LXXIV
al azim, el Grande

Los excesos de la alcoba de Nana relajaron mi sueño. El cansancio exigió su tributo y, cuando vine a desperezarme, el sol ya estaba alto en el cielo. Salté de la cama. ¡Tenía un compromiso con al-Kuwayk, no podía llegar tarde! Los remordimientos de esos primeros instantes quedaron enterrados. No tenía tiempo que perder.

—¡Said, ayúdame a vestirme!

Llegué por los pelos a la recepción que Al-Atir, el flamante secretario de la chancillería del sultán, ofrecía en su nuevo palacio. Al-Kuwayk me reprendió con la mirada cuando llegué jadeando hasta él.

—Perdona, he pasado una mala noche.

—Procura no llegar tarde a estas citas. A los poderosos no les gustan los rezagados.

—No volverá a ocurrir.

El palacio se encontraba cerca del Midan, a los pies mismos de la imponente ciudadela que los mamelucos habían construido como símbolo de su poder y como defensa ante la posible furia de sus súbditos. Al-Atir había comprado un palacio que un visir anterior había construido dilapidando toda su fortuna. También la que no era suya, pues fue condenado por robo a las arcas públicas. La riqueza de los materiales sólo era superada por la altivez de su construcción. Patios, fuentes, mármoles, maderas, todo componía una sinfonía de ostentación y derroche.

—Espectacular —comentó al-Kuwayk.

—Pretencioso, sin gusto —le respondí en un susurro, conocedor del riesgo que corría.

La cara de al-Kuwayk reflejó el espanto que mis palabras le produjeron. A buen seguro que no comprendió mis reservas ante aquel fasto palaciego. Y, mucho menos, cómo me atrevía a exteriorizar una crítica tan demoledora.

—Vamos a saludar a Al-Atir. Se acerca a nosotros.

El poderoso se acercaba irradiando seguridad, pletórico por la adulación y admiración que su paso suscitaba.

—Queridos amigos —nos saludó con un efusivo abrazo—, muchas gracias por venir. ¿Qué os parece mi nueva casa?

Como era de esperar, al-Kuwayk se deshizo en halagos.

—Es maravillosa. Ni en Al Ándalus ni en Bagdad se pueden encontrar palacios tan hermosos. Sin duda alguna, una morada digna de tu posición.

—Y tú, Es Saheli, ¿cómo la ves?

—Es muy rica. Es muy grande. Es digna de ti —salvé como pude la situación.

—Gracias. Nos veremos más tarde, tengo que recibir los saludos de más invitados.

—Muy bien, Es Saheli, has estado cortés —respiró al-Kuwayk aliviado.

—No, he estado cruel. Los dorados de esta casa no son más que un pretencioso decorado de mal gusto.

Al-Kuwayk miraba con disimulo hacia las personas que nos rodeaban, temeroso de que alguno pudiera oír aquellas críticas mordaces. No quise seguir exteriorizando mi opinión. Después de haber conocido los palacios de la Andalucía, las construcciones puras y sobrias de Kairuán, los palacios de la Cirenaica y, sobre todo, las construcciones de los faraones, aquel palacio no me parecía otra cosa que un engendro sicofante. Su decoración frívola y ostentosa delataba el ansia por aparentar más que el deseo de gustar. «Si algún día construyo algo —me dije para mis adentros— huiré de tanto artificio vano y fatuo. Lo grande de verdad, ha de ser sencillo, sobrio».

—Pues el palacio lo ha construido Mahmud, el arquitecto que triunfa en El Cairo —insistió al-Kuwayk—. Es persa, pero aprendió su oficio en Bagdad. Los poderosos le pagan auténticas fortunas para que les dirija sus obras. Dicen que desde Imhotep, no ha vivido en el Nilo un arquitecto igual.

Aquella comparación fue más de lo que yo podía aguantar. Imhotep fue el gran arquitecto que diseñó las primeras pirámides. Kolh y Ramsés me hablaron con veneración de su obra. Lo fue todo en sus tiempos, y ya era casi un desconocido en aquella ciudad que despreciaba a los tiempos oscuros. Sin embargo, los arquitectos y alarifes cairotas aún lo rememoraban, rendidos ante su grandeza. Dios lo eligió y dejó que construyera en piedra los sueños que le elevaban hasta Él. Imhotep unió a sus títulos de consejero del faraón y sumo sacerdote, el de constructor y escultor. Inició para el faraón Zoser la construcción de pirámides, que siglos después engrandecerían sus descendientes Keops y Kefrén. Ese era Imhotep, el divino arquitecto al que el mercader comparaba con el cabrero pretencioso que había construido aquel palacio, que insultaba el buen gusto y el decoro. ¿Cómo podría decirle todo eso a al-Kuwayk, sin ofenderlo ni humillarlo?

