LXXVIII
al basit, el Que Expande

Me reuní aquella noche con Nasir y Jawdar. Los había frecuentado poco durante nuestros días de estancia en Damasco, yo ocupado en veladas poéticas y aventuras místicas y ellos entretenidos en mercados y plazas. O al menos eso creía yo. Cuando les dije que debíamos partir al día siguiente para comenzar la peregrinación, Nasir bajó la cabeza con humildad.

—Es Saheli, no podré acompañaros. Soy cristiano, deseo ser sacerdote. Quiero quedarme en Damasco. Existe una importante comunidad cristiana con grandes maestros de los que aprender.

—¿Estás seguro?

—Completamente seguro.

Lo abracé mientras le deseaba lo mejor. Jawdar nada dijo, con el brillo de una lágrima en sus ojos muy abiertos.

Cuando salimos de madrugada, Nasir aún dormía. Se acostó tarde, absorto en sus oraciones y penitencias. Jawdar se asomó por última vez para verlo tumbado, con los ojos todavía cerrados. Salimos sin despertarlo.

—Es… estoy triste. Me da pe… pena Nasir.

—¿Por qué te da pena?

—Porque nos de… deja. Porque es cris… cristiano.

—Nasir ha escogido su camino. Debe seguirlo, como nosotros el nuestro.

—¿Y po… podrá aceptarlo Alá en su seno?

—¡Pues claro que sí, Jawdar! Si ama, llegará al cielo.

La sonrisa que iluminó el rostro de mi amigo certificó su conciliación con la felicidad. El abandono de su amigo tan sólo sería temporal.

—En… entonces vol… volveré a verlo en el paraíso.

Fui yo entonces el que sonrió mientras observaba lo desgarbado de su figura.

—Volveremos a encontrarlo en el paraíso. Y ahora, ¡vamos a La Meca!

Y nuestros pasos pusieron música a la soledad del alba, mientras que, en mi interior, los versos sabios y hermosos de Ibn Arabi ponían letra al amor de mi corazón.

Capaz de acoger cualquiera

de entre las diversas formas

mi corazón se ha tornado:

es prado para las gacelas

y convento para el monje,

para los ídolos, templo,

Kaaba para el peregrino;

es las Tablas de la Torá

y es el Libro del Corán.

La religión del amor

sigo adonde se encamine su caravana,

que amor es mi doctrina y mi fe.

Tras nuestra salida de Damasco sufrí una verdadera transformación. Abracé con deseo y alegría el camino de la purificación y el recogimiento. Mi alma encendida fue leña seca para el fuego de la fe. Mi hayib fue profunda, sincera. No sólo tenía como destino La Meca; peregrinaba, en verdad, hacia mi propio interior. Ibn Arabí lo dijo. Alá está dentro de cada uno de nosotros. Conócete y ama. Desde la noche damasquina misma en la que entendí el significado de la santificación, decidí vestirme con los hábitos del peregrino, el ihram, apenas dos modestas piezas de tela blanca atadas la una a la cintura y la otra sobre los hombros. Aunque la tradición aconsejaba no vestirse con las ropas del peregrino hasta llegar a uno de los cuatro miqat de La Meca, mi impaciencia por la purificación hizo que allí mismo abandonara mi ropa habitual para imbuirme en las más pobres y simples que encontré. Calcé mis pies con unas sandalias rudas y andariegas. Jawdar también lo hizo. Con ese hábito de mortaja, no se distingue al mendigo del rey. Ese es el camino de la humildad y la santificación. No me afeité, ni perfumé, ni me corté el pelo o las uñas, según manda el sagrado Corán. Durante esas semanas me esforcé en cumplir todos los deberes del buen peregrino. No arranqué ni la rama de un árbol, ni siquiera una brizna de hierba; no mantuve relaciones sexuales, ni bebí alcohol, ni cometí exceso alguno. Ni siquiera tuve malas tentaciones, tal fue mi estado de gracia. Mi energía espiritual fue creciendo en mi interior, alimentada por la oración y la marcha ascética. Por vez primera en mi vida, me sentía cerca de Dios.

Desde Damasco viajé a Bagdad, donde apenas si estuve unos días, atendido por el gobernador. Las recomendaciones de Al-Atir y al-Umari surtían efecto en todos los territorios mamelucos. Bagdad era una extraña ciudad. Fue creada por los abbasidas, la dinastía que arrebató el poder a los Omeyas de Damasco. Procedían de Abbás, el tío paterno de Mahoma, y lograron unir a su causa a los chiítas. El segundo califa abbasí, Abu Yafar al-Mansur, ordenó construir, a orillas del Tigris, la nueva capital Bagdad, que prosperó en las artes y el comercio, hasta convertirse en la urbe opulenta cantada en Las mil y una noches.

