Rogué a Alá para que todo saliera bien en la entrevista que el poderoso Al-Atir me había concedido aquella mañana, tras varios días de espera. Antes de salir de casa, insistí a Nasir y Jawdar que no se les ocurriera poner un pie en la calle. Iba a intentar obtener el salvoconducto para viajar hasta Damasco.
—Me alegra que estés de nuevo por aquí —me recibió amable su viejo y sabio secretario—. Al-Atir estaba deseando reunirse contigo. Te tiene en gran estima y admiración.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Significaban que no había llegado a las alturas de palacio ninguno de mis desvaríos.
—Te agradezco el interés. Me urgía hablar con él, deseo salir de viaje.
—Te dará el salvoconducto para ti y tus acompañantes. ¿Por qué tienes tanta prisa, si lo acelerado es enemigo de lo bueno?
—Deseo aprender con los grandes maestros de Damasco y Bagdad, para concluir mi viaje en La Meca.
—No tengas prisa en el camino, Es Saheli. Los cairotas de hoy se equivocan con sus carreras. Padecen el mal del vértigo. Olvidan que estamos en el lugar en el que se descubrió la medida del tiempo. Bajo Heliópolis se encuentra la ciudad de On. Sus astrónomos se percataron hace casi seis mil años de que la salida de la estrella Sirio se producía cada trescientos sesenta y cinco días. Sobre este descubrimiento dividieron el año en doce meses de treinta días, dejando cinco para la gran fiesta anual. También repararon en que el año solar tenía un cuarto de día más que el tiempo marcado por Sirio, pero no supieron resolverlo en el calendario, al que se le acumulaban tiempos sin nombrar. La solución la aportó otro egipcio al que Julio César encargó el ajuste del calendario. Añadió un día más cada cuatro años.
—El año bisiesto —respondí admirado.
—Exacto. Como otras tantas medidas, la del tiempo nació aquí. Las mentes egipcias fueron preclaras en la medición del ritmo del universo y sus astros. Y si todo está medido y escrito, ¿para qué correr?
—Eres sabio, secretario.
El hombre abandonó el despacho donde me atendía. ¿Por qué correr?, me había preguntado. Pues bien fácil, habría podido responderle. Pues para huir de mí, de mi irresponsabilidad, de mi miedo, de las consecuencias de mis palabras, de la inconsistencia de mis devaneos, del fruto de mi debilidad. Tenía que correr y correr para que la sombra de mis propios actos no me alcanzara jamás. Huía de mi propia historia para lograr encontrar una que me trascendiera.
Al-Atir me recibió espléndido, siempre generoso.
—Los sultanes mamelucos son severos —me dijo a lo largo de nuestra conversación—, pero gracias a su fuerza logramos detener a los cruzados y a los mongoles. Hoy El Cairo brilla gracias a ellos.
No me sentí cómodo con esa conversación. El sultán me parecía cruel y arbitrario, y temía que mis recelos se traslucieran de mis palabras.
—Los mamelucos fueron providenciales, Al-Atir.
—Así fue, Es Saheli. Me alegra que sepas ponderar los pesos de la historia. Son fuertes y generosos. Acogieron en El Cairo a la familia del último califa abbasí de Bagdad, expulsado tras su conquista por los generales de Genghis Khan. Las hordas mongolas no tuvieron piedad, y, como muestra de su crueldad, enrollaron al último califa en una alfombra y lo pisotearon con sus caballos hasta dejarlo convertido en un amasijo sanguinolento de huesos triturados y carne desgarrada. Con los cráneos de los vencidos, construyeron una pavorosa pirámide a las puertas mismas de la ciudad que espantó durante mucho tiempo a sus visitantes.
Guardé silencio, meditando lo voluble del azar. Los califas de Bagdad despreciaron por mucho tiempo a los mamelucos, a los que consideraron poco más que toscos mercenarios turcos. Sin embargo, fueron el único refugio que los acogió cuando Genghis Khan les quitó su imperio.
La fortuna reparte su suerte como de costumbre:
por la mañana velorio, y desposorio al anochecer.
—¿Cómo? Repite de nuevo esos versos, Es Saheli.
La Fortuna reparte su suerte como de costumbre:
por la mañana velorio, y desposorio al anochecer.
—¿En quién pensabas? —me preguntó.
—En los califas de Bagdad. Un día, en el cielo, y el otro, en el infierno.
—Pues es aplicable también a los que nos aventuramos en la política. Un día, en la gloria de la corte, y al día siguiente, camino de la decapitación.
—Sí, ya me enteré de lo del visir Mustafá.
