LXXX
al qadir, el Todopoderoso

En La Meca cumplí con todos los ritos de la hayib. En ayunas todavía, di las siete vueltas preceptivas a la Kaaba, dejándome arrastrar por la muchedumbre de fieles. No éramos personas, semejábamos el fluir de un río feliz, lento y caudaloso. La unidad de la unma, la universalidad de los creyentes, nos hacía uno mientras girábamos alrededor de la piedra negra de la Kaaba. El blanco de nuestros ibram unía a las distintas razas, pieles y lenguas que allí estábamos para purificar nuestros pecados. Africanos, asiáticos, andalusíes, fieles de los cuatro puntos cardinales del orbe peregrinaban hasta La Meca fieles deseosos de cumplir con el quinto precepto del Corán. Me sentí orgulloso de mi comunidad en la fe, que aspiraba a extenderse al mundo entero.

Después de las oraciones, nos desplazamos hacia las colinas de Safa y Marwa. Recorrimos siete veces la distancia entre ellas. Al día siguiente, comenzamos las grandes ceremonias de la l-hiyya. Nos dirigimos a la llanura de Arafat y escuchamos el sermón encendido del imán. Henchidos de fe y gozo, regresamos a la ciudad santa. Pernoctamos en Muzdalifa, y al amanecer nos dirigimos a Mina, a dos horas de camino. Permanecimos dos días allí, y celebramos con alegría purificada y contagiosa la fiesta del Sacrificio. Regresamos a La Meca, donde dimos de nuevo siete vueltas a la Kaaba, seguimos varios ritos de desacralización, y nos cortamos el pelo y las uñas para liberarnos de tabúes. Sólo nos quedaba apedrear al diablo, representado por unos pilares. Mientras tiraba las piedras, recordé la terrible lapidación de Abdalá y Sayyid. Me quedé paralizado, con la piedra en alto. No podía dejarme arrastrar por los fantasmas del pasado, tenía que empezar una nueva vida. Con fuerza arrojé la piedra, que impactó de pleno en el pilar. Me liberé del demonio como años atrás había liberado a Abdalá del dolor del suplicio.

Nuestra hiyyad ya había concluido, ya éramos unos hayy, unos musulmanes que habían cumplido con su deber de visitar La Meca. Pero el viaje más importante es el que se había producido en mi interior. Nunca volvería a ser el mismo, todo fue gozosa resignación. Más allá del límite ya no hay sacrificio, sino superación, nos había comentado el anciano. Y tenía razón. Me dejaba llevar al igual que la gota de agua en el torrente, sabedor de que desembocaría en el océano plácido de Alá. Algunos narraban con asombro experiencias místicas, los más guardaban un silencio pudoroso acerca de sus intimidades espirituales.

Aquel año de 1324 ocurrió en La Meca un hecho reseñable, que se escribiría con letras de oro en su historia. La ciudad santa recibió a un singular grupo de peregrinos. Provenían de lo más profundo del África, y en todos los corrillos de fieles, no se hablaba de otra cosa que de la fabulosa caravana del Rey de los Negros. Ni siquiera en los lugares santos se apaciguaban las habladurías.

—Su emperador se llama Kanku Mussa. Es su primera peregrinación a La Meca. Quiere demostrar su fe y asombrar al mundo entero.

—Es un ostentoso, soberbio y engreído. Sólo un recién converso es capaz de hacer la peregrinación rodeado de riquezas. Nuestros ulemas no aprueban ese derroche.

—Pero bien que se guardan sus reproches. El oro de sus limosnas acalla la ira santa de nuestros sabios alfaquíes.

—Pero contadme —le solicité a Yafar, uno de mis compañeros más habladores —quién es, en verdad, ese famoso Kanku Mussa.

—Kanku Mussa es el emperador del reino de los negros, allá en el remoto río Níger, al sur del gran desierto. Son mandingas, y sus dominios llegan hasta el océano occidental. Es rico en agricultura y oro.

—Tan rico, que no se habla de otra cosa —interrumpió un peregrino que se acababa de incorporar a nuestro grupo—. El oro de los africanos inunda los mercados de El Cairo. Los africanos pagaron fortunas por cualquier baratija que se les ofreció, y los comerciantes cairotas hicieron con ellos excelentes negocios. Los mercaderes han estafado a los mandingas, crédulos de asombro ante lo sofisticado del arte y las costumbres de Egipto.

Fue la primera noticia que tuve de Kanku Mussa. Llegó a El Cairo apenas unos días después de que yo abandonara la ciudad para dirigirme hacia Damasco. Su entrada dejará huella en la memoria colectiva. Los cronistas e historiadores de El Cairo lo reseñarán en sus crónicas de forma muy destacada. Nunca antes había arribado una caravana tan rica como la del emperador negro. Inundó la ciudad con un río de oro sin fin. Los egipcios no daban crédito a lo que sus ojos veían. Quinientos esclavos, cada uno con un tubo de monedas de oro en forma de bastón, abrían el séquito del fabuloso monarca negro. Cada bastón de oro pesaba quinientos mithqals, algo menos que un niño al nacer. Detrás venían cien camellos cargados con tres kantars del metal precioso, lo que vendría a equivaler al peso de dos hombres.

