LXXIX
al hayy, el Perdurable

Salimos de madrugada. Me despedí de Bagdad sin dolor, a pesar de sus muchas glorias. Abandonaba la ciudad donde se creó la primera universidad del mundo, Bayt al-Hikma, la Casa del Saber, bajo el califa al-Mamún. Fue ciudad de las luces, y, sin embargo, a mí no me encandiló. En Bagdad florecieron los principales pensadores, como al-Kindi, al-Razi, al-Farabi y Avicena. Con estos sólidos cimientos, en 1091 se creó la escuela Nizamiya de Bagdad, al frente de la cual estuvo el determinante Algacel. La luz de Bagdad iluminó el islam por completo. Después, serían los pensadores andaluces los que tomaron el relevo de la ciencia y el conocimiento. Averroes, Maimónides, Ibn Arabí y otros tantos, que hicieron a nuestra patria conocida en el mundo entero. Desde la Grecia de Aristóteles, jamás se juntó tanta sabiduría como en Bagdad y Córdoba. Pero apenas eran ya una sombra de su pasado. Cometieron errores que Alá castigó. Quizá, por eso, el alma de Bagdad, como la de Córdoba, emana esa tristeza indescifrable de las grandes ciudades que todo lo fueron y que en casi nada quedaron. Compitieron entre sí, y fueron castigadas simultáneamente con su exterminio.

Nos dirigimos hacia el sur, acompañados por otros muchos peregrinos que preferían la dulzura indolente de la navegación por mar al rigor de los desiertos de la Arabia Pétrea. En diez días llegaríamos al puerto para embarcar. Navegaríamos por el Pérsico. Dicen que sus marineros son los mejores del mundo entero. Llegan hasta los extremos del África y hasta las remotas islas del Oriente. Conocen los secretos de vientos y corrientes y poseen las embarcaciones más veloces y fiables de las que surcan el azul de los mares.

Nuestra singladura fue feliz desde el principio a su fin. Las aguas estuvieron calmas y hospitalarias durante los días de navegación. Yo dejaba pasar el tiempo mientras miraba horizontes e intentaba descifrar la lectura de las nubes y los vuelos de las gaviotas. También las amaba.

El estrecho de Ormuz nos abrió hacia el Índico, el océano infinito de las gentes cobrizas. Las costas grises y montañosas de Omán fueron en todo momento testigos de nuestro cabotaje hacia el Yemen.

—Fue conocido como la Arabia Feliz. Así lo bautizaron los romanos, que hasta aquí llegaron en su afán de controlar la ruta del incienso.

Todos nos arremolinamos alrededor de aquel peregrino erudito que narraba la historia de uno de los lugares más cantados del islam, el Yemen.

—En tiempos de la reina de Saba, los marinos yemeníes eran los únicos que conocían el secreto de las corrientes del monzón, que les permitía el viaje a la India. Las rutas del mar les hicieron ricos. Traficaban con incienso, mirra y otras esencias y perfumes, que vendían a un precio diez veces superior al oro en los grandes puertos mediterráneos. Sus naves surcaban el mar Rojo con mercancías de aromas y sueños.

Todos habían oído hablar de la reina de Saba, la que viajó hasta Jerusalén para conocer a Salomón y su Templo, según cuenta el propio Corán. Algunos, incluso, afirman que fueron amantes. ¿Quién sabe? Las cosas del corazón son difíciles de entender, bien que lo sabía por propia experiencia. ¿Cómo habría sido, en verdad, aquella reina de la antigüedad que competía con la propia Cleopatra? ¿Por qué irradiaban sus figuras ese halo de erotismo irrefrenable? ¿Por ser mujeres poderosas? ¿Por yacer con reyes y emperadores? ¿O por sus propios encantos?

La travesía del mar Arábigo fue tan placentera como la del Pérsico. Alá fue indulgente con sus humildes peregrinos y nos regaló un mar azul de espejos y cormoranes.

—¡Adén! —gritó el capitán del navío—. ¡A proa!

Adén era un formidable puerto natural cuya antigüedad se perdía en los tiempos. Los navíos de la reina de Saba zarparon desde sus muelles, hasta donde llegaron después griegos, fenicios y romanos. Situado en el extremo de una pequeña península, encabeza el estrecho de Bab al-Mandab, que separa el continente africano de la península arábiga. De ahí su extraordinario valor estratégico. Quien lo controla, domina la navegación de tres mares.

—Como podéis ver, la ciudad se asienta sobre un volcán antiguo.

Atracamos en su puerto, y desembarcamos atropellados por la algarabía de marineros, mercaderes y curiosos. Dedicamos el día a conocer la ciudad, a rezar en sus mezquitas y a reponernos para el largo camino por tierra que aún restaba hasta La Meca.

Aún era de noche cuando al día siguiente nos dispusimos a retomar el camino.

—¿Sa… sabes una cosa, Es Saheli?

—¿Cuál, Jawdar?

—Que me ha gus… gustado el alma de es… esta ciudad.

—A mí también.

Nos acercaron nuestros mulos, convenientemente enjaezados según el gusto de la zona.

Cuando ya estábamos sobre los aparejos de las bestias, le pregunté a Jawdar.

—¿Sabes dónde se esconde el alma de Adén?

—Sí.

—Ah, ¿sí? —le respondí divertido, seguro de que no sabría responderme.

—En las cis… cisternas de Tawila.

—¡Muy bien, Jawdar! —lo felicité.