—Mustafá fue el último de una larguísima lista de cortesanos ejecutados. A veces con razón, por corruptos, traidores y déspotas. Pero otras, víctimas de un rumor acrecentado por la insidia de los enemigos, o por juegos inicuos de poder manejados por los arribistas. Te levantas visir, y por la noche te acuestas para siempre en un féretro, con la cabeza separada del cuerpo.
—Te irá bien, Al-Atir. Eres honesto, inteligente y sensato.
—Atributos todos ellos peligrosos para la cabeza que los atesora… En fin, Alá proveerá. ¿En qué puedo ayudarte? Sé que deseas partir de viaje.
Le expliqué mi deseo de viajar, de conocer, de experimentar. Le prometí regresar a El Cairo con mi zurrón repleto de nuevas ideas, nuevas formas, para cantar los sentimientos de siempre. Quería conocer Damasco, después Bagdad. Y quién sabe, quizá me animara a peregrinar a La Meca para purificar mi espíritu siempre atormentado. Por supuesto que no le insinué que también huía de mí mismo.
—Puedes contar con mi salvoconducto y mi apoyo, Es Saheli. Ahora mismo lo redactaremos. Te recomendaré a al-Umari, chanciller de los mamelucos en Damasco, y hombre sabio donde los haya.
En efecto, la fama del historiador al-Umari se extendía por todo el islam. Acababa de conseguir mi salvoconducto de forma rápida, algo extraño en aquella ciudad sin tiempos que —quizá precisamente por ello —había aprendido a medirlo.
—¿Quién te acompañará? —me preguntó el secretario mientras redactaba el documento.
—Mi amigo Jawdar.
—¿Nadie más?
Me acordé de Nasir. ¿Qué hacía? ¿Lo abandonaba a su suerte? ¿Lo ayudaba?
—También iré con mi sirviente Mohamed.
—Pues muy bien, aquí tienes el documento. Es Saheli, Jawdar y Mohamed. Los tres podréis atravesar fronteras y visitar ciudades allá donde el poder mameluco y el de sus amigos se extienda.
—Veo que llevas a un sirviente, Es Saheli —me comentó Al-Atir, una vez que hubo sellado con su firma el documento—. Eres sabio. Nizam al-Mulk, un visir de Bagdad del siglo XI, escribió con cínica sabiduría que un esclavo obediente es mejor que trescientos hijos, porque los últimos sólo desean la muerte de su padre, y el primero, larga vida a su señor. Tus acompañantes velarán por ti.
—Muchas gracias.
Jawdar y Nasir se mostraron entusiasmados ante la idea de partir. Preparamos algo de equipaje para el viaje. Reuní todo el dinero que había conseguido ganar con mis escrituras y versos. No era mucho, pero pensé que sería suficiente para llegar hasta Damasco. Allí podría trabajar para ganar algunas monedas con mis conocimientos de caligrafía. Redacté un mensaje para al-Kuwayk. Le contaba que partía para Damasco y que pensaba regresar pasado un tiempo.
No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí.
Un abrazo de tu amigo, Es Saheli.
Abandonamos El Cairo una mañana ventosa y desapacible. Los más madrugadores ya deambulaban de acá para allá. Nadie reparó en nosotros cuando atravesamos la puerta de la muralla. Fue en el muelle del río donde a punto estuvimos de terminar nuestro viaje.
—Tu cara me suena —le dijo uno de los soldados a Nasir—. ¿Cómo te llamas?
—Mohamed, señor.
—¿Eres copto?
—Soy buen musulmán, señor.
—Es mi criado —me vi forzado a intervenir, temeroso de que la tensión lo delatase—. ¿Ocurre algo?
—Algunos coptos están armando jaleo, y es nuestro deber controlarlos.
—Mire, aquí traigo nuestra documentación. Salimos para Alejandría.
El soldado, analfabeto, no supo leer ni nombres ni firma. Pero por la importancia de los sellos, entendió que no debía entretener a tan importantes protegidos.
—Podéis pasar, tenéis una buena recomendación.
Respiramos tranquilos cuando nuestros pasos abandonaron El Cairo. Nos dirigiríamos a Alejandría y, desde allí, embarcaríamos hacia Damasco. El camino nos reclamaba de nuevo, a nosotros, humildes caminantes, con sus brisas de libertad.
Nuestro viaje hasta Damasco transcurrió sin incidentes reseñables. Durante cuatro días navegamos con viento a favor. El capitán era un griego charlatán y metomentodo que gozaba con ahondar en la vida de los demás. Advertí a mis compañeros.
—Tened cuidado con ese. Os interrogará sibilinamente hasta saciar su curiosidad.