—Lo recibió el propio califa al-Nasir ben Qalawun, al que donó la fortuna de cincuenta mil dinares para que realizara en su nombre obras piadosas.

—Compró casas y palacios a un precio muy superior al del mercado. Lograron convencerlo de que un buen monarca musulmán debía animar a sus súbditos a realizar la peregrinación, y para ello nada tan importante como el habilitar hospedaje en la gran ciudad. Los corredores y mercaderes cairotas hacían cola para ofrecer sus productos a unos precios inverosímiles. Los mandingas lo pagaban con una sonrisa ingenua en la boca. Los especuladores pedían sin medida, y los negros pagaban sin proporción. Compraban una prenda por tres dinares, cuando no valía ni siquiera medio. Tan confiados estaban, que los engañaron sin piedad.

Sonreí para mis adentros. Conocía de la habilidad de los comerciantes cairotas para convertir en pieza atractiva y única la más humilde de las baratijas. Debían de haber engañado a su gusto a aquellas gentes simples, emergidas de lo más profundo de los desiertos.

—No sabemos cuántos kantars de oro derrocharía en El Cairo. Muchos, muchísimos. Pero el caso es que siguió regando con riquezas todos aquellos lugares por los que transitó hasta llegar aquí, a La Meca. Parece que su oro no tiene fin.

—Sabemos que ya ha donado treinta mil dinares de oro como limosna, además de una gran cuantía para el mantenimiento de las mezquitas de la ciudad santa.

Sentí una viva curiosidad por conocer al monarca del fabuloso reino de los negros. Todos hablaban de él, aunque nadie lo había tratado. Su caravana se asentaba a las afueras, y los guardianes impedían que los curiosos se acercasen. Pero ese Kanku Mussa invisible en cuerpo, era omnipresente en las conversaciones. Algunos que en público alababan su magnificencia y devoción, por lo bajo se mofaban de su ingenuidad. «Los negros, ya sabes» —repetían con orgullo racista—, «que no entienden de dineros ni de negocios». La figura del extraño monarca llegó a inspirarme ternura. Si no sale pronto de esta tierra de bandidos —pensé para mis adentros— lo dejarán sin una moneda para comprar pan. Y, entonces, nadie se acordará de él. Los mismos que ahora lo agasajan lo apartarán como a un perro sarnoso.

Gracias a las recomendaciones de Al-Atir y al-Umari pude conocerlo. El gran cadí de La Meca, al enterarse de la importancia de mis mentores, me invitó a su casa. Y allí coincidí con el gran Kanku Mussa. Me impresionó. Su corpulencia, su sonrisa, su vestimenta, su carisma. Irradiaba un poder que atraía. Era el centro de la reunión. Emanaba una seguridad primitiva, animal, que se adornaba con una gran calidez humana. Kanku Mussa abrazaba a muchos y a todos sonreía, feliz en su protagonismo. También a mí me cupo el honor de saludarlo.

—Es Saheli —me presentaron—, es un famoso poeta andaluz. Viene recomendado por Al-Atir de El Cairo y al-Umari de Damasco.

Y entonces, aquel exótico rey me miró como si fuese un insecto extraño y único que revoloteara luminoso ante sus narices.

—Un poeta andaluz… Dicen que sois los mejores.

—Gracias, señor, por vuestra amabilidad.

—No tengo poeta andaluz en mi corte. ¡Visir Shonghy!

El visir llegó apurado por la premura.

—¿Tenemos algún poeta andaluz en la corte?

—No, señor.

—¿Y cómo no se os ha ocurrido contratar a alguno? ¡Ya os he dicho que quiero a los mejores en mi palacio! ¿Cómo podremos brillar sin un poeta andaluz?

—Perdón, señor. No hemos encontrado todavía ninguno digno de vuestro mecenazgo.

—¡Pues ya lo tenéis delante!

Todo en él era excesivo, grandilocuente, desmesurado. Pero sincero, inesperado y directo. Estupefacto ante los acontecimientos, no pude sospechar la sorpresa que el huracán negro todavía me deparaba. Se giró hacia mí, me sonrió, y me echó el brazo sobre el hombro mientras me preguntaba.

—¿Quieres venir a nuestro país? Tenemos oro, mujeres, caza y ganado. Pero no nos basta. Estamos recién llegados a la fe, y queremos sabiduría y refinamiento. Acogemos a los mejores artistas, sabios y maestros y les pagamos bien. Muy bien. De nada te faltará. Si quieres un palacio, lo tendrás. Si precisas de esclavos, se te proveerán. Tendrás tantas mujeres que no alcanzarás a conocerlas a todas, ni tendrás ímpetu suficiente para satisfacerlas.

