquella situación? Me costaba decirle que estaba arruinado. Por eso me mantuve en silencio hasta que el mismo emperador fue consciente de que algo no marchaba bien. «¿Qué ocurre? ¿Por qué no corres a cumplir con mis deseos?». «Siempre os he obedecido fielmente, señor. Y seguiré haciéndolo. Pero eso que me pedís me resulta del todo imposible». Kanku Mussa no salía de su asombro. «¿Por qué es imposible pagar a esos ovejeros?».
Shonghy tomó aire ante de seguir con su relato:
—Agaché la cabeza, como midiendo las palabras que iba a pronunciar. Tragué saliva, y elevando los ojos hacia el cielo, pronuncié por vez primera ante mi señor aquello que me atormentaba desde días atrás. «No tenemos dinero, señor». El monarca, perplejo, tardó en reaccionar. «¿Cómo que no tenemos dinero? ¿Y el oro que trajimos sobre nuestros camellos? ¿Y los bastones dorados de nuestros esclavos?». «Todo lo hemos gastado, señor». «¿Todo? Es imposible, teníamos dinares para comprar el Egipto entero».
»Me esmeré en mis siguientes palabras. «Y casi lo compramos, señor. Gastamos de más. Entre las compras y las limosnas, las arcas se nos han vaciado». «¿Y por qué no me lo has dicho antes, visir? Hubiera tomado medidas». «Lo he intentado, señor» —le respondí nervioso.
Me figuré la escena. No debió resultar cómoda para el pobre visir.
—Kanku Mussa me dio la espalda, visiblemente enojado. A grandes zancadas recorrió la habitación entera, con las manos atrás y la mirada en el suelo. Jamás lo había visto tan enfurecido. «¡Esto es una auténtica humillación! Van a pensar que estamos arruinados —gritaba—. Vinimos para causar una buena impresión como nación próspera, y al final resulta que no tenemos dinero ni para comprar unos corderos. Queríamos que nos conocieran como fieles musulmanes, y ahora resulta que ni siquiera podremos cumplir con nuestra limosna para el sacrificio».
»Figúrate mi situación, Es Saheli. Mi cargo y honores, y quién sabe si también mi propia vida, estaban en juego en aquellos momentos. Decidí arriesgar el todo por el todo. «Señor, quizá tengamos una posibilidad». «¿Tú? —me respondió despectivo—. ¿Tú, que no has sabido administrar mi tesoro, una solución?». «Señor. No tenemos oro, pero sí mucha mercancía que adquirimos en El Cairo. También esclavos. Podemos vender algunas de nuestras riquezas en los mercados para recuperar parte de lo gastado». El emperador me miró fijamente antes de responderme con una sonrisa entusiasta. «Esa es una buena idea, Shonghy. Acabas de salvar tu puesto y tu cabeza. Vende lo que quieras. Vete al mercado y no regreses sin mis diez becerros y cien corderos. Quiero hacer la mayor limosna que recuerde La Meca para el día del sacrificio. Ahora retírate. Estoy agotado».
»Así fue, Es Saheli, cómo obtuve autorización para comenzar a vender nuestras riquezas. Y así hemos ido tirando hasta hoy. Cuando conseguí las reses, Kanku Mussa irradió una felicidad plena el día del Sacrificio. Pudo mostrar ante todos, una vez más, la magnificencia de su generosidad. Los necesitados, tras saciar su hambre y cumplir con los ritos de la peregrinación, se le acercaron para rendirle pleitesía. No cabía dentro de sí. Algunos de los ulemas principales lo halagaron con lisonjas tan impúdicas que hubieran hecho sonrojar a cualquier otro mortal.
»No participé de la ostentosa alegría del resto de la corte. Algo apartado, rumiaba en silencio mi desesperación. Sólo yo parecía entonces ser consciente de nuestra delicada situación. Y sólo a mí, Es Saheli, parece hoy importar nuestra ruina. Como puedes comprobar, siguen gastando sin ton ni son.
—Nadie conoce esa historia, visir —le respondí una vez que hubo terminado su relato—. Todos creíamos que erais ricos sin fin.
—Pues ya ves. Éramos ricos en Mali, y volveremos a serlo cuando regresemos. Pero ahora nada tenemos, salvo los restos de nuestras compras cairotas y nuestro maltrecho séquito de esclavos.
Los días de regreso hacia El Cairo pasaron con relativa normalidad. Nada parecía faltar a la comitiva. La habilidad del visir y cierta contención en el gasto consiguieron el milagro de que la caravana del gran Kanku Mussa alcanzara la ciudad del Nilo, después de un mes de lento viaje, sin caer en la ruina absoluta. El monarca, en cada parada, se empeñaba en hacer donaciones a la mezquita del lugar.
—Quiero que nos recuerden.
Y lo estaba consiguiendo. Las ondas de la estela de su paso perdurarían en aquellos desiertos durante años. Los ancianos del lugar añorarían a la luz de las candelas a aquel emperador negro de riquezas fabulosas.