Descansé cuando fondeamos en el puerto de Acco, el San Juan de Acre de los cruzados. Sus murallas y torreones me parecieron negros y sombríos. Nos dirigimos hacia el interior acompañando a una caravana de comerciantes. Jawdar y Nasir se mostraban felices, interesados por cada nuevo paisaje que vislumbrábamos. Apenas dos semanas después de nuestra salida de El Cairo, entrábamos en la antigua capital omeya. Jawdar estaba excitado por lo nuevo del camino, y Nasir feliz por haberse alejado del peligro. Damasco. Su solo nombre imponía respeto y admiración. Aunque algo decadente, la ciudad aún mostraba soberbia la grandeza del pasado poder califal.
Entramos por la puerta de Bab Kisam, flanqueada por una pequeña capilla cristiana. Nasir se sorprendió al descubrirla, y se acercó a charlar con las personas que se encontraban en su interior. En breve regresó con nosotros. Parecía entusiasmado.
—Los cristianos no están aquí perseguidos. Existe una importante colonia, que vive en paz con sus hermanos musulmanes, como en los buenos tiempos de El Cairo. Me han contado que san Pablo huyó de Damasco por la puerta que acabamos de atravesar. Lo considero un buen augurio, es una puerta santa.
Contratamos a un guía para que nos llevase hasta el palacio del gobernador mameluco. Tras adentrarnos por un laberinto de callejuelas, llegamos hasta una calle ancha, algo extraño en las ciudades musulmanas.
—Es la Vía Recta —nos aclaró nuestro guía.
Después me enteraría de que era el decumano de la antigua ciudad romana, siempre fiel al modelo de las dos grandes vías perpendiculares. Al final de la Vía Recta se encontraba el palacio de al-Umari, el historiador y el chanciller de los mamelucos en Damasco, que nos recibió con todos los honores en cuanto le presentaron nuestra carta de recomendación.
—¿Cuánto tiempo permaneceréis aquí?
—No lo sabemos. Unos días. Después continuaremos nuestro viaje. Queremos peregrinar a La Meca.
Al-Umari me escudriñó detenidamente. No debió verme aspecto de peregrino cuando me preguntó.
—¿Y desde dónde comenzaréis la peregrinación?
Tenía razón en su advertencia. Todavía no llevaba la ropa del peregrino, ni mi actitud, comportamiento ni prioridades apuntaban hacia la ruta de pobreza y sacrificio que suponía la peregrinación.
—Bueno, en cuanto abandone Damasco comenzaré de verdad. Antes quiero conocer a algunos poetas de los que tengo referencia.
—Organizaré una velada poética en tu honor.
Así lo hizo. A los pocos días de nuestra llegada, invitó a su palacio a poetas y gentes de conocimiento. Recitamos y debatimos hasta altas horas de la madrugada. Nadie parecía tener prisa en regresar a sus hogares. Recordé nuestras prolongadas veladas granadinas, regadas de vino y exaltadas por el anacardo. En casa de al-Umari sólo consumimos buen té, enfrascados en una conversación placentera. Disfruté de la inteligencia damasquina, y la encontré menos bulliciosa que la de El Cairo, pero con más fundamento y hondura. Algunos conocían mis poemas, lo que me llenó de orgullo, y me facilitó el éxito en las divanías sirias.
Aproveché mis primeros días para conocer la ciudad. Visitamos la gran mezquita de los Omeyas, la dinastía que tomó el poder del islam después de los cuatro primeros grandes califas rashidún, los bien dirigidos. En 660, el poder pasó desde Medina a Damasco. La dinastía omeya fue fundada por Abi Sufian. Damasco florecería hasta que en 750 la nueva dinastía abbasí destronase a los omeyas y trasladara su capital a Bagdad. La vieja señora damasquina seguiría solemne y digna, adornada por su perfume de sabiduría y belleza.
Discutí con entusiasmo con al-Umari, hombre inteligente y de una cultura tan vasta como profunda.
—Todo está en el pasado —me argumentaba—. Quien sabe leer en la historia, encontrará respuestas a las incógnitas del futuro.
—Pero no se puede vivir con la vista atrás por siempre, es más hermoso disfrutar con cada amanecer que añorar el crepúsculo pasado. Vivir el día es más importante que rememorar lo acontecido.
—¡Los artistas andaluces, siempre tan vitalistas! Predicáis el disfrutar el momento, pero el hoy no existe. Siempre se nos escapará de las manos; no es más que la intersección entre el ayer y el mañana.
—Pues esa intersección es lo único real. El pasado ya se fue, y el futuro está por llegar.