Yo, que era poeta de la palabra, había comprendido en Luxor que se podía hacer poesía con piedra. La arquitectura era la oración más hermosa. Los falsos sacerdotes de la moda pretenciosa del momento jamás podrían profanar su grandeza. Debía decírselo a al-Kuwayk.

—El que tú llamas arquitecto no es ni la sombra de Imhotep. Mahmud se limitó a recibir la orden de un poderoso altivo: «Constrúyeme un palacio que me haga parecer grande a los ojos de los demás». Y diseñó este monstruo de gloria pasajera y gusto de camellero. El faraón le propuso a Imhotep: hazme inmortal. Y el arquitecto lo consiguió. Todo el islam conoce sus nombres, que iluminan de luz merecida las tinieblas de los tiempos oscuros. Keops, Kefrén, Mikerinos. Soñaron con ser inmortales y, que Alá me perdone, lo consiguieron. Este palacio se removerá al mínimo cambio de aires de las modas cortesanas, siempre caprichosas y mudables. El arte de los antiguos nos sobrevivirá para siempre. No compares por favor, al gusano rastrero con el ibis de vuelo hermoso. No te admires con las obras que mañana te aburrirán.

Al-Kuwayk no se esperaba tal disertación, más propia de debate en la madraza que de charla en una recepción palaciega. Pero yo estaba sensible y él narcotizado por la vanidad de la corte.

—Es Saheli, desde que has vuelto de tu viaje por el Nilo estás un poco raro. Anda, relájate y disfruta de la conversación.

Y lo intenté. Pero todo me pareció artificio y falsa compostura. Mi cuerpo estaba allí, pero mi alma volaba hasta los templos de Luxor, penetraba en la negra hondura de sus tumbas. Mi espíritu añoraba al de Kolh, pero mis glándulas ya deseaban reencontrarse con Nana, la persa. Así de voluble son las cosas del corazón: amando a la una, deseaba yacer con la otra.

Al-Atir volvió a dirigirse hacia nosotros una vez que saludó a todos sus invitados.

—Es Saheli, poeta andaluz, concédenos el honor de tu poesía. Que las palabras bellas adornan mejor que todos estos mármoles y ornamentos.

Improvisé. Pero los versos me salieron desde muy dentro, de donde sólo habita la verdad del corazón.

A tus ojos —¡oh hija de la tribu!— es obediente mi corazón,

tolerante en la queja, indulgente en la prohibición.

De mis lágrimas, tus dientes; tus mejillas, de mi sangre;

tu talle, de mi pensamiento, y de mi prosa de arte, tu aderezo.

El silencio fascinado de los demás alimentaba el sentimiento de mi voz. Su asombro, mi verso. No podían comprenderme, pero me entendían. Mi alma combatía entre el amor a una y el deseo de la otra, entre las heridas de una ausencia y el deseo de una caricia. Dedicaba mis versos a Kolh, mientras que ya pensaba en regresar a Nana.

Pese al dolor, he obligado a preferirte a mi corazón,

y a mis oídos les he prohibido atender la censura de tu pasión.

Terminé y todos guardaron un silencio de embeleso. Después, compitieron con sus parabienes y felicitaciones. Al-Atir me abrazó gozoso.

—En verdad, eres el más grande de los poetas.

Y me lo creí. O, al menos, hice que lo creía. Abracé, sonreí, agradé. Mi fama se extendería aún más por las divanías de la ciudad. Por eso comencé a asustarme. Las alas de mi gloria ya me arrojaron al precipicio en la Granada de mis sueños. Si no sabía refrenarla, el halago a mi vanidad podría destruirme de nuevo.

Quise pasear a solas por la tarde. Lo mejor de El Cairo eran sus calles, que rebosaban de humanidad. Y en mi cabeza porfiaban mis deseos encontrados de mujer. Kolh, lejana e inaccesible; Nana, cercana y complaciente. Me repetía que no volvería a visitarla, pero mis pasos ya me encaminaban hacia su casa.

Mujeres, siempre las mujeres. Observé la ciudadela y el palacio del sultán. Allí tendría a las suyas. ¿Serían tantas como contaban? El harén del califa se ocultaba tras la Puerta del Velo. Las cuatro mujeres del sultán al-Nasir Qalawun vivían en casas separadas, mientras que sus mil doscientas concubinas se albergaban en la quinta de las casas nobles. Si yo sufría por el deseo compartido de dos, ¿cómo podría encontrar paz el sultán si era requerido por una muchedumbre de hembras en celo?

Llegué, de nuevo clandestino, hasta el callejón de Nana. Su marido todavía se encontraba de viaje. De nuevo, el golpe de la aldaba y las miradas furtivas y temerosas. De nuevo, la sonrisa y el abrazo de la mujer ardiente que me aguardaba.