Orgulloso como un niño elogiado por sus maestros, Jawdar enderezó su figura sobre la mula. Yo me quedé atrás, observándolo con cariño y admiración. Ya no éramos dos personas. Nos habíamos convertido en algo parecido a un solo ser descompuesto en dos nombres. Habíamos pensado lo mismo. En efecto, cuando visité las impresionantes cisternas de Tawila me dije que allí debía ocultarse el alma milenaria de la ciudad de Adén. Las dieciocho enormes cisternas subterráneas constituían el mayor aljibe que jamás hubiera conocido. Estaban perfectamente diseñadas y ejecutadas para almacenar hasta la última gota de agua de lluvia con la que Alá regalara a su solar.

Espoleé a mi mulo hasta llegar a la altura de Jawdar.

—Ya que eres tan listo —lo reté—, te voy a someter a otra prueba. Las ciudades pueden ser macho o hembra. Sus almas te lo dicen, si sabes leerlas. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, bu… bueno, creo que sí.

—Granada, ¿qué es?

—Hembra sen… sensual —me respondió sin titubear.

—Muy bien. El Cairo.

—Macho pre… presumido —aseguró tras dudarlo un instante.

—Damasco.

—Hem… hembra perfumada.

—Adén.

—Ma… macho marinero.

—¡Muy bien! Y, ahora, la más difícil. Bagdad.

—Ni macho ni hem… hembra, co… como tu amigo Ab… Abdalá.

Reímos. Pero bajo mis risas se escondía la admiración por las respuestas de Jawdar. Atesoraba una sabiduría que nadie podría intuir bajo su aparente simpleza. Había respondido exactamente igual que yo lo hubiera hecho. Las almas de cada lugar se nos habían manifestado idénticas.

Lo miré con afecto. Su padre, Jawdar el notario, se habría mostrado orgulloso de él.

—¿Por qué me ob… observas?

—Por nada, estaba recordando a mi maestro.

—Fue un hom… hombre muy bueno. Me quiso como un pa… padre.

Era el momento. Tenía que confesarle el secreto que hasta entonces le había reservado.

—Era tu padre, Jawdar.

—¿Có… cómo?

—Eres hijo del notario de la Alcaicería.

—Pero ¿no era hijo de su sir… sirvienta? —me preguntó con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—Tu madre no era su sirvienta. Era su mujer.

Rompió a llorar como un niño pequeño. Lo dejé desfogarse, comprendía su emoción.

—¿Por qué no me lo di… dijeron?

—Cosas de las costumbres de Granada, Jawdar. Algún día te las explicaré. Venga, vamos, que nos quedamos atrás.

Durante un tiempo apenas habló. Rumiaba en soledad el descubrimiento. Al día siguiente, se me acercó para decirme.

—Estoy muy or… orgulloso de mis pa… padres. Si ca… callaron sería por mi bien.

—Así fue, Jawdar. Te querían con toda la fuerza de sus corazones.

—Mu… muchas gracias, Es Sa… Saheli.

Marchábamos con la celeridad sagrada del peregrino. A medida que nos acercábamos a nuestro destino, más prolongadas y piadosas eran las oraciones. Jawdar no volvió a sacar el tema de sus padres. Parecía tan imbuido del espíritu de Alá como yo mismo lo estaba. Disminuían las conversaciones vacuas entre nosotros. Pensábamos más en Dios y no reparábamos ni en el cansancio ni en las abstinencias.

—Cuando superas el límite de tus fuerzas, ya no hay sacrificio sino superación —me comentó con razón uno de los ancianos que nos acompañaban.

Hasta Sana’a, la capital del Yemen, viajamos a lomo de mulos, más adaptados para las pendientes rocosas que tendríamos que ascender desde la costa. El Yemen es una meseta que se asienta entre el mar y las Tierras Altas, techo de la Arabia Feliz. Las alturas recogen las aguas que la sabiduría de los poceros lleva hasta las terrazas colgadas sobre las laderas de los montes. El verde de los cultivos hace a esta tierra fértil y pródiga. Perdieron la ruta del incienso, pero les queda el oro de su agricultura y la inteligencia de su comercio.

Su historia es rica. En el año 570 el virrey abisinio de Yemen llevó a cabo una expedición militar contra La Meca. Sus soldados iban a camello, algunos a caballo, y unos pocos en elefante. La bestia desconocida llenó de asombro y temor a los habitantes de la ciudad, que jamás habían visto un animal semejante. Fue recordado como el «año del Elefante», y entre otros prodigios, ese mismo año nació nuestro profeta Muhammad.

En Sana’a apenas si nos hospedamos un día, y eso que el atractivo de la ciudad y sus gentes nos habrían aconsejado prolongar la estancia. Pero el deber ante Dios estaba antes que la curiosidad por las cosas de los hombres. Dormimos en una gran samsarah, o posada caravanera. Nos despertamos muy temprano para la primera oración del día. Vimos amanecer sobre la ciudad vieja. Era de una belleza sin par. Sus murallas y sus torres viviendas, unas sobre las otras, desafiaban las leyes de la arquitectura y la estática con abigarrados ventanales y su extraordinaria altura.

Acudimos después a orar a la Gran Mezquita, la Aljama Al Kabir, erigida a instancias del propio Profeta, y construida según sus indicaciones. La devoción de nuestros rezos me hizo sentir en comunión con el Altísimo. Cuando abandonamos la aljama para regresar a nuestro samsarah, apenas si reparamos en el Suq al-Milh, o mercado de la sal, ruidoso y colorido. Tan sólo teníamos ya ojos para las cosas de Dios. Así deben ser los buenos peregrinos, muertos para los negocios del hombre, y resucitados para los del espíritu.

Salimos en camello hacia el norte. Viajaríamos por tierra hasta Medina y La Meca, sin alejarnos demasiado del mar. Así obviaríamos, en lo posible, los rigores de las Tierras Vacías del interior.

—Un corazón vacío de fe es aún peor que el desierto más solitario de la Arabia, Jawdar.