—Es Saheli, nunca serás historiador.
—Tampoco filósofo. Mis sentimientos y mi piel me arrojan más luz que los discernimientos de la mente.
—La historia es importante, la filosofía grande.
—La poesía es pequeña, pero hermosa. Es la esencia de las letras, la sublime expresión de los sentimientos. En frascos pequeños se vende el mejor perfume; en versos contados, el destilado de la belleza.
Disfruté de unos días de tranquilidad. Participaba en tertulias de café y departí con sabios y eruditos. Atendí a las cosas del conocimiento en todo momento, pero descuidé las necesidades de mis vísceras. Y a medida que pasaban los días de abstinencia, el rugido de la bestia interior se hacía más feroz y lastimero. El cuerpo me exigía su tributo.
Llevaba casi un mes en Damasco, y todavía no sentía la llamada del camino. Y, mucho menos, de la peregrinación a La Meca. Aquella ciudad me seducía y pensaba prolongar mi estancia allí. Podría comenzar a trabajar y ganarme reputación y sueldo. Quizá debiera encontrar mujer, también. Hacía tiempo que no las cataba, y el recuerdo de Kolh se había apaciguado. ¿Cómo amarían las mujeres de Damasco? No podía irme de la ciudad sin haberlo comprobado.
Al regreso de una velada en un palacete apartado, sentí el vértigo del vacío. Necesitaba mancharme con la inmundicia de las pasiones. Mi ser reclamaba su festín de carne y exceso. ¿Qué hacer? Me disculpé para quedarme a solas, con el pretexto de un paseo placentero. Me convertí en un hombre desquiciado que salía de caza, sin conocer el cazadero. Como en todas las grandes ciudades del islam, el vicio se ocultaba en casas y tugurios, bien apartados de las muestras públicas de piedad. La hipocresía fue uno de los pecados más denostados por Mahoma, pero más practicados por sus creyentes. Si buscaba, encontraría. Aquella noche, paseando por la Damasco embriagadora, sentí la llamada del vino. Hacía mucho, mucho tiempo que no lo probaba. También la lascivia del deseo. Deambulaba sin rumbo, deseando que mis pasos me acercaran a la ocasión de gozar. Atrás quedaba el deseo de penitencia y purificación de camino. Necesitaba de hembra. Fea, guapa, alta, baja. Daba igual. Mis deseos sólo la precisaban con sus atributos enteros.
Caminé por un buen rato. La calidad del caserío se deterioraba a medida que mis pasos me acercaban al extravío de mi virtud. A la vuelta de un callejón maloliente me encontré con un descampado cuyo final no adivinaba bajo el manto de la noche. Estaba perdido. Debía volver sobre mis pasos.
—¿Eres extranjero, verdad?
Aquella voz ajada me sobresaltó. Me giré hacía el oscuro portal desde donde procedía. Allí se encontraba, sentado sobre el suelo, un anciano andrajoso. Una extraña dignidad adornaba su pobreza. Le respondí.
—Sí, ¿por qué lo sabes?
—Por la ropa, y por mis muchos años. Ningún sirio se adentra por este barrio pestilente. Lo que buscas no lo encontrarás aquí.
—No busco nada, sólo paseo.
—Todos responden lo mismo. Tus palabras confirman mi intuición. Eres extranjero y estás perdido.
Aquel viejo estaba loco. No podía darle conversación. Decidí continuar sin despedirme. Debía volver a los barrios conocidos. Desde allí me orientaría para mi regreso. Nunca debí haberme dejado llevar por aquel vértigo irracional del deseo. El viejo volvió a gritarme a mis espaldas.
—Aunque huyas, seguirás insatisfecho. Todos buscamos algo, y tú no lo has encontrado.
Me volví. Sus palabras inquietaban mi ánimo.
—¿Y qué buscas tú, si puede saberse? —le respondí retador.
—Acercarme al buen Dios. Y para eso ayudo a las almas descarriadas… como la tuya.
¿Quién era aquel viejo para meterse en mi vida? Le iba a responder con desprecio, cuando comenzó a incorporarse con dificultad. Sus achaques me ablandaron, no debía enfadarme con él. Quizá no fuera más que un pobre desahuciado que buscaba compañía para paliar su soledad.
—Sígueme —me ordenó con una extraña autoridad.
Sin saber muy bien por qué, decidí hacerlo. Marchamos por un laberinto de callejuelas sucias y oscuras. Comencé a asustarme, ¿cómo había podido ser tan imprudente? En cualquier momento sus cómplices podrían asaltarme y nunca más se sabría de mí.