Pero la desmesura de Kanku Mussa lo desbordaba también en sus ansias viriles. Llevaba sin disfrutar de hembra desde su salida de Gao, dado el compromiso de castidad que supone la peregrinación. Una vez finalizada, podía gozarlas, siempre que lo hiciera bajo la jurisdicción de las leyes santas. Tuvieron que buscarle mujeres con las que se desposó en dos ocasiones. Sus ulemas no preguntaban demasiado. Lo suyo era rezar y obedecer. Casaban y certificaban el repudio con la misma facilidad que dirigían las oraciones del atardecer. Y cada boda, un derroche. Y cada derroche, un enorme disgusto para el visir del Tesoro.
Yo aún permanecía bajo el halo de santidad de La Meca. Nada de lo humano parecía importarme en demasía. Ni siquiera llegué a cuestionarme qué hacía yo con aquel emperador manirroto y disparatado. Sencillamente, lo seguía. Me había marcado mi camino, y con él me adentraría en las entrañas del África.
Entramos en El Cairo sin la munificencia solemne de la primera ocasión, ignorados por una ciudad ensimismada en su propio dislate. Nada quedaba de aquella fabulosa caravana que había asombrado a los jóvenes y a los mayores, y que inundó de oro los ansiosos mercados de la ciudad. Nuestros camellos se habían reducido a la mitad, y apenas nos quedaban esclavos; bestias y hombres habían sido vendidos a lo largo del camino para satisfacer las exigencias de la comitiva insaciable.
El emperador simulaba no darse cuenta del desprecio que la ciudad le dispensaba. Sin oro, no era nadie para aquellos cairotas que se pensaban el centro del mundo. El sultán mameluco, que tan obsequioso se había mostrado cuando el gran Kanku Mussa rebosaba de riquezas sin fin, no lo recibió en esa ocasión. Se limitó a remitirle una nota deseándole un feliz regreso a su noble país. Nuestro monarca no se inmutó cuando le leyeron la carta. Sonrió, como siempre, y redactó un pomposo agradecimiento en el que trataba al mameluco de hermano sapientísimo. Y fue entonces cuando empecé a admirar a aquel hombre prodigioso. Sabiéndose en la ruina, mantenía su dignidad tan alta que a todos nos contagiaba. Seguía sonriendo y regalando sonrisas y afecto. Sólo los muy fuertes se sostienen cuando el desprecio los acosa.
Nada más entrar en El Cairo, fui a casa de al-Kuwayk. Me recibió con grandes muestras de afecto y atención. Tras los abrazos hizo que le contase mis viajes desde que abandonara la ciudad. Le conté mi encuentro con al-Umari en Damasco, así como mis tertulias con los artistas e intelectuales damasquinos. Obvié mi experiencia con Ibn Arabí, cubierta con el halo de un sueño imposible. De mi corta estancia en Bagdad apenas si pude reseñarle alguna pequeña anécdota.
—Tampoco a mí me gusta Bagdad —me respondió cuando le narré mi decepción—. Ya no es la ciudad de Las mil y una noches.
Se apasionó con mi relato de Yemen, el país más hermoso del mundo, según su parecer.
—He viajado por muchos países, y ninguno como el de la reina de Saba, Es Saheli. Sus aires siguen oliendo a incienso y sus mares a esperanza.
Pero la gran sorpresa saltaría en La Meca.
—¿Que te vas con el emperador negro al África? Pero ¿es que has enloquecido?
—Es mi camino. Conoceré un mundo nuevo.
—¡Ese negro está loco! Todo El Cairo se ríe de él. Lo desplumaron como a un tonto. Todos hicimos grandes negocios a su costa. El oro ha perdido la mitad de su valor, tales fueron las cantidades con las que inundó nuestros zocos y mercados. Y él, mientras lo saqueábamos, sonreía engreído, feliz ante las alabanzas de los mercaderes. ¡Por Alá, no puedes seguir a ese cabrero presumido!
Las palabras de al-Kuwayk me hirieron. Le había tomado un cálido afecto al emperador, y no podía permitir que fuese objeto de mofa.
—Es un hombre bueno. Sincero, sencillo. Y buen creyente. Siempre tiene una sonrisa y una atención para los suyos, siempre una limosna para el necesitado.
—Es un engreído, sólo quiere ostentar. Dicen las malas lenguas que en La Meca escandalizó con su derroche. Donde los santos piden pobreza y sacrificio, él ofendió con estipendios y riquezas.
—Es un buen musulmán. Quiere que la unma sepa que el reino del Mali llama a sus puertas, es ostentoso, sí. Pero aún más generoso. Ha donado la mayor parte de su capital a pobres y necesitados.
—Bueno, bueno —titubeó al comprobar asombrado mi determinación—. Tú sabrás a quién sirves. Eres mi amigo, y tus amigos son los míos. Daré mañana una recepción en honor de tu emperador, si su excelencia lo tiene a bien, claro está.