Estaba tan asombrado, que era incapaz de responderle. Y mi silencio fue interpretado por el monarca como asentimiento tácito. Todos los asistentes habían abandonado sus conversaciones para centrar su atención en las extravagantes palabras del rey.

—¿Qué me respondes, Es Saheli?

—Señor, yo…

—Pide lo que quieras por esa boca. Te lo concederé.

Seguía sin poder articular palabra. Era la primera vez que un rey me hablaba directamente y que me abrazaba. Todos parecían comprender mi aturdimiento.

—¿No me contestas? A lo mejor, soy yo el que me he equivocado ofreciéndote cosas de este mundo. ¡No estoy acostumbrado a tratar con poetas! ¡Seguro que prefieres la mística y la contemplación! Pues debes saber que el infinito de los desiertos estrellados son el mejor templo para contemplar la belleza del Altísimo.

—Señor —me atreví por fin a responder—. Estoy aturdido ante tanta generosidad. No sé qué decir.

Intentaba ganar tiempo. No me atrevía a desairarlo delante de todos, pero tampoco podía seguirle la corriente. Lo último que haría en vida sería perderme en el África con un emperador loco y engreído.

—Pues piénsalo rápido. Tengo una corazonada. Brillarás en el Níger como nunca lo hiciste ni en el Guadalquivir ni en el Nilo. El destino te llama, no desdeñes su signo.

El monarca siguió abrazando y sonriendo a otros. Yo quedé anonadado, de pie sobre una esquina de la gran sala. Entre el tumulto de gente que lo rodeaba, destacaba su voz potente y desmesurada, que ante todo se asombraba y que todo lo prometía.

Este monarca es un puro disparate —pensé mientras sacudía la cabeza—. ¿Cómo alguien podría ir con él? Parecía que todo había sido un sueño, un sueño loco y absurdo de una noche indigesta. ¿Cómo se había atrevido a pedirme que abandonara todo para seguirle al fin del mundo? Y, entonces, algo extraño me ocurrió. Todavía, a día de hoy, mientras escribo mi Rihla, no logro comprender el laberinto de mi pensamiento. «El destino te llama, no desdeñes su signo», me dijo. ¿Y si tenía razón? ¿Y si mi porvenir, mi felicidad y la obra de mi vida me esperaban más allá de los desiertos? Se dispararon en mi mente todas las advertencias de la prudencia. ¿Estás loco? ¿Vas a seguir a un emperador negro a un reino desconocido? ¿Y tu carrera de poeta? ¿Qué carrera? —me respondió una voz interior—. ¿La del que se tiene que exiliar de todos lados? ¿La del que busca sin encontrar? ¿La del poeta de la superficialidad? No te desprecies —insistía mi lado cuerdo—. Gozas de cierto nombre, has conocido mundo, puedes volver a El Cairo y labrarte un futuro. ¿Un futuro? ¿Qué es para mí un futuro? No quiero asentarme en un lugar en el que todos los caminos están pisados, quiero abrir nuevas sendas en parajes virginales, donde todo sea nuevo, donde pueda crear. Cerré los ojos. ¡Dios! ¿Qué debía hacer? ¿Negarme como la cordura y la prudencia aconsejaban, o lanzarme a la aventura con la que el destino me tentaba?

Me llegaban las voces del emperador, que loaba ante quien quisiera oírle las riquezas de su nación. Un grupo de cortesanos lo seguían, obedeciendo fielmente sus órdenes. ¿Qué pretendía? ¿Que me convirtiera en otro de sus perritos falderos?

Cerré los ojos. Y entonces ocurrió. Vi la luz. Supe la respuesta a mis angustias. Todo estaba escrito. El emperador tenía razón, el destino me había mostrado su signo. Estábamos en un lugar santo, y acababa de finalizar mi peregrinación. Atrás habían quedado mis tabúes y ataduras. Podía ahora comenzar una vida nueva. Una feliz euforia alborotó mi pecho. Recordé la sonrisa final de Ibn Arabí. También al gato que ronroneaba en su portal. Y supe que debía aceptar la propuesta. Debía marchar al Níger desconocido y construir mi futuro desde allí. Alá así lo quería, y yo seguiría el camino que me marcaba. Con decisión me acerqué hasta él.

—Señor —le dije agachando la cabeza en señal de respeto—. Me voy con vos.

—¡Ah, Es Saheli, qué alegría me das!

Me abrazó mientras exteriorizaba a voz en grito su satisfacción.

—¡Recordaréis su nombre! ¡Será grande entre los grandes!

Los presentes sonrieron. Los unos asentían mi respuesta, mientras que otros, incluso, la aplaudieron. Falsos. «Si el monarca negro está loco —pensaban en sus adentros—, más demente aún debe ser este poeta insensato que lo sigue». ¡Pobres! ¡Qué lejos estaban de entender los designios del Único Grande y Poderoso!