—¿Adónde me llevas? Hace rato que andamos sin rumbo.
—¿Acaso tú lo has tenido en el camino de tu vida? ¿Por qué me exiges a mí lo que a ti te falta?
—Llévame de vuelta, viejo.
—Ya sé que quieres regresar. Todos los caminantes sin meta ni rumbo quieren hacerlo. Si no sabes dónde vas, siempre te perderás. Sólo te sentirás seguro en el inicio, jamás en el camino. El miedo a seguir te condena al fracaso del regreso.
—No tengo miedo. Sólo sé que quiero regresar.
—¿Acaso puedes hacerlo? Dime, ¿puedes, en verdad, volver a tu punto de salida?
No. No podía hacerlo. Me echaron de Granada, mi patria. Tuve que emigrar de El Cairo. Vagaba sin rumbo desde entonces. Huía de mí. Pero no quería reconocérselo, no quería reconocérmelo.
—Claro que puedo —le mentí—. Todos pueden hacerlo. Lo que ocurre es que quiero llegar a La Meca. Estoy de peregrinación.
—Pero ¿no quedamos en que querías volver? Los desorientados en los desiertos terminan siempre dando vueltas cuando creen que avanzan. ¿Cómo hablas de llegar a La Meca? ¿De verdad tienes a La Meca como destino de tus pasos?
—¿Quién eres? ¿De qué me conoces?
El anciano aceleró el paso. No comprendía cómo aquel amasijo de piel ajada y huesos rechinantes podía acumular energía suficiente para hacerme jadear al ritmo de su marcha. Las calles se degradaron aún más. Los charcos pestilentes y las casas en ruinas apenas eran antesala para el basurero que se adivinaba más allá de los muros derruidos.
—Si en verdad deseas hacer la hayib, la peregrinación, ¿por qué buscas el pecado?
De nuevo me golpearon las palabras del viejo. Me hicieron pensar. ¿Cómo sabía el anciano que esa noche había salido para saciar mis bajos instintos? Volví a inquietarme. ¿Sería un djinn, un genio de los que abundaban en la ciudad encantada de Damasco según el decir de sus gentes?
—Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?
—La oscuridad.
—¿Y qué intuyes en ella?
—Ruina y basura. Debemos estar en el arrabal más mísero de la ciudad.
—Así está tu alma ante los ojos de Alá. No eres más que basura inmunda. Oscura y sola.
Tenía razón. Así me sentía en aquellos momentos.
—Quiero salir de aquí.
—Si quieres, puedes hacerlo. Alá, el Clemente, siempre desea que vivas en la luz.
—¿Cómo puedo conseguirlo?
—Ten una buena meta en tu camino. No deambules teniendo el vacío como brújula.
—Tengo un destino. Quiero ir a La Meca.
—La Meca no es un destino. Es un camino de purificación. ¿Acaso no lo sabías?
—Sí, claro que lo sabía.
—Pero no lo practicabas. No tenías entonces La Meca como destino. La ciudad santa no era tu meta, era un simple accidente más de tu camino sin rumbo. Una excusa para tu desorientación. Piénsalo.
Tenía razón. El anciano era, sin duda, un hombre sabio. Sabía de mi extravío. Estaba descarriado desde mi más tierna juventud.
—Quiero cambiar. Quiero iniciar el camino de Alá.
—No es fácil esa senda. ¿Sabes qué precisa el buscador?
—Piedad y fe.
—Todo ello es preciso. Pero también amor y caridad. Tratar bien a los que dependen de ti. Ser humilde, desprendido de las cosas de esta vida.
—No tengo nada, salvo camino por recorrer.
—Eso está bien, te acerca a Alá. Pero eso no basta. Si deseas alcanzar la verdad, controla tu ira y tu mal genio. Si esto haces, complacerás a Alá y defraudarás al diablo que siempre espera tu flaqueza.
—Sí…, las tentaciones son muchas, y el ánimo débil.
—Pero no debes temer. Haz tu marcha confiado en las fuerzas de Alá. El mundo no es malo. Por el contrario, es el campo de cultivo del más allá. Este mundo es el camino a la felicidad eterna y por lo tanto es bueno, digno de ser apreciado y encomiado. Lo malo es cerrar los ojos a la verdad. Entonces se cae consumido por los deseos o la ambición.
—Yo he caído muchas veces.
—No te preocupes, todos lo hemos hecho. Pero lo importante es el deseo de seguir. Levántate, y ama.
—¿Cómo?