—Terminó en tragedia —me narró con sentimiento el gobernador, mientras sostenía una taza de té—. El 10 de febrero de 1258, las hordas mongolas de Genghis Khan, con su sobrino Hulagu al frente, entraron a sangre y fuego. Masacraron a la casi totalidad de sus ochocientos mil habitantes. El mongol destruyó e incendió los edificios más importantes hasta no dejar piedra sobre piedra. El azote de Dios cayó en forma de maldición sobre la ciudad desamparada. Los mongoles siguieron hacia el oeste, con ánimo de conquistar Egipto, pero sus mercenarios mamelucos lograron detenerlos en 1260. Bagdad comenzó de nuevo a recuperarse, pero ya nunca volvió a ser lo que fue.

—Córdoba y Sevilla cayeron tan sólo diez años antes de que Hulagu arrasara Bagdad. Fue una señal del cielo. Por vez primera, el islam retrocedía en sus dos extremos.

—Es cierto. Así lo quiso Alá, quién sabe si en penitencia por nuestros pecados.

Apuramos el té. El gobernador se sinceró antes de despedirnos.

—Esta ciudad encierra en su seno la semilla de su propia destrucción. Mil veces más será arrasada, y mil veces se levantará para volver a ser pasto de las llamas. Es su sino.

—Sólo Alá conoce el sentido de la historia.

Apenas si paré en Bagdad. Su bullicio ya no pertenecía a mi mundo, ni su espiral de destino ciego era la mía. Sólo me sentí como en casa cuando oí a un poeta cantar unos zéjeles de Ibn Quzmán.

—Es Saheli, este canto va dedicado a ti.

Aquel poeta me hizo feliz. El zéjel fue creado en Al Ándalus, derivado de las moaxajas creadas por el ciego Muqaddam de Cabra, que mezclaban palabras árabes con la aljamía romance que hablaba el pueblo. Para mi sorpresa, estaba de moda en Bagdad. Y es que el arte no entiende de fronteras ni reinos.

Bagdad tenía unos aires extraños para mí. El Mediterráneo quedaba muy atrás, y el aliento de lo oriental configuraba su alma con unos rasgos diferentes. Si El Cairo me hablaba de los atlantes y de los colosos, Damasco de los griegos, y todas ellas del Mar Antiguo, Bagdad tenía retazos entremezclados de mi mundo, pero con aliento persa y esencias de la lejana India. Mi corazón no encontró paz en la ciudad de los abassidas.

—Si algún día me pierdo por estas latitudes, que me busquen en Damasco. Que no pierdan el tiempo preguntando por mí en las mezquitas de Bagdad. No es mi ciudad.

—¿Co… cómo lo sabes?

Jawdar no comprendía mi desapego por la gran urbe del Tigris.

—Las ciudades, como las personas, tienen alma. Y la mía pertenece a Damasco la serena, y no a la Bagdad de la crueldad oriental.

—¿Las ciudades tienen al… alma?

—Sí. Y hay que sentirla, no teorizarla. ¿No percibes algo distinto en cada lugar que conoces?

—Es ver… verdad.

—Esas sensaciones, esas emociones que cada localidad te produce es el lenguaje de su alma. La tuya puede entenderla. Cuando traspases las murallas de una nueva ciudad y quieras conocerla, déjate llevar. Si tienes los oídos de tus sentimientos abiertos, pronto su alma comenzará a expresarse.

Jawdar quedó pensativo.

—¿El al… alma está en sus casas? ¿En sus gen… gentes?

—Está en la amalgama de todos ellos. Al igual que el alquimista mezcla los distintos elementos en busca de la esencia de la piedra filosofal, los tiempos producen la mezcolanza de los hálitos de los vivos con el espíritu de los muertos. Percibes las arquitecturas de su caserío con el rumor de sus fuentes y plazas. Distingues los paisajes que la circundan con la geología de sus suelos. Sientes la latitud de su sol con el fresco de sus aires y aguas. Y esa argamasa se destila gota a gota. Y el resultado es el perfume de su alma.

Seguimos en silencio, recogiendo nuestras escasas pertenencias. Abandonábamos Bagdad, sin que su alma hubiese reconocido la mía.

—¿Me has comprendido?

—Claro. Cada ciu… ciudad tiene un alma distinta. Por e… eso a mí me gusta Gra… Granada y El Cairo.

Granada. Qué lejana sentía su caprichosa alma de mujer cálida. Cómo la deseaba.

—¿Vol… veremos a Granada, Es Saheli?

—Pues claro, Jawdar. Si Dios quiere, nuestros pasos volverán a hollar sus caminos.