Aquella misma tarde fui a trasladar la invitación al emperador. Me hicieron pasar hasta la estancia donde se encontraba, y allí fui testigo de un embarazoso suceso. El emperador pedía un dinero que el visir del Tesoro no podía proporcionarle. Al percatarse de mi presencia, el emperador recobró la sonrisa. Shonghy agradeció mi oportuna aparición.
—Señores —Kanku Mussa quiso adornarse solemne—. Vais a disculparme por un momento. Tengo que salir, ahora regreso.
Y salió. El visir del Tesoro suspiró aliviado.
—Veo que seguimos con problemas —tenía ya suficiente confianza con Shonghy como para hablarle así.
—Los problemas se acentúan con los días.
—Pensaba que lo habías solucionado vendiendo esclavos y mercancías.
—Cuando de la caja sale más que entra, las ventas no lucen. Apenas nos quedan esclavos, los he ido vendiendo todos. También los camellos, los mejores del África, están ya en otras manos. Sólo nos quedan los que precisamos para regresar.
—¿Y las mercancías que atesoráis? ¿No encuentran comprador?
—Los tesoros que compramos en El Cairo no han resultado tales a la hora de venderlos. Los mercaderes que tanto ponderaban su valor, ahora lo desprecian. Tan sólo después de mucho regatear, han aceptado pagarnos un precio diez veces inferior al que nosotros lo adquirimos. Los cairotas son unos estafadores… o nosotros unos ingenuos, quién sabe.
El emperador hizo de nuevo su aparición, erguido y sonriente.
—Visir, el andaluz es de los nuestros. Podéis hablar con toda confianza. ¿Qué me decíais?
—Que no nos queda dinero, señor. Que no podemos seguir gastando, y que aún no sé de dónde sacaremos fondos para el aprovisionamiento del regreso.
—Visir, siempre con tus llantos. Tenemos suficiente dinero y poderío para vivir mil vidas en esta ciudad de usureros sin que se nos agote el oro de nuestras minas. Los mandingas no nos vamos a arrastrar como miserables. Viviremos con la categoría que corresponde a nuestra dignidad, ¿entiendes?
—Sí, señor.
—Y si no tenemos, venderemos lo que llevamos encima. Y si el dinero no nos llega… ¡y si el dinero no nos llega, asaltaremos alguna caravana!
—Pe… pero señor…
El gran Kanku Mussa rompió a reír con una gran carcajada.
—¡Tranquilos, es una broma!
Respiramos aliviados. Por un momento creíamos que hablaba en serio.
—¿Acaso pensabais que vuestro emperador podía convertirse en un forajido?
—No…, no, no, señor.
—Somos nobles de verdad. Los que se dicen señores egipcios roban con engaños en los mercados. Nosotros no. Si no tenemos dinero, lo pediremos prestado y lo devolveremos en cuanto lleguemos a nuestro reino. No es tan difícil, ¿verdad, visir?
—No, señor.
—Pues venga, ponte en marcha. Quiero abandonar cuanto antes esta ciudad de buitres.
Nos dispusimos a salir.
—Es Saheli, tú quédate —me ordenó el emperador.
Esperó a que saliera el visir para dirigirse a mí.
—Ya sabes de nuestros aprietos, poeta. Cosas sin importancia, pero molestas. Pronto sólo las recordaremos como anécdotas.
—Sin duda, señor.
—Tenemos una gran tarea por delante. Nuestro reino es próspero y poblado. Nuestros jóvenes ansían aprender. Podrás hacer una gran obra más allá de los desiertos.
—Tengo gran ilusión en ello, señor.
—¿No te asusta conocer nuestra actual situación económica? Quiero que sepas que somos ricos, muy ricos, por más que el pusilánime de Shonghy limosnee con su mirada.
—Sé que sois rico, pero me da igual vuestra riqueza. Si os acompaño es por vuestra generosidad. Y porque creo que mi camino me conduce al sur. Os seguiré con dinares o sin ellos. Estoy acostumbrado a las durezas del camino. Sé dormir en palacios y también en despoblados. Nada me asusta si soy feliz en lo que hago. Seré feliz siguiéndoos, y escribiendo mi obra en vuestro país fabuloso.
Kanku Mussa no se esperaba mis palabras, que sabía sinceras. Estaba acostumbrado a comprar personas y cosas y yo no me había vendido por dinero. Lo seguía tan sólo porque quería hacerlo.
—¡Ven a mis brazos, poeta! ¡He encontrado a mi súbdito más sincero!
Su abrazo efusivo no borró de mi memoria el mensaje que le traía.
—Señor, al-Kuwayk, uno de los mercaderes más ricos y relacionados de El Cairo, quiere ofrecer una recepción en vuestro honor.
—¡Lo último que deseo en el mundo es cruzar el umbral de un mercader cairota! ¡Sería como entrar en un cubil de hienas!
—Con su permiso, señor, al-Kuwayk no es de El Cairo. Nació en Alejandría. Además, es un gran amigo mío.
—Sea pues. No desairaré al mejor de mis súbditos.