—Ama. Alá está en todo. Si amas a tu hermano, amas a Alá. Si amas al pájaro del amanecer, a la palmera que se cimbrea orgullosa, al gusano de sus hojas, amas a Dios. Ama al cristiano, al musulmán, al judío. Ama. Alcanzarás a Alá en esa senda del amor.
De nuevo el amor. Recordé las palabras del imán de la mezquita de al-Mursi, en Alejandría. ¿Era posible encontrarlo en aquellos tiempos terribles? Aceleramos de nuevo el paso. No sabía cuánta noche llevábamos consumida. Nos adentramos de nuevo en la ciudad, todavía a oscuras. La presencia de algunos gatos vagabundos fue la única certificación de vida que encontramos a nuestro paso. Marchaba con sus palabras sabias repitiéndose en mi cabeza. El caserío comenzó a mejorar. Las paredes estaban limpias y encaladas, las fachadas aseadas. Nos adentrábamos de nuevo en la zona noble de la ciudad. Reflexionaba sobre las palabras del viejo. Tenía razón. Me dirigía a La Meca sin deseo de purificación. No era una meta, era una simple excusa para justificar mi extravío. Así sólo ahondaría en el fracaso de mi camino. Me habían echado de Granada, me había tenido que ir de El Cairo. Si no cambiaba, Damasco sólo sería una parada más en un deambular sin sentido. ¿Adónde me encaminaban, en verdad, mis pasos y actos? Pues hacia mi propia destrucción. ¿Era eso lo que buscaba? No. Yo quería vivir, quería dejar legado, quería que mis obras me sobreviviesen. ¿Por qué, entonces, no actuaba en consecuencia?
—¿Sabes una cosa?
Apenas podía seguir al anciano mientras le dirigía la pregunta.
—Dime —me respondió, volviéndose hacia mí.
Por vez primera me pareció distinguir su sonrisa iluminando las penumbras de mis dudas.
—Ni siquiera sé cómo te llamas.
—¿Acaso eso importa cuando le hablo a tu conciencia?
—No, no importa. Sólo quería decirte que tienes razón. Soy un extraviado. Jamás podré orientarme sin meta. Caminaba y caminaba sin sentido.
—¿Y?
—Quiero cambiar.
—Para ello, siempre, lo más importante es el primer paso en la buena dirección.
—Haré mi hayib con devoción. Me purificaré con buenos actos y oraciones.
—Eso ya es suficiente. La Meca ya es tu camino. Medita, purifícate, ama. El buen Alá guiará tus pasos a partir de entonces. Debo dejarte, mi misión ha terminado.
Amanecía. El canto del almuecín acompañó a la luz difusa que anunciaba el nuevo día. La silueta del alminar se recortaba sobre el cielo que comenzaba a clarear.
—El islam es grande —suspiré con la euforia de quien sabe que ha comprendido—. Muchas gracias por ayudarme.
—Yo no te he ayudado. Toda la verdad está encerrada en tu corazón. Todos somos Alá, basta con dejarte llevar y sentirlo. Está dentro de ti, dentro de mí, dentro de todos. Siéntelo, déjale que te hable.
El alba regalaba suficiente claridad. Nos encontrábamos de nuevo en el punto en el que me lo encontré, delante del descampado. El anciano se marchaba. Tuve que elevar la voz.
—Aún no me has dicho cómo te llamas.
Se giró y me miró con dulzura para decirme:
—Me dicen Ibn Arabí. Soy andalusí, como tú, y milito en la religión del amor.
Y comenzó a alejarse hacia el final de la calle mientras recitaba un hermoso poema que se me grabó en la memoria.
Capaz de acoger cualquiera
de entre las diversas formas
mi corazón se ha tornado:
es prado para las gacelas
y convento para el monje,
para los ídolos, templo,
Kaaba para el peregrino;
es las Tablas de la Torá
y es el Libro del Corán.
La religión del amor
sigo adonde se encamine su caravana,
que amor es mi doctrina y mi fe.
Yo también quería militar en la religión del amor. Las palabras del viejo eran las de mi corazón. La luz que irradiaba competía con el amanecer. Recordé entonces aquellos versos. Eran de Ibn Arabí de Murcia. Era imposible. Por un instante desvié mi mirada hacia el sol que descabezaba en el horizonte. No podía ser. Aquel hombre no podía ser Ibn Arabí, que debía llevar muchos años muerto. Regresé mi mirada hacia él, mientras le preguntaba «¿por qué me engañas?». Pero nadie me contestó. Ya no estaba, había desaparecido. Corrí hacia la esquina, no podía haberse desintegrado. No estaba en la otra calle. ¿Qué estaba pasando? Resultaba del todo imposible que el viejo se hubiera evaporado. Miré y rebusqué, pero nada, ni rastro de aquel hombre que me leyó el pensamiento y supo de mi extravío.
Un gato pardo ronroneaba a mis pies. Estaba aturdido en medio de aquel sucio descampado. Regresé al callejón. El gato me siguió hasta acostarse en el mismo portal donde encontré al viejo. Decidí regresar. Una extraña felicidad emanaba de mi pecho. Sentí el calor de Alá dentro. Supe que lo amaba que debía emprender el camino interior en su busca. Iría a La Meca, pero desde esa noche sabría que la verdadera Meca se encuentra en nuestro interior. La peregrinación sólo era un esfuerzo de purificación compartida que me ayudaría a encontrarla.
—Ibn Arabí, nacido en Murcia y criado en Sevilla, pasó sus últimos años en Damasco —me respondió al-Umari cuando le conté la extraña experiencia—. Pero hace ya casi un siglo que falleció. No puedes haberlo visto.
—Irradiaba santidad. Y todo lo que decía era hermoso, trascendente, llegaba hasta lo más hondo del alma.
—No sé a quién te has encontrado. El Ibn Arabí verdadero fue un gran maestro religioso, adentrado en la senda mística. Pero los sufíes siempre tuvieron muchas incomprensiones por parte del islam más ortodoxo. Ibn Arabí gozó el favor de unos y sufrió el desdén de los otros. Algunos lo llamaron ash-shaif al-akbar, el más grande guía espiritual. Sus muchos enemigos, sin embargo, lo difamaron con el sobrenombre de ash-shaif al-akfar, el más grande de los herejes.
—Me habló del amor.
—También el santo andalusí hablaba sin cesar de amar. Y desde el amor, predicaba la compasión y el perdón. Cuentan que uno de los principales alfaquíes de la ciudad llegó a odiarlo tanto que lo maldecía diez veces después de cada una de sus cinco oraciones diarias. El hombre murió y Ibn Arabí acudió a su funeral, lo que extrañó a los que conocían la animadversión del fallecido hacia el maestro sufí. Ibn Arabí guardó una respetuosa compostura durante el sepelio, y durante los días siguientes permaneció en profundo silencio, sin que ningún alimento ni bebida profanara sus labios. Un amigo, conocedor de los rigores a los que se sometía, insistió en invitarlo a su casa a cenar. Ibn Arabí accedió, pero continuó sin hablar ni comer bocado alguno. De repente, se dirigió a una esquina y quedó como en trance. Al rato salió transformado. Rompió su mutismo y comenzó a comer y a charlar feliz. Su amigo, sorprendido, le preguntó las razones de su brusco cambio. Ibn Arabí, rebosando satisfacción espiritual, le respondió «Sabedor de que el único pecado del alfaquí fallecido era el odio que me profesaba, rogué al buen Dios su absolución e hice el voto de permanecer en silencio y ayuno hasta que Él lo perdonara y lo admitiera en su seno. Acabo de saber que Alá, en su misericordia, lo ha perdonado. Ya puedo volver a la vida de este mundo».
No podía creerme que el anciano que me encontré en la noche de mi extravío fuese un fantasma.
—Son demasiadas casualidades. El viejo no cesaba de hablarme del amor.
—Ibn Arabí fue el maestro del amor. Mantuvo que sólo a través del amor se puede llegar a Alá y conocer las verdades místicas. Escribió: «El que recibe en su corazón el menor soplo de ese amor, extrae del océano de lo oculto, las perlas más hermosas de las verdades espirituales». Desconfiaba de los que querían llegar a Dios a través de la razón.
—¿Cómo murió?
—Ibn Arabí despreciaba a muchos de los teólogos y eruditos del Damasco de su época porque sacaban beneficio material de su sabiduría y consejos. Él entendía que la frugalidad y el desprendimiento eran atributos necesarios de la santidad. Cuentan que un día, sin que pudiera evitarlo, un fiel muy rico le regaló un palacio. Nada más conocer la noticia, un pobre se le acercó pidiéndole limosna para comer. «Siento no tener nada que darte para comer. Soy tan pobre como tú. Sólo tengo un palacio. Tómalo». Y dicho esto, le regaló el palacio al indigente. Ese desprecio a las cosas materiales le causaría la muerte. Dicen que una tarde, Ibn Arabí se encontró con una congregación de fieles que amaba el dinero en demasía. Inflado de ira santa, Ibn Arabí los reprendió por su codicia y les gritó: «¡El dios que adoráis está bajo mis pies!». La congregación abandonó sus oraciones, y sus fieles, enfurecidos, comenzaron a golpearlo, tachándolo de hereje. Las heridas que le ocasionaron fueron la causa de su muerte, acontecida pocas semanas después. Fue en 1240. Los seguidores del maestro lo enterraron con modestia bajo el suelo donde recibió la paliza. Hoy no es más que un basurero, aunque algunos especulan con las palabras del santo. Afirman que existe un tesoro bajo la tierra en el exacto lugar en que él se encontraba cuando recibió la paliza.
—¡Un momento, al-Umari! —lo interrumpí exaltado—. ¿Qué has dicho, que el suelo donde está enterrado es hoy un basurero?
—Sí. ¿Por qué te extraña tanto?
—El extraño hombre de anoche… desapareció en un solar abandonado y cubierto de basuras. Era el mismo lugar donde me di cuenta que estaba extraviado y lo encontré.
—No, no puede ser… ¿No estarás pensando que…?
—¡Llévame hasta donde está enterrado! Tengo una corazonada.
Caminamos tan rápido como las piernas del buen al-Umari nos permitieron, dejando atrás protocolos y guardias. El chanciller de los mamelucos volvía a ser el investigador curioso. Se quitó el manto del poder para descubrir la verdad de nuestra sospecha. Mi corazón latía con fuerza, y mi entusiasmo iba en aumento. De vez en cuando, nos deteníamos para tomar resuello. El historiador, entre jadeos, repetía su cantinela. No, no puede ser. Es imposible. Yo mismo me reprendía por mi ingenuidad. Todo no había sido más que una curiosa coincidencia.
Nos adentramos por unas callejuelas que desconocía. Aquello me desanimó. No era capaz de reconocer los parajes que atravesábamos. Nunca había andado por allí. Comencé a avergonzarme de mi propia intuición. ¿Cómo podía haber creído que se me había aparecido un espectro? Estaba a punto de decirle a al-Umari que regresáramos, cuando le oí decir:
—Ya llegamos.
Seguía sin reconocer aquel callejón. Había hecho el ridículo, al-Umari se mofaría de mi crédula superstición.
—El basurero está allí, tras esa esquina.
Y, de repente, frente a nosotros, apareció el descampado que conocí la noche anterior. No tenía duda alguna de que allí fue donde encontré al viejo, y donde me trajo de vuelta, después del largo paseo por los barrios ricos y pobres de la ciudad. Al-Umari supo leer el asombro de mis ojos abiertos y espantados.
—Lo has reconocido, ¿verdad?
—Sí —le respondí sobrecogido—. Aquí fue donde apareció y desapareció.
—¡Alá es grande y generoso con sus escogidos! ¡Bajo este basurero se encuentra la tumba del Maestro!
Busqué el portal donde lo vi por vez primera. No me costó encontrarlo. Estaba tan abandonado como lo recordaba. Un gato pardo dormía enroscado, plácido en su sesteo. Levantó su cabeza y me miró con sus ojos brillantes. Después se volvió a dormir indiferente ante mi emocionado asombro.
—Aquí se me apareció. Estaba sentado en este portal.
Al-Umari me abrazó y se postró a continuación en dirección a La Meca. Estaba tan impresionado como yo.
—Es un encuentro místico. Ibn Arabí tuvo muchos a lo largo de su vida. Medita lo que ha querido decir.
—Sé lo que me ha querido decir. Salgo en peregrinación a La Meca. Emprendo de verdad mi camino. Tengo meta y el zurrón repleto de amor.
Regresamos al palacio de al-Umari. Un oficial de su guardia se le acercó vivamente inquieto.
—Señor, ¿dónde estaba? No lo encontrábamos, comenzábamos a preocuparnos.
—Salí con el granadino para reencontranos con un viejo amigo.
Lo acompañé hasta el interior. Cuando ya me despedía, recordé un detalle.
—El gato. El gato que estaba tumbado en el portal. Apareció cuando perdí de vista a Ibn Arabí.
—¿El gato? ¿Qué gato?
—El del portal.
—Allí no había ningún gato. Observé con todo detalle el portal y el zaguán. Estaban vacíos.
Sólo Alá es grande y conoce lo inescrutable. Jamás llegué a explicarme lo sucedido. Y si lo escribo es porque creo que realmente sucedió más allá de mi fantasía. Yo vagaba sin rumbo, e Ibn Arabí vino a mostrarme un nuevo camino. El del amor. El más duro de cuantos se pueden emprender en vida. Recordé las palabras del imán de la mezquita de al-Mursi. La verdad se encuentra en el amor. En Alejandría oí la palabra, en Damasco comprendí su significado. A partir de entonces, intenté militar en sus filas.